LA SOMBRA DE UN VIAJERO
*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte
Herrera (1958-2010).
-En Aurora
Boreal. Walkala: un homenaje in
memoriam
http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160
El gris (blues del viejo barrio)
*
Resuenan los zapatos contra el gris,
el monótono acorde acompasado
del que retorna viejo y fatigado
a las calles que un día le miraron
partir con su mochila de ilusiones.
Han cambiado los nombres de las plazas,
los juegos de los niños y los pájaros,
las luces de neón, los automóviles,
permanece el gris, sólo el gris...
El barrio es otro y es el mismo:
los mismos perros en los mismos parques,
idénticos ladridos atronando
sobre el gris, sobre el gris...
Volver es un catálogo
de olvidos y de ausencias:
Huellas sutiles que el pasado
dejó en el gris, el gris...
Un suspiro es la suma
del tiempo transcurrido,
de las noches perdidas
bajo el gris, bajo el gris...
Se oye el paso cansino contra el gris,
la sombra de un viajero que retorna
fundiéndose en la niebla, recayendo
en la quietud estática del gris.
*De Sergio
Borao LLop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com.ar/
LA SOMBRA DE UN VIAJERO…
-Poesía y
narrativa de Sergio Borao Llop.
Laberinto
En nuestro propio
laberinto
podríamos creer que
somos dioses.
Pero es una ilusión.
Aunque lo hayamos
arduamente creado,
tejiendo encrucijadas,
edificando muros y
abriendo galerías,
no nos es dado conocer
su centro
ni descifrar su
nebuloso código
de circulares ecos y
vastas soledades.
En nuestro laberinto
apenas somos
desorientados minotauros
en espera de un sol o
de una espada.
Antes
del fin 3.0
Cuando subía por última vez la cuesta en
dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la
había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina. Conté lo que llevaba en
mis bolsillos: Dos euros y algunos céntimos. Entonces oí una voz a mi derecha:
No le des nada. Es para drogas. Miré hacia esa voz. Provenía de un banco
cercano, donde se amontonaban algunos esqueletos sentados. Sus cuencas vacías
nos contemplaban. Uno de ellos hablaba y gesticulaba en dirección a mí, pero yo
ya no le escuchaba. Había vuelto a concentrarme en el recuento del dinero. Por
debajo de las monedas vi mi mano: Estaba empezando a descarnarse. Entonces miré
de nuevo los ojos de la chica. No hubo necesidad de decir nada. Ella asintió y,
juntos, echamos a andar hacia la gasolinera más cercana.
Facultad de periodismo
Nuestra ciudad es famosa por su célebre
Facultad de Ciencias de la Información, coloquialmente llamada Facultad de
periodismo. Ésta, a juzgar por el edificio que la alberga, no se distingue
demasiado de las otras facultades, pero un hecho concreto justifica su fama: de
sus viejas aulas han salido los mejores periodistas de esta ciudad, de las
ciudades más cercanas y aun de los puntos más alejados del país.
Pero no vaya a pensarse que siempre fue
así. Hace poco más de cien años, la ciudad era una de tantas: ni muy grande ni
muy pequeña, dedicada como otras muchas al ejercicio de la agricultura, la
artesanía y el comercio. En aquel entonces ya existía, no vamos a negarlo, un
gran interés por todo aquello que pudiese calificarse de noticiable, pero no
pasaba de un mero entretenimiento colectivo. A lo más, se comentaban en
corrillos los hechos acaecidos en los últimos días, las variaciones del clima,
que en ese tiempo gozaban de gran importancia, y los rumores llegados desde la
capital.
En nuestra pequeña universidad se formaba a
un número limitado de jóvenes que, invariablemente, emigraban a otras tierras
para poder hacer uso de los conocimientos adquiridos y desarrollar actividades
acordes con su titulación académica: maestros, abogados y médicos, en la
mayoría de los casos. Cierto que algunos de ellos preferían quedarse entre
nosotros, ejerciendo su profesión en beneficio de sus conciudadanos.
Fue precisamente uno de estos, H. D., nada
brillante según muestra su expediente universitario, quien acabaría
convirtiéndose en el benefactor reconocido de nuestra ciudad. Licenciado como
maestro tras repetir varios cursos, se interesó por la política. Sin que nadie
acertase a explicarse el motivo, lo cierto es que tuvo un éxito sin precedentes
en su controvertida trayectoria al frente de una junta vecinal. Medró con
inusitada rapidez. Dos años más tarde, consiguió ser nombrado candidato a la
alcaldía. A pesar de que el partido político al que representaba no era de los
más valorados en las encuestas, venció por un estrecho margen a sus oponentes y
lo celebró casi en privado.
Durante su mandato ocurrieron dos hechos
cruciales, impulsados por su inquebrantable afán de modernizar la ciudad: la
unificación de varias publicaciones minoritarias en un diario local de amplia
tirada y cobertura, y la fundación de nuestra hoy celebrada Facultad de
periodismo.
Estas medidas, por separado, tal vez no
hubiesen tenido la menor repercusión en una ciudad como la nuestra. Su
coincidencia en el tiempo, sin embargo, creó una desmedida expectación en torno
al ejercicio y el aprendizaje de las técnicas informativas. Así, las facultades
de medicina, derecho y enseñanza, quedaron prácticamente desiertas, y todos los
jóvenes de la ciudad con posibilidad de estudiar se echaron en brazos del nuevo
medio con la pasión que despierta lo desconocido.
Los más prudentes, así como los partidos de
la oposición, vaticinaron la pronta decadencia de la moderna fe, apoyados en la
falsa creencia de que la ciudad era demasiado pequeña para albergar a todos los
presuntos titulados que, en breve plazo, empezaría a parir la recién creada
facultad.
Los acontecimientos posteriores se
encargaron de demostrar que tal razonamiento era tan arbitrario como erróneo.
Los primeros en licenciarse, del mismo modo que ocurriera en el pasado con los
diplomados en otras disciplinas, hubieron de emigrar a otras ciudades, pero el
prestigio que alcanzaron en muy poco tiempo llevó a los responsables del diario
local a plantearse la posibilidad de contratar, aun de modo provisional o como
becarios, a algunos de los estudiantes de último año, con la intención de
incorporarlos a la plantilla, si lograban demostrar su valía, una vez que
concluyesen sus estudios.
El experimento tuvo un éxito rotundo. Casi
la mitad de la plantilla del periódico fue renovada. Los periodistas formados
en la facultad local eran más ambiciosos, más hábiles en el manejo del idioma,
más rápidos a la hora de tomar decisiones; en suma: estaban infinitamente mejor
preparados que los otros, venidos desde ciudades remotas y ahora devueltos a su
origen por obra del mercado laboral.
Las siguientes hornadas de estudiantes
aportaron más columnistas y redactores, de tal modo que el diario se fue
expandiendo hasta que no hubo rincón del país donde no hubiera, al menos, un
corresponsal diplomado en nuestra pequeña pero fructífera facultad.
La tirada del periódico creció y fue
necesario instalar sucursales en varias ciudades, convirtiéndolo así en una
publicación nacional. La fama del edificio que había creado a los nuevos
patriarcas de la información fue creciendo de manera proporcional. Así, no hubo
rincón de la nación desde donde no llegasen, casi a diario, infinidad de
solicitudes de admisión. Las autoridades universitarias, viendo en ello una
oportunidad única, decidieron ampliar las dependencias de la facultad,
habilitando aulas en el ala antes destinada a magisterio, carrera que apenas
despertaba el interés de unos pocos y que corría el severo riesgo de
desaparecer.
Como es sabido, lo que ocurre en una ciudad
afecta a todos sus vecinos. De este modo, la afluencia de estudiantes de otros
lugares supuso una buena inyección económica para la comunidad. La facultad
vino a ser el eje en torno al cual giraba la que, poco a poco, comenzaba a
devenir en metrópoli.
Fue por aquel entonces cuando empezaron a
surgir pequeños problemas derivados de la excesiva producción de flamantes
titulados. A pesar de la proliferación de periódicos y revistas de todo tipo,
no había lugar para todos. Eso motivó el renacimiento de las migraciones y
provocó un extraño fenómeno que los expertos denominaron “periodismo pasivo”.
Muy pronto, ante la gran cantidad de medios
informativos en constante evolución, no bastaron las noticias convencionales.
Hubo que recurrir a sucesos de segundo orden. Así, todo empezó a ser
noticiable: desde el atropello de un perro hasta el empaste de una muela; desde
los devaneos amorosos de una criadita del barrio oeste hasta el análisis
detallado de un parto múltiple. Comenzaron a elaborarse estadísticas. Así se
supo que lo que mayor interés despertaba en la población no era la situación
política del país, ni los muertos en guerras lejanas, ni la hambruna producida
por las catástrofes naturales, ni los abusos de que eran objeto los niños en
lugares de difícil ubicación en los obtusos mapas de la memoria, ni tampoco la
situación de desamparo vivida por las mujeres de las naciones del sur. Por el
contrario, las encuestas demostraron que los temas preferidos por la mayoría
eran las bodas, los encuentros deportivos, las defunciones y las enfermedades
de los famosos, por ese orden.
En eso, según se supo, no éramos diferentes
del resto de los pueblos del norte, donde se concede mayor importancia al
partido del domingo que al secuestro y posterior violación de una niña. Nuestras
portadas se veían adornadas por fotografías en color que mostraban rostros de
famosos, cuya fama no siempre parecía justificada ante los ojos de los más
críticos, que en cualquier caso no pasaban de ser una minoría disconforme y
carente del beneplácito popular. Por otra parte, estos defensores de lo absurdo
también disponían de una publicación propia, de escasa tirada y nula
repercusión social. Mientras, nuestra ciudad crecía, se modernizaba y hasta
permitió el nacimiento de pequeñas comunas de mendigos, quienes se albergaban,
con permiso del Ayuntamiento, en una zona de chabolas situada hacia el norte, a
poco más de un kilómetro del núcleo urbano.
A fines de la pasada década, coincidiendo
con el mayor auge de las publicaciones impresas, tuvo lugar un hecho
aparentemente trivial, pero que, como se verá, tuvo capital importancia en el
devenir posterior de los acontecimientos: a falta de noticias, un avispado
redactor inventó una. El periódico en el que prestaba sus servicios la lanzó en
primera página con un par de falsas fotografías a todo color. Al principio,
esto causó cierto revuelo, ya que los otros diarios desmintieron el hecho y se
suscitó una agria polémica en la que hubieron de intervenir las fuerzas
políticas. Lo cierto es que, a partir de ese día, comenzaron a publicarse notas
incorrectas, cuando no totalmente falsas. Lo que en un primer momento pudo
parecer una falta de ética, llegó a convertirse, no tardando mucho, en un modus
operandi tan lícito como cualquier otro. Muy pronto los lectores, jueces
supremos en la cuestión tratada, empezaron a considerar igualmente fiables una
noticia falsa o una verídica, amparados tal vez en el principio de que toda
realidad, en definitiva, es ilusoria.
Como es harto difícil distinguirlas de las
verdaderas, las falsas noticias han creado entre nosotros un mundo virtual
donde casi todo es posible: perros parlantes, abanicos dorados recubiertos de
una materia que rejuvenece a sus usuarios, amas de casa que por las noches
remontan el vuelo y visitan los barrios prohibidos, presurosos peces de cristal
que surcan los ríos cercanos, concejales de lengua bífida, ordenanzas de
sonrisa perenne y otros seres y artilugios no menos fantásticos, han salido de
la fantasía popular y ahora deambulan entre nosotros, siquiera de un modo
informal; nos llaman desde las hojas impresas de los diarios y parecen
solicitar toda nuestra atención.
Todo ello ha hecho que cada uno de nosotros
sea un periodista de hecho o en potencia. Así, los menos dotados cuentan de
viva voz a los expertos aquello que consideran digno de ser publicado. Al día
siguiente reciben el premio en forma de artículo a doble columna.
Tal vez recuerden un cuento de Silvio W. J.
(inspirado en El castillo de Kafka) en el que se habla de un remoto castillo al
que invariablemente llegan agrimensores que, al encontrarse con que no pueden
desarrollar su auténtica profesión, y decididos a quedarse a toda costa en el
lugar, desarrollan otros oficios, viéndose así convertidos en labradores,
maestros de escuela, panaderos, electricistas o recepcionistas de hotel. En
nuestra ciudad se da el caso contrario. No hay fontanero, gerente, ama de casa
o guardia municipal que no haya ejercido, al menos una vez o de forma
tangencial, de periodista.
De ese modo, se han creado vínculos que
antes no existían. Los mendigos, por ejemplo, dotados de una imaginación poco
común, se han convertido en la mejor fuente de información para los reporteros
de a pie, que pululan todo el día por las calles a la caza del rumor
improbable, de la noticia increíble. También las amas de casa, agrupadas ahora
en sindicato, han contribuido a la difusión de la nueva doctrina, aportando un
punto de vista diferente y nunca antes debidamente valorado.
No es preciso ahondar en detalles. Quizá
baste decir que el novedoso procedimiento fue adoptado en otras ciudades y por
otras publicaciones. No pocos han pretendido atribuirse la invención. Tal vez
no anden errados. Hoy es difícil conocer lo que alguna vez ocurrió, imposible
distinguirlo de sus múltiples reflejos. ¿Cómo afirmar que fuimos nosotros
quienes iniciamos este proceso de renovación periodística? ¿Qué nos autoriza a
adjudicarnos su autoría cuando los recuerdos se confunden con aquello que
leímos o escuchamos?
El mundo entero se ha rendido a la nueva
doctrina. ¿Qué importa dónde nació o quién fue su inventor? Lo que importa son
los hechos, no ya los que suceden, sino los que son contados. Nada es real
mientras no haya alguien que lo narre. Tú, lector, acaso no existes sino porque
alguien está contando que lees este informe; el que escribe tal cosa o yo mismo
quizá no seamos más que un producto de la imaginación de otro.
-Fuente: https://letralia.com/letras/narrativaletralia/2018/04/26/facultad-de-periodismo/?
Movimiento
de ajedrez
La casa está en lo alto de una escalera de
piedra.
La vieja escalera baja hasta una calle
estrecha.
La calle desemboca en una plaza habitada
por breves y coloridos jardines, farolas y palomas.
En la plaza nace una avenida.
La avenida conduce al parque.
En el parque hay niños que juegan, perros
corriendo, ancianos leyendo la prensa, madres agobiadas, mendigos, desocupados,
algunos jóvenes que han faltado a clase, uno o dos guardias y, en el centro de
todo, dos hombres muy serios que disputan una partida de ajedrez.
Diríase que mientras ellos meditan, el
tiempo se detiene. Diríase que cada movimiento produce consecuencias de alcance
insospechable. Tanto es así, que el simple eco que nace del avance de un peón
blanco (la mano del jugador lo está empujando hacia la siguiente casilla) puede
ser el envés de la corneta homicida que en ese mismo momento, en otro lugar,
desata un frenesí de fuego y horror que se va extendiendo por la altiplanicie
hasta llegar a la remota aldea donde un durmiente anónimo sueña una casa en lo
alto de una escalera de piedra.
Como si fuésemos inmunes
A veces sé que tiene
frío, que sufre, que le pegan.
(Lejana. Julio Cortázar)
Como si fuésemos
inmunes
miramos el entorno y
nada vemos.
Vivimos encerrados
en nuestro mundo
invulnerable
nuestra pequeña
burbuja de cristal
donde no llega el eco
de los lamentos
desgarrados
(como si todo ello no formara
parte de nosotros
mismos,
como si esos rostros
famélicos o atroces
no fuesen un reflejo
abominable
de nuestros propios
rostros impasibles)
Encerrados en el
cuadro que pintamos
para obviar los
colores imperfectos.
Y nos olvidamos.
Irreparablemente.
Nos olvidamos del
otro:
ése que sin siquiera
percatarse vive
el reverso de nuestra
existencia
mientras reímos y
jugamos y nos emborrachamos
como si fuésemos
inmunes.
Desde
las profundidades de la noche
Desde las profundidades de la noche
surgimos como un sueño sin banderas.
Resucitados y anhelantes
resolvimos prendernos en el viento
y atravesar las nubes tormentosas
que amenazaban, negras, nuestro sueño.
A un horizonte inmenso nuestros ojos
volaron;
como locas gaviotas errantes planeábamos,
pero eran nuestros títeres los que se
arracimaban
en la alegre cubierta de un barco que
zarpaba.
Toda costa escondía una sorda presencia.
Siempre creímos que el mar nos salvaría
pero el mar resultó una pantomima,
una niebla poblada de fantasmas
que a nadie revelaron su secreto.
Y llegaremos, si llegamos algún día,
a ese horizonte que nos prometieron,
sólo para descubrir, horrorizados,
una tierra en tinieblas, una vasta
penumbra,
un hostil territorio que a nadie da cobijo,
una noche terrible sin velas ni azucenas,
un pábilo extinguido sin ventanas ni
estrellas.
Poema para una flor
secreta
Algunos te nombrarán
sin conocerte.
Otros te escucharán
sin comprenderte.
Los más
pasarán junto a ti sin
detenerse.
Anónima es la
tempestad que no se muestra.
Pero yo descifré sin
duda alguna
tu sonrisa de lluvia
intermitente.
Fatalidad
de los espejos de la lluvia
Afanosamente llovía sobre los innumerables
paraguas que poblaban las avenidas y se abrían hacia el cielo gris, como un
gesto desafiante. El rítmico redoble de la lluvia trabajaba con paciencia las
aceras, las copas oscilantes de los árboles, el colapsado tráfico, las
solitarias chimeneas que habitan los tejados, los verdes setos que flanquean la
glorieta. Caía de costado contra los ventanales de los pisos altos, tras los
cuales podían verse, espaciadamente, rostros confortados al sentirse inmunes al
caprichoso trajín de la naturaleza. Envolviendo la ciudad en un húmedo abrazo
ineludible, llovía aquella tarde en que descubrí a Irene.
(Sí, porque más que un encuentro, fue un
descubrimiento, un abrir los ojos a una luz desconocida, casi un
deslumbramiento. Fue como si la multitud apresurada de pronto no existiera,
como si en toda la plaza no hubiera nadie más, nada más que ella y las baldosas
blanquinegras, brillantes a causa del agua que corría vertiginosa sobre ellas,
buscando los desagües; ella abandonadamente sola, pequeña, majestuosa,
improbable, caminando sin prisa y sin paraguas bajo la furiosa calma del agua
que caía.)
Llevaba el pelo mojado; gruesas gotas de
agua resbalaban por su rostro, hermoso y acaso algo triste, uniéndose después
en la caída al torbellino de las otras gotas y estallando con ellas al contacto
del suelo, frío e inflexible, formando una misteriosa melodía que se propagaba
por el aire fresco del atardecer urbano.
(Su pelo corto y empapado, sus ojos
asombradamente abiertos y mirándome. A mí, que tampoco llevaba paraguas; a mí,
con el pelo lánguidamente pegado a las sienes y a las orejas; a mí, que al
igual que ella, caminaba con calma dejándome llevar por la irreprimible
nostalgia de las tardes lluviosas; a mí que la miraba con idéntico asombro.)
En una tarde tan oscura, tan llena de
nubes, un paraguas parece la más elemental de las precauciones. Pudo ser,
entonces, un alarde de indiferencia o de temeraria arrogancia lo que nos unió
bajo los porches de unos grandes almacenes. Nos miramos sin poder, sin querer
evitar la risa, sin esforzarnos en sofocar la carcajada que nos provocó la
visión de nuestro propio aspecto de perritos mojados y vagabundos.
(Pero era otra cosa, algo más trascendente,
más sutil; era un devorar de ojos, un tratar de disimular la propia turbación,
un disfrazar con risas aquello que, indescifrable aún, ya nos estaba
incendiando por dentro)
Después, como un violento ataque de
vergüenza, sobrevino el silencio. Fue el momento de las miradas esquivas, de
los gestos delatores del naciente nerviosismo. Con impotente resignación,
observamos la multitud embozada que surcaba con impaciencia las aceras en
dirección a sus casas, a sus trabajos, a sus diversiones. Nuestra espera nos
brindó el deleite de la contemplación de esas escenas que suceden todos los
días y a las que, por desgracia, somos casi siempre ajenos: La tarde que
declinaba, las calles vaciándose, las farolas llenándose de luz y alumbrando la
imperturbable cortina de agua que no cesaba, las puertas de los almacenes
cerrándose, la noche llegando con todas sus promesas y todas sus decepciones y
todas aquellas ventanas iluminadas allá arriba. Y aquí, tan sólo nuestras
sombras, conscientes de la inutilidad de la espera (porque se adivinaba en el
cielo cargado de nubarrones la inutilidad de tan larga espera) y a pesar de
todo
(pero sabíamos el motivo, íntimamente lo
sabíamos, como se sabe de repente que alguien, al otro lado del mundo o del
tiempo, está llorando)
prolongando nuestra estancia allí, como si
algo impalpable y certero nos retuviese bajo la protección de los ensombrecidos
porches. En un momento impreciso, nuestras bocas se abrieron simultáneamente
sin llegar a emitir sonido alguno, y fue otra vez la risa, el tibio temblor de
sentirse, por un instante, reflejo de otros actos. Después, inesperadamente,
nos besamos.
(no la besé, no me besó; fue un
acercamiento mutuo, una llamada paralela que juntó nuestras bocas, y nuestros
destinos, frente al sonido monótono de la lluvia golpeando inquebrantable el
asfalto por el que, a esa hora, no circulaba nadie)
Un beso largo, cálido, desesperado; un
hundirnos en mares inesperados y abismos confortables; un despertar, acaso.
Sentí, como un desgarramiento, su lengua abandonando mi boca, sus labios
separándose de los míos, sus ojos que me miraban con gratitud, con infinito
cariño, con incurable tristeza. Cuando quise hablar, su mano se posó suavemente
sobre mi boca. Luego, sólo pude contemplarla mientras se alejaba bajo la lluvia
sin un adiós.
En días sucesivos, busqué con ansia su
adorada figura entre las multitudes. Frecuenté monstruosos hipermercados,
tranquilos parques, bulliciosos bares nocturnos, calles insoportablemente
transitadas y calles vacías. En vano fatigué librerías, hoteles. Sin mayor
fortuna, inspeccioné tiendas de paraguas, perfumes o flores. A veces, creí
adivinarla al fondo de atestados corredores o en algún restaurante, tras las
vidrieras.
Otras tardes lluviosas, tuve la dicha de
compartir con ella improvisados refugios, cálidos besos, interminables
silencios de ojos atrapados sin salida. Luego, solíamos caminar bajo la lluvia
sin preocuparnos de evitar los gruesos chorros de agua que se precipitaban
desde arriba, desde los desagües de los tejados, y se deshacían en violentas
embestidas contra el empedrado gris de las aceras. Ibamos dejando atrás las
calles sin nadie, las tiendas cerradas, los bares repletos de gentes que
charlaban y reían bulliciosamente prolongando al máximo el retorno, el temido
regreso a sus casas, a los cotidianos problemas domésticos, a la incomparable
sensación del hogar-dulce-hogar.
La costumbre nos hacía caminar sin rumbo,
acaso dando vueltas a una plaza, o deslizándonos por callejas mal iluminadas
que desembocaban en avenidas infernales, que cruzábamos con rapidez en busca
del sosiego de las otras calles, menos concurridas, más acordes con nuestro
propio deambular enmudecido. No podría decirse quién elegía los itinerarios.
Era como si el azar nos guiase a su antojo, para separarnos inequívocamente en
una esquina, al borde de un semáforo parpadeante o en la puerta de alguna
discoteca de moda.
Fue una de aquellas tardes cuando, no sin
asombro, me fue deparado el placer de escuchar la añorada melodía de su voz.
Frente a una pequeña puerta acristalada, clavó sus negros ojos en los míos y,
con mucha dulzura, con innegable pasión y tal vez algo de miedo, dijo:
—Aquí es donde vivo. Me gustaría que
subieras.
(¿Habré de confesar que ese tan deseado
sonido consiguió turbarme? ¿Me atreveré a declarar que despertó en mi alma
fuegos que jamás ardieron antes de ese instante y esa voz? ¿Diré, finalmente,
que un maremoto de música inundó mi mundo, sordo e indiferente hasta entonces?)
Y naturalmente, subí. Me maravilló el
alegre apartamento de aquella muchacha frágil que tanto me enternecía, y cuya
presencia tanto lograba pacificar mi atormentado espíritu. Incoherente,
anacrónicamente, osé pronunciar palabras, intentando elogiar la decoración,
mostrar mi fascinación nacida de aquellos colores, de aquellos cuadros, de
aquel silencio cargado de melodías anunciadas. Pero fue su mano la que tomó mis
manos; fueron sus labios los que apagaron, elocuentes, las vacías frases que
comenzaban a formarse en mi boca herética, y volvieron a sumirme en las
profundidades de un cielo húmedo y dulce.
Sin embargo, nuestras ropas y nuestros
cuerpos estaban mojados y nos hacían sentir las punzadas del frío.
(frío de soledad, frío de círculo de tiza
alrededor, frío de atardeceres sin nadie y sin esperanza de nadie)
Una ducha tibia, relajante; un ponche
caliente, unas suaves caricias, un desatar las antiguas ligaduras que nos
aprisionaban al suelo cotidiano de quienes vagan sin rumbo por las inclementes
calles de la vida, y supe que me quedaría allí, que no regresaría más a la
insufrible humedad de mi triste habitación. Todos los fantasmas del pasado,
toda la incomprensión, todas las heridas, quedaban definitivamente atrás.
Ahora, Irene me abría las puertas de un nuevo sendero, tan diferente que hasta
los más íntimos recuerdos habían de ser desterrados sin posibilidad alguna de
regreso.
Asistí, casi con incredulidad, al
nacimiento de nuestra propia primavera, hecha de miradas cargadas de promesas,
de caricias llenas de ternura, plenas de suavidad y de cariño, de música. Todo
era mágico: el delicado gesto de desvestirnos con la timidez del primer
encuentro, el arduo descubrimiento de nuestros cuerpos, como un juego, la
incomparable languidez del primer beso al abrigo de las sábanas, el pulso
acelerándose lenta e inexorablemente, el fuego desatado devorando labios,
mejillas, hombros, incandescentes curvas, maravillosos recodos de carne
palpitante, las manos recorriendo con avidez y algo de torpeza incontrolable cada
centímetro de piel, convirtiendo en hogueras nocturnas nuestros cuerpos;
cuerpos que se buscaban sin descanso entre mares de sudor y ternura, cuerpos
que se estrellaban y rendían, cuerpos que se arracimaban sobre el blanco
cuadrilátero sin conceder la mínima tregua, cuerpos sedientos y entregados cuya
sed no pudo ser saciada.
(Y entonces lo supe; lo supe en la
incomparable perfección de sus besos, en el cálido contacto de sus labios, en
el dulcísimo aroma de su cuerpo tibio y frágil, en el sabor excitante de su
piel enardecida, en la cadencia melancólica de la música que llenaba el ámbito
de la acogedora habitación; lo supe en el empapelado azul de las paredes, en el
pausado repiqueteo de la lluvia sobre el alféizar de la ventana, en el llanto
desconsolado que resonaba blandamente en el piso superior. Con infinito pesar,
lo supe, y ella también debió intuirlo porque, de repente, nos miramos y en
nuestros ojos brillaban lágrimas gemelas, irreales afluentes de un amor
condenado por los dioses. Entonces nos abrazamos con fuerza. Un llanto
violento, convulsivo, azotó nuestros cuerpos hasta que el cansancio se nos
apoderó de la consciencia y nos condujo hacia las vastas regiones del sueño,
dejándonos en la más completa indefensión frente al alba futura)
Después, los días se precipitaron en veloz
carrusel. Cada instante compartido lograba unirnos un poco más, al tiempo que
nos iba separando del resto del mundo. Cada noche, nuestros cuerpos se buscaban
con frenesí sin conseguir hallarse, como si perteneciésemos a dimensiones
diferentes, como si estuviésemos tratando de amarnos a través de un cristal
odioso e indestructible, lo mismo que si una invisible barrera alejase brusca e
irremediablemente nuestros cuerpos ávidos de pasión, hambrientos de placer,
deseosos de dar y de recibir ese amor que crecía desproporcionado en nuestro
interior y que, a pesar de todo, no llegaba nunca a consumarse de forma
definitiva.
Pero todos estos desencuentros, en contra
de lo esperado, nos acercaban más y más, nos forjaban diferentes a esas otras
personas que pueden sonreír con satisfacción tras el vertiginoso instante del
orgasmo que les arrebata, nos otorgaban un doloroso e indeseado privilegio que
lograba unirnos de una forma brutal que descartaba de antemano la idea de una
separación que, acaso, hubiese resultado aún más insoportable.
(Pero todas aquellas flamígeras miradas de
amor
todas las palabras susurradas
todas las caricias recibidas
las descontroladas lenguas deslizándose por
la tibieza de las pieles
y entrelazándose, repentinamente vivas, en
nuestras bocas lujuriosas
la temerosa ejecución de otros juegos
eróticos de innecesaria
enumeración y doloroso recuerdo
las otras palabras, atroces e inútiles...)
NADA. Lo mismo que el saldo definitivo de
una caja registradora estropeada. Pero nos retenía la esclavitud a ese amor que
se nos escapaba por los ojos y en cada gesto de nuestras manos, que se
desbordaba en nuestra sangre (que alguna vez vergonzosamente derramamos) y que
nunca acababa de definirse, de concretarse en algo real, en algo que pudiésemos
llamar nuestro, en algo que poder recordar años después, cuando sólo la soledad
y el tedio viniesen a ocupar los infinitos atardeceres de encierro en habitaciones
frías, silenciosas, insoportablemente luminosas y sin nadie.
(Curioso que fuese a llamarse Irene. Y qué
bonito nombre, pero ¡qué cruel! Porque Ire y después ne. IRE, como un
ofrecimiento, como una caída voluntaria y vertiginosa en el tan deseado
torbellino de pasión, en el mágico caleidoscopio de manos, labios y sonrisa
uniéndose en extrañas figuras y desatándose contra la tristeza de los
atardeceres otoñales...
Y después NE, como una negación, como una
falaz contradicción, un inexplicable rechazo que consiguió herirnos con una
intensidad jamás presentida, Curioso también que yo (¡a pesar de todo!) nunca
me hubiese parado a pensarlo, a examinarlo en esta forma dolorosa, acorde, en
cierto modo, con la realidad, con nuestra propia y cruda realidad de amantes
sin esperanza y sin posible consuelo)
Una noche lluviosa, abominable, nos
separamos para siempre.
Tal vez fue la vida (porque encontramos en
otros lugares, con otras gentes, aquello que no habíamos podido hallar en
nuestro desmesurado y fallido amour fou) quien nos arrancó (como se arrancan
los pétalos de las flores, como se podan los árboles, como se mata) de los
únicos brazos capaces de proporcionarnos un pequeño destello de felicidad, esos
mismos brazos en los que no nos fue permitido encontrar el placer. Sí, fue la
vida quien nos empujó por caminos distintos e irreconciliables; por caminos que
se fueron distanciando más y más a medida que en nuestros corazones crecía
intolerable la nostalgia, y también la certeza implacable de que nada merecería
la pena en medio de esa soledad multiplicada de las multitudes refugiadas en el
ruido.
Hoy sé que acaso fue posible otro
desenlace, pero entonces éramos demasiado jóvenes, demasiado impacientes. Ahora
que el tiempo ha pasado y la insatisfacción se ha asentado definitivamente en
mi carne, tan sólo me resta la vaga esperanza de que alguna tarde lluviosa, una
de esas tardes lluviosas que aprovecho para salir a pasear sin paraguas por las
calles de la ciudad, ella se pare frente a mí y me estreche entre sus brazos
empapados, me bese con sus labios húmedos y me conduzca de nuevo a su casa (si
es que aún existe, si alguna vez existió) donde ambas nos debatiremos una vez
más bajo la blancura imperfecta de las sábanas, en busca de ese momento
increíble que sabemos no ha de llegar, y nos fundiremos en un solidario abrazo
de impotencia, de saladas y ardientes lágrimas, de amargo sabor a derrota
prevista de antemano, hasta que el sueño venga de nuevo a liberarnos, a
traernos de vuelta de ese mundo pretendidamente real en el que cada una de
nosotras es un reflejo difuminado de la otra (hasta en el nombre, ¡cruel
coincidencia! hasta en el nombre) y en el que no podemos, en el que nunca
podríamos ser plenamente felices.
Tan sólo la esperanza, las preguntas sin
respuesta, el obstinado recuerdo del único amor; y acaso una sorda rabia que ya
casi ni siento, un despiadado rencor hacia los dioses de la lluvia
inconsistente, que me condujeron hasta Irene para arrebatármela luego como un
siniestro juego, como una burla sádica. Pero ya está anocheciendo y mi marido
no tardará en llegar. Como cada tarde, debo secar estas lágrimas, estas saladas
lágrimas que cualquier día van a ahogarme, y preparar la cena; una sopa
caliente, unas tortillas, un soportar abrazos, caricias y besos no deseados,
una fatigada entrega, el sueño llegando poco a poco...
-Fuente: https://www.eldigoras.com/eom03/2003/tierra22sbl02.htm
Persistencia
Dentro de cien años
cuando reine el olvido
cuando ya nada
importe...
persistirá la lluvia
sobre el antiguo
Alcázar;
persistirán el musgo,
la piedra humedecida,
la caricia del sol
sobre los arcos;
persistirán las sierras
y su olor a esperanza;
persistirá la tenue
noche mediterránea
con su rumor de arenas
entregándose amantes
a la mar misteriosa;
persistirá el susurro
del viento entre las
ruinas...
pero nosotros, díme
¿qué será de nosotros
cuando sólo el olvido
pronuncie nuestros
nombres?
**
- Sergio Borao LLop.
Poeta y narrador nacido en Mallén
(Zaragoza, 1960)
“Soy cuanto he escrito
y he callado, lo que hice y lo omitido. Un ente vivo y su reflejo.”
http://sergioborao2011.blogspot.com.ar/
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Ensueño en
estación Libertad*
Vine a Libertad porque el nombre me pareció
sugerente. Y tal vez también porque algún amigo me había hablado del sitio, de
la estación, aunque esto está algo confuso en mi cabeza.
Tomé el tren en alguna parte (después de
semanas viajando sin destino, me costaba ubicarme) y confié en no pasarme de mi
parada, cosa que me sucedía con demasiada frecuencia.
Esta vez, por fortuna, estuve lo bastante
atento y bajé donde había previsto. Miré alrededor. Elegí un rumbo y caminé
durante un buen rato. Vi algunos edificios, un centro comercial, una iglesia…
nada que no hubiera en otros mil lugares. Me desanimó comprobar que no había
allí nada de lo que yo buscaba (pero ¿qué era exactamente lo que buscaba?) y
regresé a la estación, dispuesto a tomar el primer tren de vuelta (de vuelta ¿a
dónde?).
Como aún faltaban varias horas hasta la
próxima salida, me senté en un banco del andén y, presumiblemente, me quedé
dormido.
En el sueño, yo dormitaba en un banco del
andén de la estación de Libertad. Un desconocido me zarandeó sin brusquedad y
al verme ya despierto, me ofreció un teléfono móvil. Yo no supe qué hacer y me
lo quedé mirando a los ojos. Él insistió: “Quiere hablar contigo”. Yo tomé
maquinalmente el artefacto y pregunté con la mirada: “¿Quién?”. Pero el tipo
pareció no entender y dio media vuelta, alejándose a continuación en dirección
al norte. Puesto que tenía el teléfono en la mano, hice lo más natural,
saludar. Del otro lado me llegó la voz de una mujer.
Creo que se identificó, pero no entendí su
nombre y no me atreví a preguntar por no parecer grosero. Debía de ser una
amiga o pariente porque me habló de personas próximas a mí y de hechos que
tuvieron lugar en mí ya lejana niñez. Después se puso a contarme cómo le había
ido la vida, describió lugares que había visitado, viajes que había hecho,
aventuras. Llegado mi turno, yo le hablé de mis dificultades como estudiante de
secundaria, del tedioso trabajo en el taller del que no pude escapar en muchos
años, de mi experiencia como jugador y entrenador de baloncesto (las victorias
y derrotas, la risa y las lágrimas, el esfuerzo y la decepción). Poco a poco,
fui soltándome. Intercambiamos anécdotas. Me felicitó por mi libro (que dijo
haber leído con avidez) y yo me interesé por sus logros. Pasaron varios trenes,
pero ninguno se detuvo.
Después seguimos charlando, no me pregunten
de qué. No lo recuerdo. Ya saben que los sueños son volátiles. Lo que sí puedo
afirmar es que una extraña sensación agradable se fue extendiendo por mi
espíritu. Debieron de pasar horas, o minutos, nada es lo que parece en el reino
de los sueños. En algún momento, el tipo volvió y reclamó su teléfono. Yo me
despedí de mi interlocutora no sin antes fijar una cita en un lugar y un tiempo
que no pude recordar una vez despierto. Tampoco sabía, me dije, el nombre de la
mujer.
Llegó un tren. Me subí a él, ya no
importaba el destino. De algún modo, comprendí que mi búsqueda había llegado a
su fin, que ya tenía lo que necesitaba. El tren arrancó, y aunque la escena
soñada ya empezaba a difuminarse en mi memoria, el poso que había dejado, lo
supe, permanecería en mí para siempre.
*De Sergio
Borao LLop. sbllop@gmail.com
http://sergioborao2011.blogspot.com.ar/
-Próxima estación:
FRANCISCO A. BERRA.
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial:
ESTACIÓN
GOYENECHE.
GOBERNADOR
UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Editor
responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico & archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/
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