EDICIÓN NOVIEMBRE 2024

 


*Foto de Noelia Ceballos @noe_ce_arte

 

 





 

 

 

El viaje*

 

Mi sueño adolescente era simple, viajar por el mundo

                                                     [tomando notas

y luego volver a casa y escribir las impresiones que habían

                                               [enriquecido

mi alma mi corazón mi mente

motores que propulsaron la idea de irme de la ciudad, lugar

                                                   [al que volvería

muchos años después de lo imaginable.

Luego, la dinámica inexplicable de la vida

eso que algunos denominan destino y otros simplemente

                                                           [llamamos azar

consumió mi existencia casi sin darme cuenta.

Aquel viaje –que duraría unos meses en su diseño original–

se transformó en un plan con vida propia

y devoró mi tiempo vital casi en su totalidad.

Cuando volví, lo que encontré era irreconocible.

La ciudad era otra, la casa no existía

y no había signos del pasado que permitiesen reconocerme

                                               [allí.

Era un extranjero en mi pueblo, como lo había sido todo el

                                                    [tiempo

desde que partí.

Mientras observaba a las personas

sentí dos cosas al mismo tiempo, que tomaron la fuerza

de las verdades interiores y parecían provenir

de aquellos motores de mi juventud:

mi casa era el mundo y el viaje aquél jamás terminaría.

Antes de irme nuevamente, sentado en el mismo puente

que hace de llegada y partida

por el que salí de la ciudad hace tantos años

saqué mi libreta de anotaciones y escribo.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

-De su libro Los ojos de Sasha o el fin de un sueño rojo.

Editorial leviatán. 2017

 

 

 

 





 

 

 

LA DANZA ALREDEDOR DEL MAMUT *

 

 

I

 

El primer silencio se hizo largo, tedioso como un nudo amargo alrededor del cuello, y las pocas palabras que alcanzaban a escucharse eran inentendibles como las abrogadas piezas de un rompecabezas, al que sólo el aleteo del vacío le daba tregua.

 

II

 

Se hizo y se deconstruyó a sí mismo. Y con unos cuantos jirones le tendió una emboscada al tiempo, como antes lo hicieron sus ancestros prehistóricos, alrededor del fuego. Se pinchó las venas, sorbió su propia sangre y plasmó su mano para que ni el tiempo ni otros hombres lograran borrarla.

 

 

III

 

El bramido del fuego, la lentitud de sus llamas ante la inusitada presencia del alba despertó su ser, y entre los denuestos de la luz inmensa desapareció, su sombra. Se hizo cenizas de luz. Polvo llamado nuevamente a ser forma entre los pictogramas de los recuerdos. El bramido del insaciable fuego legó a sus manos el primer mamut. La primera sílaba del primer vidente.

 

IV

 

La danza cobró color y vida. La bóveda de la cueva con su inusitada dimensión exorcizó entre sus granitos de luz la angustia, el dolor y el miedo de tantos ojos asustados. La prefigurada quietud le robó el corazón al hombre luz nacido de los dominios de la sombra, y el tótem se transformó en la circularidad de la vida.

 

V

 

En frente al hombre el animal de lo sagrado.

 

*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es

Columbus. Ohio

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En el desierto*

 

Un hombre mira al cielo,

agita sus brazos

en busca de alivio.

Dios lo observa compasivo.

No sabe –y se lo pregunta-

si él mismo es un espejo del hombre

o un capricho del destino.

                                Al fin, los ojos de ambos

se encuentran

y se ven pequeños,

ilusorios.

Tan agudo es el dolor

que sospechan haber sido soñados

por una misma alma solitaria.

 

*De Jorge Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar

-De “La incomodidad” Editorial Huesos de jibia. 2015.

 

 

 

 

 

 



 

 

 

 

EL HOMBRE QUE SIEMPRE GANABA*

 

Autómata

(Del lat.  automăta, t. f. de -tus, y este del gr. αὐτόματος, espontáneo)

m. Instrumento o aparato que encierra dentro de sí el mecanismo que le imprime determinados movimientos.

 

Es verdad que el hombre que caminaba por las densas calles de Londres era Matías Blumfeld. También es verdad que los únicos datos dignos de mención en su biografía eran una infancia ocupada por la soledad y el estudio obsesivo del ajedrez. Sin embargo, a pesar de esta parca y casi invisible memoria, los pocos que lo conocían percibían –acaso en la mirada, en la forma de atusarse el bigote– una vida secreta que enmascaraba alguna indecible aventura, una pasión que lo hacía un extraño para los demás. Matías Blumfeld había evitado el matrimonio y su vida se limitaba a administrar un local de antigüedades en Clifford Street, herencia familiar que lo mantenía ocupado cerrando tratos no siempre ventajosos, limpiando el polvo de muebles y estantes en donde se apilaban añejas figuras de porcelana y cuadros traídos de los confines del mundo. En las noches, alumbrado por la mala luz de una bombilla, esbozaba movimientos de ajedrez frente a las piezas inmóviles de un oponente imaginario. En su temprana juventud había derrotado a los más variados oponentes en todos los clubes de Londres. Estaba por ingresar a los círculos profesionales cuando sufrió varias derrotas que le hicieron perder la confianza y lo alejaron de los torneos públicos. Siguió jugando con algunos conocidos, pero con el tiempo fue abandonado esta costumbre para recluirse en sus imaginaciones. A veces soñaba que cada movimiento en el tablero, por ínfimo que fuera –el tímido avance de un peón al inicio del combate– representaba una dirección en un camino que se bifurca; una plática que brota al azar y que se mantiene sin ninguna razón aparente. Todas las noches, después de cerrar la tienda, estudiaba las partidas más célebres de la historia y buscaba en patrones reconocibles como los que siguen las aves migratorias o como los que trazan nuestro destino en las palmas de las manos.

Una noche de invierno, antes de cerrar la tienda, llegó un hombre de piel curtida por el sol y rasgos vagamente orientales; su densa barba era la de un derviche. El hombre distrajo la mirada en un colorido candelabro veneciano y, con un inglés en el que no se distinguía ningún acento, le dijo:

–Vengo a ofrecerle un libro.

Blumfeld se mostró indeciso pues el mercado de libros antiguos había decaído y prefería hacer inversiones seguras; sin embargo había algo en los ojos del hombre, después asociaría ese misterio con un brillo metálico, un punto de luz en la mirada, que le hizo asentir en silencio y calarse los lentes de lectura. El hombre sacó de una maleta de cuero un libro de tapas amarillas cuyo título genérico, Historia del ajedrez, no decía más que el nombre de su autor, Jacob-August Roth. Examinó con cuidado el libro tratando de encontrar alguna referencia para datarlo. Sus dedos recorrieron páginas agrietadas hasta dar con la fecha y lugar de impresión: París, 1890. El hombre permanecía del otro lado, complaciente, con las manos extendidas sobre el escritorio. Blumfeld adivinó en él un esbozo de sonrisa, como si esos momentos de silencio fueran una elaborada trampa.

–¿Cuánto quiere por él?

El hombre, con voz calma, pidió 80 libras aduciendo que el libro era único pues el resto del tiraje había desaparecido en el gran incendio de la Biblioteca Nacional de Viena en 1918. Blumfeld asintió con condescendencia: estaba habituado a escuchar historias que le esgrimían para convencerlo de una adquisición dudosa. Meditó su decisión mientras miraba los dibujos de tableros y piezas de ajedrez que poblaban las páginas. Pensó que no era excesivo el precio y, además, podría convivir como un detalle curioso con los tomos de su biblioteca dedicados al tema. Pagó y, justo cuando iba a hacer más preguntas, el hombre dio media vuelta y se alejó hasta desaparecer por la puerta.

El libro permaneció varios días con otros volúmenes antiguos que se apilaban en un alto mueble de roble. Una noche decidió poner orden así que hizo una lista y se dispuso a revisar su acervo más reciente. Catalogó una biografía de Chesterton, una edición en castellano de Las mil y unas noches de Antoine Galland y los tres primeros tomos de la Historia de Francia de Michelet. Cuando iba a abandonar la tarea encontró las tapas amarillas de Historia del ajedrez cuyas marcas parecían repetir en la penumbra los rasgos del hombre que había entrado a la tienda unos días antes. Comenzó a recorrer los capítulos que se sucedían sin ningún orden discernible: una partida de Ruy López de Segura, primer campeón del mundo; el arte en las piezas de marfil hechas en Persia; el surgimiento del ajedrez en las cálidas tierras de la India septentrional y su posterior desarrollo en el mundo árabe. Iba a cerrar el libro cuando llegó a un capítulo que se titulaba “El hombre que siempre ganaba”. Volvió la hoja y encontró, entre márgenes apretados y tipografía distinta al resto, la biografía de un autómata conocido como El Turco. Para cualquier interesado en el ajedrez la historia era bien conocida: fabricado por el artesano e inventor húngaro Wolfgang von Kempelen en 1769, El Turco jugaba partidas perfectas atrás de una mesa con dos puertas frontales que, cuando se abrían, dejaban ver un sistema de intrincados engranajes. Hecho de madera y ataviado con un turbante, el autómata había derrotado a Napoleón y a Benjamin Franklin, entre otros ilustres jugadores. Kempelen divirtió a la corte de emperatriz María Teresa en Viena que pasó de la admiración al estupor con las jugadas maestras del avezado ajedrecista de madera. Años después el hijo de Von Kempelen lo vendió a Johann Maelzel, empresario de espectáculos, que lo llevó a recorrer el mundo dando grandes exhibiciones y retando a quien quisiera probar su ingenio. Maelzel murió después de un viaje a Cuba y, en 1838, sus posesiones fueron vendidas en una subasta en Filadelfia. Cinco años más tarde el autómata estaba tras una vitrina en el Museo Chino de la ciudad cuando se desató un incendio que, se supone, acabó con él. Durante ese tiempo hubo muchas especulaciones: algunos aseguraban que el autómata tenía la cualidad del pensamiento que sólo otorga Dios a los hombres; otros especulaban con un infalible truco cuyos pormenores se perdieron por el fuego.

Blumfeld llevó el libro a su oficina, preparó una taza de té negro y comenzó a leer. El texto añadía algunos datos desconocidos a la historia de El Turco: un hombre llamado Ohl que compró al ajedrecista por 400 dólares y un doctor de nombre John Mitchell que, finalmente, lo habría donado al Museo Chino de Filadelfia. Sin embargo la historia narrada por Jacob-August Roth no terminaba ahí. El autor afirmaba, apoyándose en reportes periodísticos de la época, que no hubo ninguna prueba de la destrucción de El Turco: la madera pudo haberse consumido pero no las partes mecánicas hechas de metal. Nadie encontró un engranaje, un tornillo o una bisagra. La historia se enturbiaba cuando el autor –citando el testimonio de uno de los vigilantes del museo– refería que el autómata no estaba en su vitrina la noche del incendio ya que había desaparecido en el transcurso de la tarde, se había pensado en un robo. Por su parte, Roth tenía una teoría que explicaba la desaparición del ajedrecista que, milagrosamente, se había salvado del fuego: el autómata era un autómata de verdad, es decir, siempre había jugado por cuenta propia gracias a sus complejos engranajes. Los dueños de El Turco sólo se limitaban a trasladarlo y dejaban que crecieran los rumores de enanos ajedrecistas en su interior para evitar que los tildaran de magos capaces de dar vida a materia inerte. Ellos mismos desconocían el origen de la inteligencia del autómata. Roth pensaba que Von Kempelen, el constructor original, en el afán de perfeccionar su obra, había dado de forma accidental con la razón, una chispa de consciencia que habría evolucionado con los años. La maquinaria, gracias a la continua repetición de movimientos humanos, había generado un alma. John Mitchell, el último dueño, habría donado su adquisición al museo no como un simple acto de caridad para enriquecer el acervo de la ciudad sino para deshacerse de un ser que lo atemorizaba en las noches con sus murmullos. Siguiendo esta línea, el capítulo de Historia del ajedrez terminaba con una escena increíble: el autómata habría aprovechado la noche para desatornillarse de su asiento, incendiar el museo y huir con la seguridad de que nadie lo buscaría pues lo pensarían consumido por las llamas. En el último párrafo Roth especulaba que el autómata habría logrado modificar su apariencia hasta poder caminar libremente en las calles con un nombre desconocido. Quizás aún vivía y cambiaba periódicamente las piezas de su cuerpo para no desgastarse y morir.

Blumfeld cerró el libro. Las manos las sentía calientes y un par de gotas de sudor resbalaron de su frente, como si hubiera estado en pleno sol. Durante los próximos días no pudo pensar en otra cosa, cerraba la tienda temprano y se dedicaba a investigar biografías de jugadores famosos. Tal vez el autómata habría renegado del ajedrez en un intento de borrar el último vínculo con su condición mecánica. Sin embargo, sabía que el ajedrez es, además de un juego, un destino. Tenía la esperanza de que El Turco, incapaz de ganarse la vida de otra forma, siguiera maravillando a sus oponentes con su destreza. En sus sueños había imágenes del autómata abriendo los ojos, acercando la mano derecha al tablero y moviendo una pieza. Ese primer movimiento era un punto de luz que expandía gradualmente sus límites hasta transformarse en una bocanada, un faro que empezaba a originar conciencia y, también, memoria. Quizá su cuerpo seguía siendo de madera; tal vez habría encontrado algún material para preservarlo de la humedad. Con material plástico pudo haberse fabricado una piel que recubriera su pesado cuerpo para tener la apariencia de un hombre. Pudo añadir cabello, pestañas, incluso arrugas para simular el paso del tiempo.

Blumfeld pensó que la única manera de dar con el paradero del autómata era revivir su participación en los torneos profesionales de ajedrecistas. Jugó algunas partidas informales que le hicieron recordar sus años prometedores. Si sus suposiciones eran correctas El Turco participaría ocasionalmente en algunos círculos para tener suficiente dinero y completar o mantener su apariencia humana. Tal vez ganaba un par de torneos y luego desaparecía para no llamar la atención y evitar que alguien se interesara de más en su vida. Blumfeld empezó en el circuito inglés de ajedrecistas profesionales. Llenó las formas, pagó su inscripción y viajó a la ciudad de Sheffield para su primer encuentro. Sabía que el autómata podría estar a miles de kilómetros de distancia, quizás en una oscura ciudad oriental, amparado por algún licor de arroz y anís, donde preservaría de mejor forma su anonimato. Sin embargo algo le decía que El Turco seguía buscando la fama: no habría podido olvidar tan fácilmente los aplausos de las multitudes, los periódicos que lo denominaban invencible. El proceso que lo acercaba a la vida también detonaba el deseo, la ambición.

Blumfeld perdió en semifinales con un jugador de Austria. Asistió a casi todas las partidas sin encontrar algún rastro del autómata. No se desanimó pues sabía que dar con su paradero requería tiempo y fortuna. Tenía que expandir su búsqueda, así que le habló a una sobrina para que se hiciera cargo de la tienda y viajó a España para inscribirse en el circuito europeo que comenzaba en primavera. Pronto llegaron las primeras partidas. Recordó sus años de juventud cuando algunos expertos lo señalaban como una gran promesa. A veces trataba de indagar en su obsesión por El Turco, quizá lo que lo atraía era la perfección de su juego y su capacidad para unir los duros cálculos con la flexibilidad de la imaginación. Era posible que esa ventaja lo hiciera más humano, más cercano a los sueños de Blumfeld como ajedrecista. Recordó que el filósofo Julien de La Mettrie decía que el hombre es una máquina tan compleja que es imposible hacerse de una idea clara de su mecanismo y, en consecuencia, es imposible definirla. Siguiendo este razonamiento el autómata guardaba en sus entrañas metálicas algún secreto para los humanos y él podría descubrirlo.

Siguió la búsqueda torneo tras torneo. En Bruselas interrumpió una partida pensando que uno de los jugadores, un robusto griego de nombre Anastasios Giorgatos, era El Turco. Los jueces lo expulsaron y amenazaron con sacarlo de la Asociación de Ajedrecistas Internacionales si repetía el desaguisado. No se dio por vencido y, pensando que estaba cerca de la victoria, siguió al griego a su hotel. Se registró en una habitación vecina con un nombre falso, esperó a que Giorgatos saliera y lo abordó en el pasillo que daba a un comedor: bastaron un par de preguntas para reconocer su error. Aquel era un hombre vulgar, sin más méritos que la perseverancia para el juego y una inteligencia predecible. Siguió viajando de ciudad en ciudad. En Bruselas empezó el torneo con un jugador local. La partida fue rápida y Blumfeld lo despachó en pocos movimientos. Su siguiente participación tardaría un par de horas así que fue a un bar para analizar la lista de jugadores y desechar a los que ya había investigado. Leía los nombres mientras bebía cerveza. Entonces vino a su mente el rostro del hombre al que había derrotado y recordó sus ojos oscuros, la forma en que miraba el tablero de ajedrez, como si éste fuera una superficie que se desplegara en distintas direcciones. Luego recordó que las escasas jugadas de su oponente habían mostrado un nerviosismo difícil de ocultar. Incluso, una apertura que lo habría puesto en dificultades había sido modificada por una que lo dejaba inerme, expuesto a un ataque fácil. Sin embargo, no había derrota en su semblante, sólo una expresión por momentos vacía que parecía evaluar las casi infinitas posibilidades de toda la partida. Entonces supo que había estado frente a El Turco y que éste, previendo que estaban tras su secreto, había perdido la partida a propósito. Pagó la cuenta y regresó al hotel en donde se llevaba a cabo el torneo. Preguntó por su rival pero sólo le repitieron un nombre: Jacques De Bruyn y una dirección que, al investigarla, se reveló como falsa. Pasó el resto de la tarde recorriendo las calles de Bruselas, preguntando infructuosamente por Jacques De Bruyn. Encontró a un par de homónimos que lo miraron con extrañeza. En la noche, derrotado y maltrecho, regresó al hotel. En la recepción le dijeron que tenían un paquete a su nombre. Abrió la caja de cartón y encontró un ajedrez medio devorado por el fuego, cuya antigüedad se remontaba –según una nota– al año de 1769. Entonces recordó al hombre que había entrado a su tienda meses antes, el brillo metálico en su mirada y sus calculados movimientos, como si se estuviera acostumbrando a un nuevo disfraz. Comprendió los deseos de El Turco y regresó a su patria con la convicción de contar su historia.

 

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

 (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela)

“La Habitación Amarilla” por Editorial BUAP.

Las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta),

Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Y

“Reconstrucción” Ediciones EyC.

 

 

 






 

 

Las cosas*

 

Amanezco a tientas antes de la luz del día

con la cautelosa necesidad de un perro

de recuperar todo lo que borró la noche

y la vida de ayer que extravié en el sueño.

Ni la porcelana de las tazas es blanca,

ni el acero de los cubiertos es duro y frío,

ni el color de las naranjas es naranja,

ni la transparencia del vaso transparente,

ni la austeridad de esta casa me deprime,

y todo es de la medida exacta y conocida

que mi necesidad de un hoy igual que ayer

necesita. Sé bien que lo que ahora me sirve

y consuela como una cueva en la tormenta,

será insoportable con el correr de las horas,

que partiré a otras vidas remotas no vividas,

que no tendrá tazas ni aceros ni frutas

ni vidrios como estos mismos que, a la vez,

me alivian y me angustian, y creo que,

en esa vida intentaré ser perro y olisquear

el hastío con una felicidad absurda.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

-Horacio nació en Llavallol, provincia de Buenos Aires, en 1954. Realizó talleres con Laura Massolo y Liliana Díaz Mindurry. Obtuvo más de cien premios nacionales e internacionales en cuento, poesía y novela, con publicaciones en Argentina, España, Colombia y Chile. Es autor de los libros de cuentos Palabras de piedra (Baobab, 1999), Media baja (Dunken, 2012) y La insistencia de la desdicha (Ruinas Circulares, 2018), y de los poemarios El cinturón de Orión (primer premio del 15° Concurso “Adolfo Bioy Casares”, Ediciones Municipalidad de Las Flores, 2022) y El libro de Hopper (Pierre Turcotte Éditeur, Canadá, 2023). Ese mismo año, el sello español Avant Editorial publicó su novela Ausencia y error.

-Su libro de cuentos “La oscuridad de los hechos”

Recientemente publicado por editorial Esa luna tiene agua.

 

 

 

 





 

 

 

 

PRIMER AMOR*

 

*Por Antonio Dal Masetto.

 

En aquellos tiempos todavía no odiaba nada ni a nadie. Tenía doce años y estaba enamorado. Meses atrás, no muchos, había cruzado el océano en un barco de emigrantes, había visto llorar a hombres rudos, había llorado a mi vez y me había escapado de popa a proa para ponerme a soñar con América.

Miraba el horizonte y fantaseaba acerca de llanuras, caballos impetuosos, espuelas de plata y sombreros de alas anchas.

Lo que me esperaba al cabo de la travesía fue un puerto como todos, hierro y óxido, anchas avenidas empedradas, bandadas de palomas y más allá una ciudad como un muro. Después vino el tren lento a través de los campos invernales, estaciones vacías, campanazos que anunciaban las partidas y estremecían el silencio y, finalmente, el pueblo. Nada de sombreros de ala ancha.

Lo primero fue cambiar los pantalones cortos por unos mamelucos, los zapatos por alpargatas. Me enseñaron el recorrido de la clientela, me dieron una bicicleta y me pusieron a repartir carne. Tuve que enfrentar el desconocimiento del idioma y soportar las burlas de los pibes en las que, por lo menos al principio, no alcanzaba a distinguir más que la palabra gringo. De todos modos no me quedaba quieto y cuando tenía uno a mano me le tiraba encima. Pero no había demasiada convicción en esas peleas. Y en los baldíos, en las calles de tierra, lo único que dejamos fueron algunos botones de nuestra ropa.

Lo cierto es que ahora pedaleaba de mañana, pedaleaba de tarde y estaba enamorado. Ella se llamaba Renata, usaba trenzas, tenía los ojos pardos y vivía en una gran casa, con una chapa de bronce en la puerta, donde yo tocaba timbre cada día para entregar el pedido. La amaba porque era hermosa, porque era la hija del doctor y porque era malvada. Por lo menos eso comentaban entre ellas algunas clientas, cuyas hijas eran compañeras de Renata en el colegio de monjas. Nunca me pregunté qué clase de perversidades pudieron haberle ganado ese calificativo. Pero en esos meses, para mí, la idea de la maldad se convirtió en un atributo de la perfección.

El domingo en que la vi por primera vez, Renata cruzaba la plaza con unas amigas: venían de misa. Ella caminaba en el centro, lideraba el grupo, hablaba muy seria, la cabeza erguida, y las demás alborotaban alrededor.

Vaya a saber lo que sentí realmente, quedé turbado y esa noche tardé en dormirme. De algún modo debí intuir que con aquel encuentro se abría una etapa nueva. Hasta ese momento me había estado asomando al pueblo y sus calles como sobre un pozo sin fondo, donde no había respuestas, ni siquiera preguntas, sólo estupor y una calma de agua estancada. Recuerdo los amaneceres escarchados, la quietud del río, las noches sin vida, los dos caballos tristes y pacientes bajo la lluvia en el terreno cercado por alambres de púas, frente a nuestra casa. Vivía como aletargado por todo eso, sumergido en un asombro quieto y distante. No sabía si algo en mí estaba exigiendo un cambio. Era un adolescente inquieto, aunque la prueba a la que estaba sometido casi no me permitía rebeldías, no pedía aceptación ni rechazo, simplemente me rodeaba con su abandono, me enquistaba y me anulaba.

Después de encontrarme con Renata, en los días siguientes, cuando averigüé que vivía en aquella casa y me puse a soñar con ella, aprendí, entre otras cosas, que había en mí una capacidad de sufrimiento hasta entonces insospechada. Y me lo repetía a cada rato: “Sufro, estoy sufriendo, nunca sanaré de este dolor”.  Estaba realmente convencido. Pero también era cierto que todo ese desgarramiento no me debilitaba, al contrario, comenzaba a instalar señales reconocibles y familiares en esos días vacíos. A medida que aceptaba ese mundo como mío, percibía que se iba desintegrando la rigidez que me separaba de todo. La esperanza que cada mañana respiraba en el aire frío, el sobresalto renovado cada vez que veía a Renata salir del colegio entre sus compañeras (un delantal blanco siguió representando para mí, durante mucho tiempo, el símbolo del amor y la aristocracia pueblerina), eran cosas reales, que me devolvían una identidad. De este modo, sin saberlo ella, la presencia de Renata iba introduciendo cierto orden en mi desconcierto. Me hundía en la impotencia y al mismo tiempo me salvaba del desarraigo. Seguramente, por lo menos al principio, ni siquiera debió darse cuenta de mi existencia. Y aun más tarde, después del encuentro en el jardín, es probable que no haya vuelto a fijarse ni a acordarse de mí. Sin embargo, desde esas distancias, ella me marcaba una dirección. Yo me sometía, sufría y me sentía vivo.

Y así, aquellas calles se llenaron de actividad, de cálculos, de horarios, de estrategias. Siempre estaba yéndome o llegando, partía en mi bicicleta con cualquier excusa, me ofrecía para todos los mandados. Pasaba por su casa, por la de alguna amiga, por la iglesia, por el club, por cada sitio donde suponía que podía estar.  Corría permanentemente. En realidad, era ella la dueña del movimiento. Se desplazaba y yo respondía girando a su alrededor, a una cuadra de distancia, a cinco, a diez, como si estuviese atado con un hilo, ensayando vastos rodeos, encarando finalmente por una calle donde ella venía avanzando, para cruzarla de frente y pasar a un par de metros, pedaleando fuerte, la mayoría de las veces sin atreverme siquiera a mirarla. Llevaba en el bolsillo una libreta en la que anotaba:

“Martes 17, la vi; miércoles 18, la vi; jueves 19, la vi dos veces; viernes 20, la vi, me parece que me miró”.

Una mañana toqué timbre y salió ella a atenderme. Había delirado con esa ocasión, pero no supe qué hacer y todos mis planes se diluyeron. Me quedé mirándola, inmovilizado, con mis mamelucos color ladrillo y mis alpargatas deshilachadas.

—Traigo la carne —murmuré, con un tono y una torpeza que me hicieron sentir avergonzado.

No se dignó tomar el paquete. Se hizo a un lado y me señaló una puerta:

—Dejalo ahí, sobre la mesa.

Obedecí. Cuando ya me iba oí que decía:

—Esperá.

Me detuve.

—¿Por qué siempre me andás mirando? —preguntó.

Sentí que me temblaban las rodillas y aparté la vista.  Me dije que no habría otra oportunidad como ésa y me esforcé por construir una respuesta en un castellano decente, aunque cuando la tuve lista ya era tarde.

—Vení —dijo Renata.

La seguí. Recorrimos el pasillo y salimos, por la puerta del fondo, al jardín que tantas veces había vislumbrado desde la calle. Aquello era como estar en un mundo prohibido. Renata me guió entre una doble hilera de naranjos, hasta la pared que separaba el terreno de la casa vecina.

—¿Sabés qué es? —preguntó señalando con el dedo.

—Un rosal —contesté.

—Eso es lo que parece —dijo.

Se mantuvo en silencio, pensativa, durante unos minutos, y advertí que era más alta que yo. Después se acercó más al rosal y me contó una historia:

—Mi bisabuela se llamaba Renata, igual que yo. Mi bisabuelo viajaba y la dejaba mucho tiempo sola. Era una mujer bellísima. Se enamoró de un sobrino, quince años menor que ella. Pero él la rechazó. Entonces lo mató y lo enterró acá, junto al muro. A la semana notó que en este lugar había nacido un rosal. Tomó una tijera y lo cortó. El rosal volvió a crecer.  Lo cortó. Y así muchas veces. Hasta que un día, mientras trataba de arrancarlo, se pinchó un dedo con una espina y quedó embarazada. Cuando dio a luz vio que el chico era el sobrino al que había asesinado. Pensó matarlo otra vez, pero finalmente decidió criarlo. El chico no paraba nunca de mamar, jamás estaba satisfecho. Acabó con su leche y comenzó a chuparle la sangre. Mi bisabuela se fue debilitando y al tiempo murió.

Mientras hablaba, Renata no había dejado de mirarme. Calló y oí el chillido de los pájaros.

—Dame la mano —dijo ella.

Estiré el brazo. Me arrastró suavemente, acercó mi mano al rosal para que me pinchara con una espina. Soporté sin chistar, sin moverme. Retuvo mi dedo para ver brotar la sangre. Entonces busqué en sus ojos el placer perverso del que había oído hablar. Lo que vi fue gravedad y, me pareció, un velo de tristeza.

—Ahora —sentenció—, vas a quedar embarazado, como mi bisabuela.

Me soltó. Un golpe de viento trajo el olor de la primavera próxima. Sentí que ese jardín no se encontraba en el pueblo, sino en otra parte, lejos, y que tal vez nunca tuviese que marcharme. Por un momento pude pensar que entre Renata y yo no había diferencias, que éramos iguales y lo seguiríamos siendo mientras permaneciésemos ahí.

Ella volvió a hablar.

—Andate —dijo.

No había prepotencia en su voz, ni siquiera era una orden, sino la manifestación simple y clara de algo que debía ser hecho.

Crucé el jardín, salí a la vereda y caminé hasta doblar la esquina. Apoyé la bicicleta contra un árbol, saqué mi libreta, la abrí y aplasté la gota de sangre sobre una hoja en blanco. Volví a guardarla en el bolsillo de la camisa, contra el corazón. Después me llevé el dedo a los labios y lo mantuve ahí. Monté y pedaleé calle abajo, hacia el horizonte quieto y abierto que se divisaba más allá de las casas.

 

*De “El padre y otras historias”.

-Antonio Dal Masetto (Intra, Verbania, 14 de febrero de 1938 - Buenos Aires, 2 de noviembre de 2015)

https://es.wikipedia.org/wiki/Antonio_Dal_Masetto

 

 

 

 



 

 

 

 

CEBOLLAS*

 

Somos como la cebolla. Apenas se abren, comienza el llanto. Superfluo, cierto, porque basta un chorro de agua fría para que todo se supere. Y después, sólo después, es posible separar hoja por hoja, sin presiones ni sugestiones, hasta llegar al fondo mismo del misterio, sin perder la visibilidad entre la niebla de las lágrimas.

Pero siempre se necesita un buen chorro de agua fría antes de comenzar. Es bueno no olvidarlo.

 

*De Esther Andradi. esther@andradi.de

-De: Come, éste es mi cuerpo.

Último Reino, Buenos Aires 1991, 1997

-Su libro reciente es "LA LENGUA DE VIAJE. Ensayos fronterizos y otros textos en tránsito" Editorial Buena Vista, 2023.

http://www.andradi.de/es/startseite/

 

 

 

 



 

 

 

 

El río de mi padre*

 

Hace poco estuve en el río, ancho y furioso

leyendo y tomando cerveza

en la otra orilla, un viejo con su caña de bambú

esperaba atrapar algún pez

y pensé en mi padre y en mí pescando juntos

si hubiéramos tenido tiempo, si esa ráfaga de muerte

no hubiese existido

luego, cuando volví caminando, me pareció verlo

apuré el paso, pero algo sucedió

lo vi correr y desaparecer en una esquina

ahora escribo sobre mi padre y sobre mí

y lo que pienso sobre ambos, lo que hubiéramos hecho

esas cosas entre padre e hijo

por la noche, reabrí el libro para continuar con la lectura

que había postergado aquella tarde en el río

el siguiente relato era un cuento breve

de un tipo que pescaba en una orilla y su hijo en la otra.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

-De su libro MARGOT, LA PROSTITUTA QUE LEYÓ A BAKUNIN.

-Editorial Leviatán. 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

–Si Dios existe ¿está enojado, distraído o sorprendido? (**)

 

*De Carlos Alberto Parodíz Márquez.

Periodista. Escritor.

(agosto de 1939 - noviembre de 2013)

 

(**) Recordando a Carlos con una de las “mágicas” preguntas con las que podía sorprender en sus reportajes.

 

 

 

 

 

Inventren

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Estación San Sebastián*

 

(Sobre la memoria, que reivindica los momentos en la distancia,

y sobre la posibilidad recurrente de una inversión en el tiempo)

 

Del pueblo solo queda un caserío exiguo, calles de fresco lodazal que acceden hasta la estación. He dejado el auto en una calle lateral, de esas que miran hacia un infinito sin árboles donde solo residen el horizonte y las nubes. Me reciben los perros, los guardianes incondicionales, como en todo lugar donde los edificios son bajos y se unen con los componentes básicos de la tierra. El único elemento del otro lado del endeble alambrado es la estación misma, San Sebastián. Yo tenía la curiosidad y toda la intención de acercarme al viejo andén y tomar algunas fotos. La fachada de chapa se conserva muy bien y me sorprende que esté habitada, una familia del lugar se ha afincado aquí a cambio de conservar lo edilicio y mantener a raya la naturaleza. Algunas gallinas, un par de cabras y tres perros componen la fauna doméstica. Un poco más alejado un pequeño edificio sanitario y leña, mucha leña y en una pared colgada una sierra de mano y unas sogas viejas, que dan cuenta de la obtención del combustible primario.

Parado en ese andén, hoy, quince de septiembre de 2014 al mediodía, observo, hacia Carhué la nada misma, no hay ni vías, solo pasto seco y el tendido de los viejos postes de un telégrafo prehistórico. La vía principal no existe, es la orientación típica de estas estaciones y mi brújula interna la que me indica la dirección de los perdidos puntos cardinales. Hacia Puente Alsina, unos galpones grandes de chapa gris, bien conservados, depósitos de vialidad quizás, y otros dos más chicos, un poco más alejadas también un par de viviendas de los empleados del Midland, estas sí, aunque de piedra, ya hace mucho tiempo abandonadas, el moho verdinegro toma por asalto las viejas paredes. Al fondo antes de desaparecer de la vista, el tanque de agua, como un vagón alzado en el aire por una mano invisible hacia el cielo gris y más alejado aún la silueta de un pájaro delgado y extraño, el caño hidrante que hoy solo convoca al camión de la municipalidad.

Miro hacia la estación, que ya ni el nombre conserva, le han quitado las tablas o paneles donde estaba la denominación y observo que no hay nada que se parezca a una boletería, quizás estaba en alguna estancia o división interna. La estación cerró en septiembre de 1977, un día once de ese hermoso mes recorrió el tren de pasajeros estas poblaciones por última vez. Un día de septiembre cincuenta estaciones como esta, cuyos nombres de poco van muriendo, pasaron administrativamente al olvido, y Carhué, la orgullosa Carhué, punta de riel de un pasado turístico y esplendoroso, quedó a la deriva, un barco despojado, una ciudad que hacia el sur solo mostraría paramos desolados, cubiertos por la sal del desbordado Lago Epecuén. Nunca más oiría el trepidar de la maquinaria pesada de un tren, nunca más el vibrar de los durmientes de quebracho y el baile minúsculo de sus temblorosos clavos de hierro.

Pido permiso al actual habitante, padre de familia y este me permite el paso al interior de la estación, cruzo un umbral hollado por miles de pies antes que los míos. Observo la carencia de algún reloj como es común o lo dicta la memoria de otras estaciones entrevistas. Si hay, en un rincón de polvo y hojas secas, una balanza para pesaje de encomiendas, no de plataforma, sino de esas otras con pesos deslizables, ni tan vieja ni tan nueva. Un banco contra la pared solitaria y enfrente una ventanilla de boletería con enrejado marrón, semejante a un pequeño confesionario surgido entre las sombras. Olor a madera, a capas de pintura gris, a sellos postales, a monedas antiguas de bronce. Sobre el antepecho de la ventanilla, me aguarda un pequeño boleto amarillento con número de serie 18362, lo tomo entre mis dedos, dice en letras pequeñísimas: Servicio coche Motor - Ferrocarril Midland y en destacadas pone San Sebastián a Puente Alsina, clase única y el suculento precio de $ 0.40 de moneda nacional. Sonrío solo para mí y el corazón se me encabrita de pura nostalgia. 

Aseguro la correa de mi cámara, la Kodak Instamatic es una fiel compañera de caminos y de rieles. Me doy vuelta para hacerle una pregunta al dueño de casa y descubro que he estado solo, ignoro cuanto tiempo ha pasado. El aire que ha ingresado por la puerta ha barrido el polvo y las hojas y el banco luce como si le hubieran aplicado una nueva capa de pintura marrón. Levanto la vista y localizo casi en las sombras un reloj que se me había pasado por alto, y también escucho su metálico corazón en movimiento. Salgo nuevamente o recuerdo haber salido una vez más, a la plataforma. Gente del pueblo se ha reunido en el andén, han llegado hasta el alambrado delimitador en Falcon Futura, en renoletas, en Rambler, en Renault 12, en cupés Chevys o Peugeot 504. Tomo algunas fotos de todos ellos y cambio el rollo, en el aire se siente algo así como una expectativa, un aire de ceremonia o despedida. Se acerca ahora, viniendo desde Puente Alsina una formación de coche motor bastante antigua, un gusano amarillo, rojo y azul que trepida ya cercano, lleva en su frente el número 2779, es un coche Ganz, le saco fotos, es un momento único. Me doy cuenta que todavía tengo el boleto entre mis dedos, pero algo ha cambiado, las letras grandes dicen: Puente Alsina a San Sebastián.

Abordamos el tren, a pesar de sus años de servicio las comodidades son más que buenas. Me arrellano en un asiento doble cubierto de cuerina marrón, he visto los del otro vagón, tal vez no pertenecientes a este coche motor, sino un arreglo de último momento y estos bancos eran de madera, como los de las plazas, también marrones. Partimos, y toda la cacofonía metálica del tren se armoniza y adopta una cadencia maravillosa y adormecedora al igual que las conversaciones de los pasajeros, todo se convierte en un murmullo continuo y conocido. Entreveo pasar las estaciones, mal recuerdo ahora algunos nombres: La Rica, Araujo, Dudignac, Corbett, Henderson, Casey, Saturno, son algunas, las demás las devorará el tiempo que es el depredador de la memoria. A las seis y cuarto de la tarde arribamos a Carhué partido de Adolfo Alsina.

Recuerdo Carhué como entre sombras de esa tarde a la salida de la estación. Un movimiento inusual me sorprende en la ciudad turística, innumerables coches circulan por calles prolijas y atiborradas de negocios, cuyos carteles multicolores comienzan a encenderse. Muchos de ellos son hoteles, hospedajes y pensiones: Hotel Azul, Hotel Americano, Hotel Las Familias, Hotel Horizonte, Hotel Plaza, el Hispano Argentino, también casas de regalos y fábricas de alfajores. Casa Bruni y sus electrodomésticos exhibiendo la nueva cocina marca Volcán. Me llama la atención un bellísimo coche estacionado como al descuido, un Pontiac Chieftain color arena que una delicia flamante para gente de buen respaldo económico y por las calles muchos otros: Pontiac Bonneville, Ford 1950, el año del Libertador, inverosímiles colectivos de chasis Chevrolet cubiertos de propaganda local, extraños Kaiser Manhattan, Chevrolet Bell Air, y hasta un exclusivo y aerodinámico sedan Studebaker.

La ciudad es pujante y cosmopolita, está en su apogeo, todo el mundo y sobre todo la sociedad de Buenos Aires se da cita aquí para disfrutar de los baños termales y su acción terapéutica, reconocida en todo el mundo. En la sede de la Sociedad Italiana proyectan “El Seductor”, un estreno, con Luis Sandrini, Elina Colomer y la cubana Blanquita Amaro, que justamente trata de un jefe de una estación pueblerina que se enamora de una bella mujer que viaja en un tren, todo el argumento se presta a equívocos y alegres miradas, los espectadores festejan el lenguaje de gestos del personaje. Más por gastar un par de horas que por las risas, acudo a la función y después ceno unas pastas en la Sociedad. Luego, cansado, con los ojos llenos de imágenes busco un hospedaje modesto y me duermo en un sueño de viajes y pasajeros que se convierten en estatuas de sal.

A las siete y media de la mañana ya estoy en la estación, el tren ha sido invertido de sentido en la mesa giratoria y ahora reanudaremos el viaje. Una multitud de personas despide el tren agitando las manos y algunos pañuelos al abandonar la plataforma de Carhué a las ocho y cinco minutos exactos. Recorremos las estaciones a la inversa, San Fermín, Coronel Freyre, Coraceros, Hortensia, Morea, Ortiz de Rosas, Baudrix, Indacochea, por nombrar las omitidas en el viaje de ida. En cada una un puñado de pobladores nos despide, ellos saben que ya es la última vez que verán el tren de pasajeros, hasta los perros nos acompañan en el lento paso por los gastados andenes. Al pasar por San Sebastián observo el boleto en mis manos y ahora me muestra la información correcta, el destino cierto: leo a la luz del mediodía: San Sebastián a Puente Alsina. Acomodo mi traje de franela gris, el cuello de mi camisa y la delgada corbata negra, me subo el pantalón bien alto y me relajo para el viaje hacia Buenos Aires.

El viaje se hace torpe, traqueteante, las horas, los pensamientos y las estaciones se suceden lentamente, como un libro que se recorre despacio, hoja por hoja, con la yema de los dedos. Converso un momento con el guarda uniformado mientras me pica el boleto y me comenta que la formación es un coche motor Birmingham Gardner y que todos los asientos ahora son de madera, es más, casi toda la estructura de este vagón en que viajamos, por ejemplo, es categóricamente, de madera. Consulto mi Guía Peuser 1948 de Horarios del Ferrocarril Midland y voy apuntando mentalmente las estaciones que quedan atrás: Ingeniero Williams, Plomer, Km 38, Rafael Castillo, José Ingenieros, La Salada, La Noria, Villa Caraza ya ingresando al partido de Lanús. El tiempo está a nuestro favor, hemos hecho el recorrido con ventaja, los pasajeros descubren una algarabía contenida que comienza a explotar con el final del viaje. Son las tres y cuarto de la tarde y la formación llega a Puente Alsina.

Desciendo en la plataforma y me asombra la complejidad de estación mayor, acostumbrado a las humildes paradas de provincia. En vías secundarias veo la locomotora más extraña que rodara por rieles argentinos, una inmensa Sentinel Cammell de calderas revestidas de acero, un tren blindado, una bestia que devora ingentes cantidades de carbón y más agua aún. Recorro las dependencias y doy con la puerta que da al frente, desde allí veo las obras ya casi terminadas sobre el Riachuelo, del puente Uriburu con su estilo neoclásico, la estación tomaría el nombre de los sucesivos puentes que como este, fueron construidos desde la Avenida Saénz para salvar el brazo de agua hacia el sur, hacia donde entreveo los caserones del barrio Pompeya. En la rotonda cercana, tres líneas de tranvías se disputan el gentío hacia Constitución, Plaza Once o La Paternal, las líneas 9, 8 y 55 respectivamente. Para los que no gustan de lo motorizado, diversos carruajes te acercan hasta los barrios aledaños. Saco algunas fotos de la fabulosa arquitectura del puente y guardo mi pequeña cámara Agfa Billy Clack. Extraigo el reloj con su leontina de delicados eslabones del bolsillo de mi chaleco gris, de paso me acomodo el traje cruzado a rayas también de gris y mi sombrero de fieltro de ala ancha en la vidriera de un café. Un canillita pasa a las voces que se han iniciado los conflictos en el Chaco, la situación entre Bolivia y Paraguay no tiene otra solución que el uso de las armas, la guerra es inminente. Lo mismo sucede entre los hermanos peruanos y Colombia. El continente tiene varios frentes de batalla y el hombre solo siente el deseo de forjar países modernos.

Pernocto en un hospedaje de Valentín Alsina y escuchando en la radio los conflictos del norte me duermo. Temprano me levanta el traqueteo de los tranvías y salgo hacia la cortada Membrillar, son las siete de la mañana. Debo partir, el tren que me espera en la estación es un pequeño monstruo negro, una Kerr Stuart de cabina abierta. Solo dos vagones componen el convoy más un pequeño furgón de cola o Brake Van inglés, suficiente material rodante para el viaje hasta San Sebastián. Entre bufidos y chorros de vapor de agua como un animal de pesadilla parte el tren, nos restan unas siete horas de viaje. En Fiorito y en la Noria abordan operarios e ingenieros de la empresa constructora Hume Hnos, nos apretujamos un poco entre herramientas y vaivenes, mal agarrados a los fierros y los bancos de madera, aunque el tren se deslice tranquilo y rápido sobre los rieles nuevos. Vemos el campo ya amanecido y en sus labores, el sol nos persigue y en algunas estaciones los niños que marchan hacia las escuelas nos saludan con los ojos grandes y las sonrisas de la inocencia.

A las diez de la mañana llegamos a San Sebastián. La estación nueva, toda de chapones relucientes, hay quien dice que en algún futuro será de material, no es vano soñar con el futuro de los Ferrocarriles Argentinos, debería ser más que una utopía. Descienden los operarios de la constructora y todo se llena de voces y metálica melopea de clavijas y herramientas. Hoy es 15 de junio de 1909, en dirección a Carhué no hay vías todavía, cientos de durmientes nuevos de quebracho aguardan que las manos enguantadas los acarreen a sus sepulturas definitivas, quizás por un siglo o más, la carcoma y la fatiga dictaran sus años de tierra y sueño. A un costado una pirámide de rieles, buen acero británico calentándose al sol. San Sebastián esta febril e inquieta, inmensa de movimientos y vitalidad. Acomodo los operarios para una placa fotográfica y los inmortalizo para la posteridad. Aquí crecerá un pueblo, al amparo de estas venas de sangre de este tiempo de industria y avances industriales. Me siento en el banco de la plataforma y sueño, me adormezco, mi sombrero cubre mis ojos y escucho el grito eterno del tren.

 

*De Jorge Lacuadra. jorgelacuadra@hotmail.com

 

 

 

-Próxima estación:

FRANCISCO A. BERRA.

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:

 

ESTACIÓN GOYENECHE.   

 

GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.  

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.  

 

ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.   

 

J. R. MORENO.   

 

 EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  

 

LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.

 

 ARANA.

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

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