ESTACIÓN EMILIANO REYNOSO.
*Foto de Jorge Cerigliano.
Compartimos la Ventana del Tren*
Aquella vieja mujer
sentía cargar los días con los
pies,
y con las manos
dejar regadas las semillas de
algún recuerdo
que a veces
crecía hasta dar sus frutos,
ricos en vitamina C.
Sentía un recuerdo atorado entre
sus dientes
que no conseguía hacer que
saliera.
Aquella bella anciana,
con su ropa roída y sucia,
se sentaba a diario en medio del
camino:
un camino sin nombre,
de tierra,
con a penas unos árboles
que hicieran sombra,
para vender un poco de comida
que preparaba con penosa
distracción
día con día.
Se instalaba siempre en el mismo
sitio:
a un costado de una roca
que le servía de mesa,
sacaba de entre su carga
cajitas de colores
que contenían su vida
horneada a fuego lento...
Destapaba cada recipiente
y el ambiente se bañaba
con olores exquisitos.
Quien pasaba por el camino
podía verla a diario:
casi como otro árbol,
casi como parte del camino...
Aquella parte viva del camino,
como el corazón del sendero
terregoso.
Inexplicablemente,
aquella viejecilla sólo
articulaba la misma frase,
un mismo nombre
a toda persona que veía,
fuera hombre o mujer,
niño, niña e incluso
así se refería a los árboles
que le rodeaban
en momentos en que nadie pasaba:
“Emiliano Reynoso”.
Y no lo decía como nombrando a
cada persona
ni como algo pronunciado
incoherentemente:
por alguna razón,
quien era nombrado de este modo
por aquella anciana
parecía que entendía
todo lo que ella quería contar.
Poco a poco aquella mujer
dejó de hablar,
pero lo miraba todo con tal
gusto
que los colores se atoraban en
sus pestañas,
adornando aquella mirada
que bien sabía cómo platicar.
Un día
aquella vieja y tranquila mujer
llegó para nombrar el camino,
como siempre solía hacerlo,
con los mismos pasos
y sus bien abiertos ojos.
Se sentó como de costumbre
y acomodó sus cajitas con
comida.
Colocó el precio por porción:
tanto con arroz,
tanto más con frijoles...
Con agua tanto.
Se sentó,
abrió muy grande la boca
y sucedió que sus manos
perdieron forma de manos,
sus pies dejaron de parecer
pies...
Los árboles se asomaron curiosos
y el polvo cubrió la mirada
de quienes andaban por el
camino.
En su lugar
apareció una agradable
estructura cúbica,
con puertas,
ventanas
y un techo que regalaba una
fresca sombra.
Las vías nadie supo de dónde
llegaron,
pero corrían a ambos extremos
trayendo y llevando el tren.
En una de las paredes,
un modesto letrero dejaba verse:
“Emiliano Reynoso”.
Hay quienes dicen
que se trata de los dientes
de la vendedora de aquel camino,
muchos más creemos que se trata
de sus ojos,
que muy bien sabían qué decir;
aunque la creencia corriente
sea que los ojos
no sirven para pronunciar
palabras.
*De hugo ivan cruz-rosas.
quetzal.hi@gmail.com
Hemisferios
de soledad*
“Una pequeña mueca
alzándose soberana
en tu rostro
(mi patria / mi
exilio)
y estas palabras
habrán cumplido su función”
(Anónimo)
Querida -por mí-,
son las siete y media pasaditas.
Aunque parezca estúpido, es propio del ser humano encerrar sus acciones en
alguna especie de simbolismo, un contorno que le otorgue un poco de sentido a
la sustancia. Y aquí me ves. No soy la excepción a la regla (Aunque algunas
veces quisiera serlo). Desafortunadamente, sigo siendo el mismo. Aquel que
prometió amarte desde la percudida ventanilla del tren. Aquel impuntual hombre
vestido de melancolía. Aquel que hoy abraza el pasado /porque te incluye/,
aquel que pernocta en endecasílabos /porque te nombran/, aquel que escucha la
lluvia llover /porque escucha tu voz en ella/, aquel que te busca en el gris
añejo de lánguidas paredes /porque no te encuentra/. Pero siempre, aquel hombre
que asume el verso para alcanzarte.
Muchas veces no alcanzan los
versos para acercarte a mis orillas: de tanto pensarte mar/ de tanto sentirte
cielo/ temo que el horizonte se confunda en tu cuerpo/ temo que eso ocurra/
quiero que ocurra. Llevo un poco de tu sino en mi rostro, mi rostro no es sólo
la tristeza que inauguro cuando te vas del campo de mis ojos, mi rostro no es
simplemente tristeza de lo que no fue; es, además, porvenir, estrellas fugaces
iluminando la liturgia del alba, letras heterodoxas que juegan a ser números
que juegan a ser letras que juegan a ser tretas que juegan. Mi rostro no es
sólo tristeza, pero la tristeza encuentra un hábitat propicio en él,
principalmente si no estás. Si no estás, siento que yo no estoy. Tampoco.
Pero si estás, pequeño caramba
del destino, te dejo olvidada en el metro o en la plaza. Como si fueras una
maleta. Como si fueras. No puedo tenerte porque el miedo a perderte es casi tan
grande como el miedo a encontrarte. Y ese laberinto me define. “Cuidado. No lo
olvide en un laberinto”, debería estar escrito en mi rostro. O en mi
piel. Piel que alguna vez fue nuestra. En los tiempos en que aún existía el
nosotros. Nuestro nosotros. Hoy es historia o, lo que es peor, prehistoria.
Nadie más que nosotros podrá recordar todo lo que nos perdimos por miedo a la
rutina, al café de oficina y a unas cuantas lunas borrándose con el vino. Antes
me consolaba pensar en la sabiduría del tiempo, en la necesidad de las espinas
del tiempo, en las esquinas rotas de un tiempo pasado, en el dolor como
requisito indispensable para alcanzar la trascendencia. Hoy me pregunto: ¿puede
haber trascendencia que no involucre tus ojos? Si sólo fuera cuestión de
pensarte y kabum aparecieras, no habría problema y gracias poesía. Pero no.
Lamentablemente no. Entre pensarte y tenerte hay un abismo insalvable. Y hoy
preferiría estar al borde de ese abismo, pero al lado tuyo. Decirte despacito
al oído: adiós tiempo, bienvenido espacio nuestro. Pero no puedo. Hoy el tiempo
sigue alardeando su victoria incuestionable, y el espacio está en suspenso, en
vilo y no en vivo.
Ya son casi las nueve y sigo
escribiendo. Aún no te pude convocar. Ese es otro problema. No sé convocar tu
presencia. Tendré que conformarme con rememorar tus ojos, leve simetría
horizontal que asemeja caos y orden. Seguir por tu rostro, hormiguero de besos
a contramano. Y terminar en tus manos. Abrir este pecho índigo, atiborrado de
rosas pulverizadas, y dejarlo en tus manos. Proteger tus manos del frío. Pero
no. Lamentablemente no. No me alcanza con pensarte. Desafortunadamente, sigo
siendo el mismo. Aquel que prometió amarte hasta el fin de los tiempos. Aquel
impuntual hombre vestido de melancolía. Aquel que hoy abraza el pasado /porque
te incluye/, aquel que pernocta en endecasílabos /porque te nombran/, aquel que
escucha la lluvia llover /porque escucha tu voz en ella/, aquel que te busca en
el gris añejo de lánguidas paredes /porque no te encuentra/. Pero siempre, aquel
hombre que asume el verso para alcanzarte. Aquel. Éste.
*De Leonardo Pez. leonardopez@gmail.com
*
Esta es una historia de
lealtades. Ocurrió hacia fines del siglo XIX, en una pujante República
Argentina, conservadora y ganadera, pero bien pudo transcurrir en otro
contexto, el del Japón feudal del siglo XIV, o el de los suburbios bonaerenses
de comienzos del siglo XXI. Lealtades resumidas en la figura de un solo hombre,
que en alguna otra época se llamó samurai, que en la actualidad podría
considerarse como "puntero" –en su versión más devaluada y
pragmática-, pero que hacia 1890 ostentaba el inconfundible mote de compadrito.
El Ñato Reynoso había sido
degollador de reses en el Matadero de Cañuelas, algunos años atrás, por lo que
conocía el arte del cuchillo a la perfección. Por esas cosas de la vida, un mal
entuerto lo había llevado a desentenderse del trabajo legalmente remunerado,
para caer de lleno en situaciones poco claras, de las que había tenido que
salir airoso a la fuerza, a punta de cuchillo, pero al costo de comprometer su
vida futura a los designios egoístas de un tercero poderoso.
En uno de esos entreveros, su
destino se había cruzado con el Don Cosme Gutiérrez, hombre fuerte del Partido
Autonomista Nacional, fiel seguidor del entonces Presidente de la República,
Don Miguel Juárez Celman –notable impulsor del desarrollo ferroviario-, a quien
estos mal nacidos de la revolucionaria Unión Cívica –desde hacía unos pocos
meses, estando ya bajo la Presidencia de Don Carlos Pellegrini, autodenominada
Radical- le estaban sacando canas verdes. Don Cosme necesitaba a alguien que le
cuidara las espaldas e hiciera ese trabajo sucio que, por derecha, nadie
admitiría realizar. Y para eso estaba el Ñato.
Misteriosa la historia de
Reynoso. Nadie supo precisar nunca sus orígenes. Algunos decían que llegó del
interior, sin mayor pasado a sus espaldas que el tortuoso viaje en carreta que
lo trajera de pibe a Buenos Aires, expulsado de sus pagos natales por un
padrastro violento. Otros afirmaban que era un porteño de pura cepa, criado en
un burdel de la Boca, hijo bastardo de alguna puta que nunca lo aceptó, y cuyo
apellido fuera herencia de algún oscuro burócrata del Registro Civil. Lo cierto
es que, quizá siguiendo algún destino prefijado, el Ñato dejó a su paso un par
de hijos varones no reconocidos, fruto de sus azarosos amores con polacas y
francesas, quienes a su vez tuvieron otros tantos hijos, así hasta llegar a la
actualidad, siendo un fiel representante familiar cierto inclasificable
barrabrava de Boca, oriundo del barrio platense de los Hornos, predispuesto a
probar en todo momento su reciedumbre -aunque sin lograrlo de manera efectiva-,
y conocido en el ambiente como el Gordo Nacho. Pero ésa es otra historia.
La que nos ocupa ocurrió a bordo
de un tren. Más exactamente, una helada mañana de invierno de 1891, durante un
viaje que realizara Don Cosme desde la flamante capital provincial, La Plata,
en compañía de otros miembros del PAN, hacia la zona de Saladillo , donde uno
de sus colegas del Partido, el Doctor Evaristo Vidal Ereñú, había adquirido en
fecha reciente algunas hectáreas para su valiosa tropilla de alazanes, recién
traídos de sus vastos campos en La Pampa. El Ñato, pegado a Don Cosme como su
sombra, obviamente se encontraba a bordo del convoy.
Aún antes de abordar la
formación, desde el mismo andén platense, Reynoso percibió movimientos extraños
cerca del furgón. La concurrencia era numerosa, por lo que no pudo despegarse
de Don Cosme hasta que abandonaron la capital. Recién entonces se dirigió al
extremo opuesto del tren, hacia donde se transportaban los bultos del correo,
las mercaderías que nutrirían las despensas locales, y algunas flamantes
bicicletas. El frío apretaba contra sus ropas al igual que el acero, fiel junto
a sus riñones. Se levantó las solapas del saco negro, por encima del pañuelo
blanco que llevaba al cuello, se ajustó el sombrero por encima de las orejas, y
avanzó resuelto hacia el fondo, balanceándose al ritmo del traqueteo sobre las
vías.
Aunque nadie se lo hubiese
explicado, el Ñato sabía que ése era su lugar. Los caudillos del PAN viajaban
en primera, con una suntuosidad de estilo europeo sin proporciones para la
época; lujo del que disponían a su antojo, aparentando ser grandes señores,
empapados en champagne y rodeados de mujeres, pero "ignorantes" de
los entuertos que sus leales servidores resolvían en el "patio
trasero".
[El samurai del shogún, el
compadrito del caudillo, el puntero del intendente… Las fechas se disuelven,
capturadas por la misma vorágine de lealtades, atravesando las épocas, con una
misma épica.]
El Ñato avanzaba resuelto hacia
el fondo. ¿De dónde le venía el apodo? Ese era otro misterio; nadie lo sabía, y
conocer tal secreto quizá implicase la muerte. Pero ese nombre,
"Ñato", fue lo primero que escuchó al ingresar en aquel recinto
estrecho, desbordante de bultos de encomiendas, bolsas con mercaderías varias,
y alguna que otra gallina cacareando en una jaula desvencijada.
Reynoso escrutó el gélido aire
de la mañana. Unas volutas de humo se disipaban hacia el ventanuco que oficiaba
de ventanilla. Su interlocutor, oculto detrás de unos baúles, aún no lo había
visto. ¿Cómo podía ser que lo reconociese? ¿Acaso era una trampa? Sus nervios
se pusieron en tensión, aguardando lo que fuese que le deparara el destino.
Avanzó cauteloso, pero el otro
ni se movió. Al enfrentarlo, se encontró con un hombre fornido, de baja
estatura, las facciones ocultas debajo del ala del sombrero, con una mano en el
bolsillo, y la otra sosteniendo un cigarro sobre la comisura de la boca.
Reynoso se paró delante de él. Recién entonces, el otro volvió a hablar, sin
mirarlo.
-¿Qué pasa, Ñato? -, una pausa,
-¿No te acordás de mí? -, exhaló el humo, -¿De cuando jugábamos al truco en el
bar de Cesio, cerca de Boedo?
Esa voz… Sus recuerdos
retrocedieron un largo trecho, hasta conseguir ver unos vasos de caña recién
servidos, las barajas grasientas, los manoseados porotos para contar los
puntos… Un bar muy antiguo, una vaga ilusión amorosa, muchas horas perdidas sin
hacer otra cosa que jugar al truco, por plata o por la vida. La nostalgia lo
invadió de improviso, y cuando el otro alzó la vista, el Ñato ya sabía con
quién se iba a encontrar: Nemesio Funes, apodado el "Memorioso",
desde un tiempo en que ni siquiera él podía recordarlo. Supieron ser pareja no
sólo de truco; también descollaron en el tango, cuando aún era un baile de
hombres, en aquel burdel de Barracas, donde la madrugada los sorprendía aún
sedientos de caña y de sexo. Extraños avatares los fueron separando luego,
hasta que dejaron de verse, sin llegar a explicarse por qué. La lealtad entre
ambos se había ido disipando, y otras lealtades se habían ido consolidando para
ellos, casi contra su voluntad, encadenando sus obligaciones para con los
poderosos.
Porque no cabía ninguna duda que
Funes era hombre de Vidal Ereñú.
Las fantasmas del pasado lo
desacomodaron durante unos segundos. Pero algo raro podía olerse en ese
ambiente cerrado, casi secreto, que representaba el furgón. Algo no le cerraba
al Ñato. Una mirada extraña se deslizaba bajo el ala del sombrero, a través de
los párpados de Funes, quien casi sin entonación, restándole importancia a sus
propias palabras, le dijo:
-El Doctor Vidal Ereñú no está
tranquilo, ¿sabés? Estos radicales de mierda ya han pactado muchas alianzas, y
esto al Doctor lo pone muy nervioso -. Le dio otra calada al cigarro, y soltó
el humo: -El PAN se desintegra, negro. Y aunque pareciera que Don Cosme es un
personaje del virreinato, que negará cualquier revolución, nadie puede saber si
ha estado conversando con la oposición… Don Evaristo lo quiere de vuelta de su
lado. O si no, no lo quiere.
Reynoso no lo podía creer. ¿Cómo
osaban dudar de la honorabilidad de Don Cosme Gutiérrez? ¿Quién podía hacerlo
sin mostrar una conciencia al menos turbia? ¿A quién querían desplazar en esta
lucha? Comprendió por qué había algo que no le cerraba. Sabía que esto se tenía
que resolver ahí mismo, a puro cuchillo. Que no se enfrentaban los señores, con
eternas discusiones sin sentido, sino sus vasallos. Y le molestó muchísimo que
el enviado para hacer el trabajo sucio fuese el "Memorioso".
-¿Cuánto te pagan para que hagas
esto, hijo de una gran puta? -, masculló entre dientes, con la mandíbula
tensada por la furia y la diestra volando hacia sus riñones, mientras el pucho
del cigarro de Nemesio Funes caía olvidado sobre el piso del furgón.
Y allí, en el reducido espacio
que les permitía aquel atestado furgón, ambos desenvainaron sus respectivos
orgullos [La takana samurai, el cuchillo compadrito, la cadena puntera… Las
situaciones se repiten cuando las fechas se superponen] Y se trenzaron en una
danza repetida hasta el cansancio, en la que se habían conocido de memoria,
como cuando bailaban tango, aspirándose el aliento y el sudor; sólo que la
pasión que ahora los unía era letal. Convertidos en oscuras siluetas que se
deslizaban a través de la semipenumbra de un furgón ferroviario, envueltos en
el vapor de sus propios alientos condensados, desplegaban con elegancia el
sutil arte de la estocada, un acero que oscilaba en el aire helado con arteras
y aviesas punzadas.
Hasta ese mal movimiento, que le
permitió entrarle la herida, desgarrando la carne, derramando sangre sobre los
trajes enjutos, generando un grito de sorpresa y de dolor. Una mirada azorada,
que clamaba por una piedad inútil en el último aliento, lo atravesó de lado a
lado, al igual que el acero. El abrazo los fundió en una misma agonía, porque
nada murió entre los dos, más allá de la presencia física. Un corazón se fue
eclipsando sobre el traqueteo de las vías. Y un cuchillo sin mácula cayó con un
débil tintineo sobre el suelo del furgón.
Así, el compadrito depositó el
cuerpo de su amigo sobre uno de los baúles, sin quitarle de encima la mirada,
hundiéndose en esos ojos que se vidriaban cada vez más. Limpió el acero
ensangrentado en las ropas del muerto, envainó nuevamente, le quitó el sombrero
y lo usó para cubrirle el rostro. Era lo menos que podía hacer, en memoria de
aquel pasado en común.
Y mientras se retiraba de allí,
oscilando con el traqueteo del tren, exhalando las nubes de su propio aliento y
con cierto nudo en el estómago, pensó que sería una buena idea darse una vuelta
por el bar de Cesio, en Boedo. Y recordar viejas épocas, mientras se tomaba una
regia botella de caña en honor del caído, abatido por los rigores de lealtades
que nada tenían que ver con la amistad que alguna vez los uniera de purretes.
¿Importa entonces saber si quien
salió de aquel furgón, esa gélida mañana de invierno, fue el Ñato o el
"Memorioso"?
*De Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com
-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.
Escribe desde principios de su
escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de
dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha
participado en diversos certámenes literarios. Ha publicado en Inventiva Social
cuentos para la serie InvenTren durante los recorridos literarios entre 2002 y
2006.
Hace suyas las palabras de John
Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".
LA
TIERRA DE LOS DESAMPAROS*
Ella sueña con los ojos abiertos.
Un hombre. Un pájaro. Un ojo.
Descienden a su cama. Despacio.
Hay rocío y helechos. Y mirra.
-Respírame la nuca, amor-
Un piélago de roedores la cubre.
El hombre se confunde con el
viento.
El pájaro se convierte en piedra.
Solo queda el ojo y su mano
ciega.
-Me miras y te miro, amor-
¿Donde van las miradas cuando
mueren?
El flautista no viene…
Su cabeza le dice que no está.
Su ánima le grita, volverá.
-El lecho del río está
prohibido, amor-
Ella, muñeca rota. Pechos
partidos.
La ciudad está desierta.
No es inocente la tierra de los
desamparos.
Y no hay savia. Ni abrazos. Ni
un destello.
-Bríllame, amor, no dejes que me
apague-
¿Adonde va la noche cuando el
alba muerde?
¿Las serpientes en la venas,
donde?
¿Los labios y los espejos rotos?
¿Las llaves de la lluvia, los
relámpagos?
Deja que sueñe con los ojos
abiertos,
-Respírame la nuca, amor-
*De Amelia Arellano.
*
Diez de la mañana sobre la pampa
húmeda. El primer sol primaveral reverdece en las copas de los árboles, el
trino de los pájaros adormece la visión del caminante, y la llanura es cortada
por la mitad por una tenue línea irregular. Son los restos del antiguo ramal de
trocha angosta del ex Ferrocarril Provincial, desmantelado desde hace décadas,
descomponiéndose en medio del paisaje como el atroz cadáver de un pordiosero
sin nombre.
De pronto, sobre la monotonía
del horizonte comienza a distinguirse una silueta que se acerca, sin prisa pero
sin pausa. Al comienzo se asemeja a una aparición espectral, difusa,
intangible. Pero a poco de avanzar, se concretiza, sólida, oscura, con una vaga
oscilación que recuerda al rítmico sube y baja de los pistones de un motor de
combustión. Sobre aquel paisaje desolado se materializa una zorra ferroviaria
manual, impulsada por un par de siluetas, esforzadas y persistentes.
Poco a poco van delineándose las
figuras: son un par de hombres, vestidos con deslucidos mamelucos grises, moviéndose
con una monotonía tan decidida como sudorosa. De espaldas a la vía, con la
vista fija en el ayer, Eduardo Coiro –alias “Educoiro”- mueve la palanca arriba
y abajo, con un brillo alucinado en la mirada y un peso inimaginable sobre
ambos brazos, ya casi acalambrados. De cara al futuro, dejando atrás un pasado
que ya no volverá, Alberto Di Matteo –alias “Aldima”- reproduce el movimiento
alternado de su compañero, resoplando mientras hombros y espalda se le
contracturan, y deja vagar la imaginación como una sutil manera de que el
impulso cobre mayor fuerza.
-¡Vamos, Di Matteo, no me
afloje! -, exclama Coiro. -¡Hay que volver a fundar estos ramales ferroviarios,
olvidados por la desidia de los prostitutos de siempre!
-No sé cómo vamos a llegar hasta
el final -, replica Di Matteo, con un quejoso murmullo y la vista fija en la
palanca. -¿Quién más va a sumarse en esta patriada?
-¡Eso no importa, compañero!
¡Hay que trazar un camino, crear con sentimiento, desplegar el sueño y la
fantasía sobre este bendito país!-. Y de pronto, suelta la mano derecha, eleva
la vista al cielo, y apunta hacia arriba con el dedo índice, cual si
pontificara sobre una tribuna política: -¡Hagamos el esfuerzo, carajo! ¡Claro
que vale la pena! ¡Nos cansaremos de triunfar!
Di Matteo también suelta su mano
derecha, pero para tomar un marcador que lleva sobre el bolsillo superior
izquierdo, y con él comenzar a garabatear las inspiradas frases de su amigo
sobre la manga izquierda de su mameluco, que luego transcribirá oportunamente, elaborando
inspirados textos que los movilicen a soñar a ambos –y a sus lectores- con
estar dando los primeros pasos para el lanzamiento de una revolución cultural
que rescate aquellas antiguas glorias de un país que quizá ya no exista, pero
que bien vale la pena homenajear. Resopla agotado, guarda el marcador en el
bolsillo, y continúa impulsando la zorra hacia delante, inclinando la cabeza.
Sólo entonces descubre el
singular detalle, incrédulo por no haber reparado en ello antes. Lo que se
extiende a espaldas de Coiro, en esa porción de llanura que aún no han
recorrido pero que se les avecina a gran velocidad, son las carcomidas ruinas
de lo que otrora fuese una vía: fragmentos de rieles oxidados, tacos de
durmientes comidos por las termitas, pajonales por doquier… ¿Cómo es posible
que se lancen hacia semejante incertidumbre, sin sucumbir en el intento? Sin
embargo, al hundir la cabeza entre los hombros y espiar a través de sus piernas
flexionadas, advierte que debajo del paso de la zorra, por detrás del impulso
que van desgranando sobre la pampa húmeda, los rieles brillan con una
intensidad inusual, como si los hubiesen acabado de fijar al suelo, aunque
relucientes por el uso continuo.
-¡Refundemos un proyecto
ferroviario, aunque sólo sea en el plano de nuestros sueños, con la mágica
potencia de la literatura!-, vocifera Coiro por delante suyo, a espaldas del
mañana.
Entonces Di Matteo fija la
mirada sobre la oscilante palanca y cree estar viendo algo muy distinto al
acero habitual con el que ignotos ingenieros europeos han construido estos
vehículos. La barra parece estar conformada por un material extraño, parecido a
una red, un tejido, un entramado de elementos misteriosos. Presta mayor
atención, entrecerrando los párpados que le arden a causa de las densas gotas
de sudor, y sorpresivamente cae en la cuenta de su propio delirio: aquello no
es una red de filamentos metálicos, ni siquiera la fragmentación atómica de los
elementos, sino un macizo conglomerado de frases, letras y palabras, unidas
entre sí…
Inmediatamente, ambos escuchan
un estridente silbato, imposible de confundir, proveniente del lugar que acaban
de abandonar.
-¡ES EL (Inven) TREN!-, aúlla
Coiro, agotado pero inmensamente feliz, espiando hacia atrás por sobre el
hombro de su compañero. -¡LO HEMOS CONSEGUIDO, DI MATTEO! ¡EL (Inven) TREN
VUELVE A CORRER CON INDUDABLE DIGNIDAD SOBRE ESTAS VÍAS!
Di Matteo vuelve la cabeza y
contempla en pleno día el nítido faro de una locomotora diesel a unos
trescientos metros de distancia, que se acerca a una velocidad mucho más
intensa que la que ellos desarrollan manualmente, sin intención alguna de
detenerse al alcanzarlos, en una suerte de criollo remedo de la horrible
criatura generada por el Profesor Víctor Frankenstein.
-¡Va a pasarnos por arriba!-,
exclama, con un último aliento.
-¡Por eso mismo, Di Matteo:
ponga huevo y siga adelante! ¡Hay que llegar a Reynoso antes de que nos
aplaste! ¡El (Inven) tren se ha convertido en una fuerza imposible de parar!!!
¡Síííííííííííi!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
“¿Quién me obligó a meter en
este quilombo?”, piensa Di Matteo, bufando y sin dejar de agilizar esa barra
manual que ya casi parece moverse sola, aunque todavía necesite del impulso
humano para darle impulso.
Coiro comienza a reírse de
felicidad, con genuina satisfacción. El cuerpo le estalla en una dolorosa
contractura, el sudor se le adhiere sobre la piel, y el aire le quema los
pulmones. Pero a pesar de todo, se siente tan contento como si volviese a tener
siete u ocho años, y su padre le hubiese regalado un lujoso tren Lima, con
decenas de vagones y tres modelos de locomotoras diferentes, acompañados por
maquetas de estaciones y demás construcciones aledañas, todo ello dispuesto
para establecer sobre una amplia mesa y dejarla allí, para jugar hasta muy
tarde por las noches, o alegrar una borrascosa tarde de lluvia con el
cautivante hechizo de un circuito ferroviario de juguete.
El sudor les chorrea a mares
desde las frentes, descendiendo por los cuellos, creando enormes aureolas
oscuras bajo las axilas, afincándose en las palmas, asidas con obstinada
firmeza a la barra de la palanca, mientras la locomotora Werkspoor 4613 se les
abalanza voraz, cada vez más cercana. Y aunque cada uno resopla por causas
diferentes, aunque las motivaciones sean tan variadas para cada uno de los dos,
algo los une en una misma empresa: el placer por inventar, por divertirse, por
delirar juntos de manera creativa…
-¡No afloje, Di Matteo, no
afloje!!!
-Sos un dictador, Coiro… Siempre
decidís por tu cuenta…
Así es como la zorra parece
adquirir una velocidad autónoma al impulso manual que ejercen sobre ella,
aunque ello no impida que el parachoques a rayas rojas y blancas de la
locomotora les dé un topetazo por detrás, sólo para impulsarlos unos metros
más, hasta llegar a destino.
Irrumpen de manera tan
vertiginosa en los terrenos aledaños a la Estación Reynoso, que hasta por un
segundo les parece que allí no existía nada hasta ese preciso instante. La
zorra se desmaterializa en forma inmediata, mientras ambos caen rodando sobre
un andén muy pulcro, y a su alrededor se esparce una caótica lluvia de
fragmentos de frases sin utilizar, ideas sin desarrollar y comentarios al
margen. La locomotora a vapor ensordece el espacio con un silbido en extremo
estridente, como el primer chillido emitido por un recién nacido, urgido de
alimento, y avanza desbocada hacia el horizonte sobre unos rieles recién
estrenados, dejando a su paso un ardiente halo de carbón quemado que les inunda
la nariz.
Coiro incorpora a medias el
tronco sobre el andén, mientras Di Matteo aún intenta recuperar el aliento del
último impulso, con la mente agotada de tanto delinear frases dignas y coherentes,
cuando contemplan azorados algo que jamás hubieran podido imaginar por cuenta
propia.
Al otro extremo del andén ven
surgir, como otra aparición fantasmal, la solitaria silueta de un ciclista,
ataviado por colores absurdos y chillones, como es la costumbre, y un oblongo
casco azul con antiparras, quien sin frenar siquiera al ingresar en la
Estación, incorpora el torso, alza los brazos y mantiene el equilibrio en los
últimos metros del recorrido, mientras exclama:
-¡Sí, señores!!! ¡Treinta y
cuatro kilómetros después, he creado la Bicisenda Ferroviaria!!!
Se desliza a su lado como una
díscola irrupción “sorianesca”, y desaparece en la primer curva, sin que ellos
consigan llamarle la atención y preguntarle siquiera cuál es su nombre.
Ambos se ayudan mutuamente para
incorporarse, sucios y maltrechos, y avanzan a los tropezones y en silencio,
apoyados uno contra el otro, rodeándose los hombros en un fraternal abrazo,
resoplando agitados, hasta salir de la Estación, como un par de ignorados
espectros, sin cruzarse con nadie. Al llegar a la calle de tierra, divisan en
la vereda de enfrente un boliche de campo. Y hacia allí van, aún con ciertas
frases colgándoles del overol, a la espera de tomar algo que los reconforte.
Acodados en la barra, por detrás
de la reja que los separa del dependiente a la manera de una pulpería, ambos
piden una ginebra “dalmasettiana”. Como el hombre no tiene idea de qué le están
hablando, se conforman con un breve vaso de caña. Y una vez servidos, mientras
recuperan el aliento y observan el paisaje que los rodea con ojos curiosos,
dignos de lingüísticos exploradores, se miran el uno al otro, con un extraño
brillo de complicidad, como si se adivinasen el pensamiento.
-Che -, alcanzan a decirse, al
mismo tiempo-: ¿Y si proponemos un nuevo "Inventren"?
*De Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com
-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.
Escribe desde principios de su
escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de
dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha
participado en diversos certámenes literarios. Ha publicado en Inventiva Social
cuentos para la serie InvenTren durante los recorridos literarios entre 2002 y
2006.
Hace suyas las palabras de John
Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".
El
Reynoso*
El arquitecto es un hombre
viejo. Ha dirigido muchas obras, ha visto desfilar delante de su mirada a
verdaderos personajes entre los albañiles y gremios que trabajaban en sus
obras.
Mira el recorrido del
ferrocarril Provincial, como buscando el principio del hilo del cual tira la
memoria para recuperar lo remoto. Se detiene en la Estación Emiliano Reynoso.
“El Reynoso”. Reynoso era el
apellido del peón que se convirtió en una leyenda que circuló por años en las
obras. Cada tanto cuando le tocaba compartir un almuerzo con los obreros,
alguien contaba la historia, modificada con el énfasis y el suspenso que le
imprimen los Cuentacuentos a sus narraciones.
Los albañiles son excelentes
narradores de historias propias y ajenas.
“Fuimos un pueblo alegre” –se dice sin profundizar.
Aquella obra era una casa de
campo que quedaba en el medio del campo y no era una metáfora. El campito
quedaba a un par de kilómetros de la ruta y a unos 300 metros del apeadero del
ferrocarril, se llegaba por una huella que se hacía intransitable con una
lluvia copiosa. Unas pocas casas perdidas. Un solo vecino con el que se
compartía el alambrado y una línea de eucaliptos altos a los fondos.
Para comprar cigarrillos o
comida había que ir hasta la ruta. Un solo corralón de materiales para las
urgencias “El cóndor” atendido por hermanos de un apellido inolvidable: los
“Cucurulo”.
Costó encontrar un equipo de
albañiles que estuvieran dispuestos a viajar horas en tren para llegar hasta el
fin del mundo.
Los albañiles trajeron al
Reynoso, un correntino fuerte que además de peonar en la jornada laboral acepto
quedarse como sereno en el medio de la nada.
Armamos un obrador con chapas
bastante grande, una parte se dividió para que sea el dormitorio del Reynoso.
Además del catre, ropa y unas pocas cosas el hombre había traído un pequeño
altar caserito del gauchito Gil
El Reynoso hacía las compras
para el asado y llevaba los pedidos de materiales al corralón donde teníamos
cuenta corriente. En esa época no existían los teléfonos celulares. Un día,
Reynoso avisó que le regalaron una mascota.
-Le puse “Tingui” dijo. Del gato
de Reynoso nos olvidamos enseguida, al hombre se lo vio comprar botellas de
leche, juntar los huesos del asado o comprar hueso con carne para el animalito.
La mascota se quedaba dentro de un sector bien alambrado pero agreste que ni
siquiera fue desmalezado. La única entrada era la puerta del fondo del obrador
– casa del sereno
Esa zona del campito en la que
no trabajábamos era de unas tres hectáreas. El proyecto contemplaba más
adelante construir allí una amplia pileta de natación, un quincho, parquizar.
En esa mañana de enero había un
calor demencial. Era una visita de rutina a una obra que ya estaba en etapa de
terminación, estaban los pintores, los albañiles y el Reynoso que recién había
vuelto de comprar las provisiones para el mediodía en los comercios de la ruta.
Fue todo muy rápido, como suele
ser con los hechos que marcan la memoria para siempre. Escuchamos tiros.
Algunos nos silbaron por encima de nuestras cabezas. Uno de los pintores se
tiro de la escalera al piso. Se escucho un lamento de animal grande, un
ronquido doloroso que venia desde el pastizal. Luego escuchamos el grito que
pretendía emular al del Tarzán de Johnny Weissmüller. Ahí ubicamos al
tipo trepado al eucalipto blandiendo una carabina con gesto triunfal. No
habíamos salido de la sorpresa cuando vimos al Reynoso trepar como un gato al
árbol. Sujetó al hombre, lo bajo a los golpes. Desde el piso con el Reynoso
golpeándolo ese hombre ya no gritaba como Tarzán sino que pedía auxilio,
perdón, piedad…
Los albañiles salieron
disparados, cruzaron el alambrado, lograron sacarle al Reynoso el cuchillo
antes que lo sacara del cinto, creo que lo iba a degollar como a un cordero
Fue por esto que supimos que ese
vecino era cazador. El mismo cuatrero furtivo que asolaba varios campos de
Saladillo. La noticia podría haber salido en los diarios pero no fue así: el
dueño del campo que construía su casa era un empresario exportador de lana que
compró un acuerdo de silencio: nadie diría ni una palabra, no habría denuncias
policiales. Supe que el acuerdo incluía comprarle su chacra a un precio
increíble con tal de no tener a un delincuente chiflado cerca. Reynoso iría a
una obra que teníamos en Barracas.
A la mascota la enterramos en
los fondos del terreno. Reynoso que era un hombre grande lloraba como un niño.
Se había puesto las mejores ropas y tenia un pañuelo colorado anudado al
cuello. Le habían matado a la única compañía que había tenido durante casi dos
años en la soledad de ese paraje perdido en la pampa. Ahí nos enteramos de una
habilidad de su mascota: como un perrito amaestrado traía en su boca una piedra
que colocaba sobre su alpargata, El Reynoso daba la patada con fuerza, Tingui
atrapaba la piedra en el aire ó la buscaba entre los pastos hasta traerla de
vuelta a los pies del hombre.
20 años después en una obra
ubicada en el barrio de Núñez. Cuando todavía existía el asado. En una breve
sobremesa, el capataz santiagueño volvió a contar la historia del Reynoso. Esta
versión era más simple que aquellos hechos ocurridos en su obra. El vecino -un
ladrón drogadicto- había ahorcado al gato. El Reynoso trenzado en lucha lo
había degollado sin piedad.
No dijo nada. Se limitó a
escuchar.
Lo del tigre de
Bengala jamás lo hubieran creído.
*De Eduardo Francisco Coiro.
https://incoiroencias.blogspot.com/
***
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