EDICIÓN SEPTIEMBRE 2021.

 


*Foto de Eduardo Francisco Coiro.

https://www.instagram.com/educoiro/

 

 

 

 

 

 

 

 

La casa*

(fragmento)

 

 

*Por Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com

 

 

 

 

 

Días:

 

Las horas se estancan. El tiempo tropieza con el tiempo, perdí mi sombra al ir de una habitación a otra en esta casa. Di un salto hasta caerme dentro de mí misma. La luz se esconde, la luz no sabe que estoy despierta arañando las letras de mi nombre. Voraz. Atrapada por esta necesidad urgente con dientes y uñas afilados, con cada uno de mis órganos en atenta contemplación

 

Como cuando vivía en el vientre de mi madre y aún no conocía el peso, la gravedad del mundo, me dejo flotar a veces entre las paredes de esta casa. Ingrávida, leve, sutil, una mujer que le regaló su cuerpo a los vientos y ahora es solo transparencia. Floto, me dejo llevar. Y la casa lo agradece.

 

 

 

 

 

La cocina

 

Baldosas:

 

Yo misma escogí esas baldosas que van de lado a lado desde el fondo de la cocina hasta el comedor. Las que había en ese mismo lugar cuando compré la casa estaban arañadas, eran de distinto color y se veían más viejas de lo que yo me veo ahora.  Observé cómo los albañiles las arrancaron del piso sin el menor gesto de piedad, y entonces apareció la tierra, grumosa, oscura, húmeda. Una sorpresa inmensa para una mujer como yo que ha vivido tres décadas en departamentos. La gatita que en aquellos días vivía conmigo comenzó a cavar en esa tierra, volvió a su origen mientras yo me perdía en la consternación de no saber dónde estaba. Unas simples baldosas quitadas de su sitio provocaron el descalabro. Tuve que esperar, no hubo más que tierra sobre el suelo durante un tiempo que se me hizo largo, largo. Cuando reuní el dinero suficiente compré las baldosas. Fue en una mañana de lluvia, en pleno verano.

 

 

 

Frascos:

 

Los frascos vacíos que llenaré con harina o polenta o garbanzos, se traslucen a la luz del día recién comenzado. Los miro como si al mirarlos pudiera descifrar con mis ojos la bola cristalina que preanuncia el Destino. El vidrio ama la luz. Fue inventado para ser atravesado por lo más tenue y vibrante que existe. No necesita un nombre, no necesita nada que más que unos ojos que miren, los míos ahora, hechos también de luz y de ese   rojo deseo de trasponer los siglos y los frágiles tabiques que bordean este mundo.

 

 

 

Panes:

 

Frugal el pan sobre la mesa, ocre, blanco, blandito por dentro con esa cáscara que lo protege de mis dientes y de mi mirada. Mis ojos lo devoran con la triste misericordia con que un verdugo perdona la vida un rato al que sin duda morirá. El día transcurre, la luz modifica su tonalidad y la noche lo borra todo, naturalmente. El pan sigue allí, esperando.

 

 

 

 

 

Ese lugar para dormir

 

Dormitorios:

 

Los dormitorios siempre son silenciosos, el sueño los ha cubierto con sus trucos. El infaltable espejo se pliega a ellos y el espacio se trastorna, se multiplica, altera las leyes principales, afloja los precintos que ajustan la cordura. Y el sexo, que alguna vez estuvo allí, pega gritos en la trastienda como loca de atar.

 

 

 

 

Cama:

 

Esta cama ancha es un Diluvio, mis sueños nocturnos pervirtieron su horizontalidad, ya no hay manera de descansar en ella. Se ha vuelto un revoltijo de palabras, quejidos, imágenes desmadejadas. Todo queda deslumbrado si extiendo mi cuerpo sobre el plácido colchón y de inmediato sobreviene el desorden con su blasfemia y sus promesas de reinicio y compostura.

 

 

 

Pisos de madera:

 

 

Pisos de madera para apoyar por primera vez en el día el peso entero de mi cuerpo al abandonar la cama, cálidos y suaves, mentirosos. “El mundo no es así”, murmuran las plantas de mis pies.

 

 

 

 

 

 

Profundo comedor

 

 

Almohadones:

 

Guardan una penetrante calma los almohadones, que yo misma cosí y rellené con lo más blando que el mercado vende para rellenar almohadones. Y sueñan, mis almohadones sueñan. Sueñan conmigo, conocen el perfil de mi espalda, la hilera defectuosa de mi columna vertebral y la aspereza de mi tenso cuello. Por eso sueñan, quieren alejarse de este cuerpo hecho para vivir en la rusticidad y en el empeño.

 

 

Lámparas:

 

El lenguaje de las lámparas de esta casa se refugia en la frágil tersura de la luz, luz avariciosa que entra y sale, voluble, por las ventanas. Aunque de verdad nunca sé cuándo la luz está saliendo o está entrando, su movimiento no conoce dirección, es igual a la muerte de los seres amados, se fueron pero aún permanecen aquí. La luz se va cuando está llegando, como la vida. Lámparas de mi casa, humildes en su majestuosidad. Las miro con respecto y las saludo con una reverencia discreta, muy discreta.

 

 

 

Sillas:

 

Las sillas no saben esperar. Lo suyo es el hartazgo.  Alguien las citó en una esquina de la ciudad y quedaron varadas. Su presencia dentro de mi casa convierte lo que me rodea en intemperie.

 

 

 

 

 

Casa-lenguaje

 

 

Cortinas y sábanas

 

En el frondoso lenguaje de esta casa están las sábanas, las blandas sábanas, y las cortinas a las que, de tanto en tanto, se les da por flamear como banderas. Lo frondoso aquí puede incluso no tener nombre, su existencia es ambigua, pero le da razón a la palabra sí, y a sus muchos derivados. Una simple cortina insuflada por el viento que se cuela a través de la ventana, me habla con su voz nueva, me cubre con su aliento lleno de hambre y ocultos significados.

 

 

 

Calendario:

 

Los lunes son de acero y pesan toneladas. Los martes vienen con su luz roja, incandescente, que se queda hasta el final, cuando llega la noche.  Los miércoles son bisagras de puertas, una abierta y la otra, cerrada. Los jueves la luz se licúa, el jueves se transforma en un día en tornasol. Los viernes trepan por una escalera infinita y se derrumban sobre el sábado, un día plateado, con mil caras. Los domingos llevan un sol en el pecho, día sobrenatural el domingo, mi patio lo reconoce. Cuando venga la muerte, ese sueño, de un sueño de un sueño multiplicado por lo que no se puede contar, yo seguiré estando aquí, en esta casa.

 

 

 

*

 

-Irma Verolín ha publicado libros de cuentos: "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”. Novelas: "El puño del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”. Y también una serie de títulos en literatura infantil en distintas editoriales. Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos de sus relatos fueron traducidos al idioma inglés y alemán.

-En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma fundación y “Árbol de mis ancestros”, Editorial Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.

Acaba de publicar un libro de cuentos:

"Fervorosas historias de mujeres y hombres"

Por Editorial Ciccus, Buenos Aires 2021.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL GIGANTE*

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 

No sabemos cómo llegamos aquí. Simplemente estamos muy juntos. Vivimos codo con codo, en filas apretadas y rectas. En algún momento, suponemos, tuvo que existir un origen. Sin embargo, creemos que es tan remoto que no hay ninguna señal, ningún rastro que nos lleve a alguna historia. Nadie ha esbozado alguna teoría o posibilidad creíble. Apenas balbuceos o divagaciones que se diluyen en nuestros cuerpos hacinados en este cuarto. Estamos aquí desde que existimos. A lo mejor éramos, antes de tener conciencia, luces apagadas. Eramos un brillo apenas, una lumbre que no mengua y que busca, por su misma naturaleza, algún contagio. Y de repente uno de nosotros se encendió, abrió los ojos, y el que estaba a un lado comenzó a parpadear y a hacerse una idea de lo que era y de dónde estaba. Otro despertó junto a ellos y, sin poder hacer nada más, miró hacia el frente, justo para encontrarse a uno como él, muy similar en complexión y en tamaño. No pudo investigar más porque le daba la espalda. Adivinó que el extraño tenía vida (quizás por el leve estremecimiento que surgió en los hombros) y le supuso rasgos parecidos a los suyos. Después, miró a los lados: una larga fila de hombres, calvos y de mediana edad, se extendía hasta perderse en la oscura orilla del cuarto. Había varias filas; todas conservaban el orden y estaban apretujadas hasta el límite de la asfixia. Todos sus integrantes, sin excepción, miraban al frente. Sin una idea clara de su apariencia, sólo pudieron pensar en su rostro como un concepto, apenas preciso, como las imágenes que restan después del sueño. Quizás, uno de aquellos, uno de los primeros que despertaron, intentó huir del cuarto, pero pronto se dio cuenta de que no podía dar un solo paso. Estamos tan apretados que sólo podemos mover un poco la cabeza y el torso. Cualquier intención de escape lastima al otro y, además, consume una cantidad considerable de energía. Cada uno es obstáculo de los que lo rodean. Alguno aventuró que nuestra existencia es una operación matemática, quizás calculada durante mucho tiempo, en la cual cada elemento es imprescindible. Si alguien falta este universo se destruye y por eso estamos aquí, uniformes, mirando hacia el frente, como un batallón inmóvil. Nuestra condena –si podemos llamarla así– es mirar la espalda del otro que, a su vez, repite el mismo destino con el cuerpo de alguien más. Suponemos que, los que están al frente, sólo pueden contemplar el límite de la pared y ese mundo es lo único que conocen. Como los soldados que están en la vanguardia de una guerra absurda, sufren accesos de soledad o de silenciosa locura. Quizás intuyen la presencia de los que estamos atrás, confirmada de cuando en cuando por algún carraspeo o un aliento que se desboca y deja un eco. Se asumen –lo creemos así– como una formación rocosa que enfrenta la violencia contenida del mar y que está sumida en un letargo complaciente, acaso reflexivo, y carente de cualquier voluntad. Sin necesidad de comer o de realizar otra función corporal más que respirar y tener conciencia de nosotros mismos, esperamos que los primeros de la fila comiencen a mostrar los signos de una erosión lenta y progresiva. Tal vez, en algún momento, alguien se desvanecerá entre nosotros, como una vela que comienza su declive por falta de aire, y la reacción en cadena hará que regresemos al punto de inicio: un montón de cuerpos en fila; objetos estancados en lo profundo, viviendo en el légamo oscuro. Mientras tanto sólo podemos estar de pie, sin cansarnos, apoyando el peso de nuestros cuerpos en los otros. Conocemos hasta el mínimo detalle la espalda del que está enfrente. La parte posterior de su cabeza es un planeta revisitado miles de veces, una superficie en la que podemos soñar aunque nuestros sueños, cuando ocurren, son réplicas exactas de nuestro mundo: filas y filas de hombres; cuerpos sosegados y uniformes; gestos repetidos en otros gestos. En esos sueños también ignoramos la diferencia entre el día y la noche. Tampoco sabemos el lugar que ocupa el cuarto en el universo. Por eso en ocasiones no queremos dormir y enfrentamos, con ojos muy abiertos, el persistente horizonte de cabezas, como si fuera la línea de la costa, siempre invariable; una imagen que se repite mil veces hasta formar una sola evocación, un punto fijo en la marea.

Con el tiempo descubrimos que hay algunos más altos entre nosotros. La diferencia no es muy grande, pero suficiente para que destaquen. Desde su posición pueden contemplar el gran campo de cabezas. Ellos, de alguna forma, comprueban las pequeñas variaciones que existen entre los integrantes de las filas. Quizás las orejas, el perfil de la mandíbula, la forma de la nariz. Ellos, a quienes llamamos “los vigías”, nos han contado detalles importantes del cuarto: dicen que las paredes están pintadas de color amarillo y que es un cuadrado perfecto. También dicen que no hay puertas y ventanas y que, justo en el centro, existe un foco apagado. Algunos, los más cercanos a esta área, han podido comprobar esta afirmación. Dicen que el foco apenas destaca en la penumbra y que despide un destello inocuo y aún perceptible. Y nosotros llevamos la idea más allá e imaginamos una voz que nos confunde desde lo alto, un elemento que nos conmina al silencio cuando nuestras voces establecen intercambios demasiado extensos. Hay algunos que hablan dormidos y sus historias bullen en el cuarto: refieren que el filamento del foco es un insecto detenido en el tiempo cuyas alas, algún día, volverán a vibrar. Mientras tanto espera como nosotros. Espera oculto en la hendidura, en el filo congelado que marca el centro de su cárcel traslúcida. Y podría ser, en efecto, una hendidura, pero también la marca que deja una hoja cuando cae en la arena o la línea que perturba el agua mientras pasa un barco.

Uno de los misterios que más nos intrigan es la fuente de luz que nutre la penumbra del cuarto. Si no hay entrada ni salida deberíamos estar en una oscuridad total. Quizás emitimos, sin saberlo, un débil resplandor. Quizás nuestras respiraciones producen reacciones químicas en el ambiente entumecido. La penumbra parece ir y venir, alimentada por el movimiento de nuestros pulmones. Cuando está a punto de desaparecer un nuevo hálito le imprime fuerza y la oscuridad vuelve a su condición de crepúsculo. Otro enigma es el origen del aire que circula y que evita la corrupción de la atmósfera. Quizás las paredes que nos rodean son una frontera maleable y por ahí ingresan elementos extraños: volutas de polvo, el nervio de algo vivo que desaparece cuando lo miramos. Por esta razón –más como una intuición que un conocimiento– creemos que hay una realidad distinta afuera del cuarto. Estamos atentos a las probables señales que llegan a nuestro mundo. Pero después de un tiempo nos aburrimos, perdemos la concentración y volvemos a enfocarnos en nuestros cuerpos. Hemos pensado tantas veces en ellos que deseamos, a toda costa, olvidar que tenemos brazos, manos y piernas. Hasta el filo redondeado de las uñas se vuelve, de pronto, intolerable. Por eso intentamos evadirnos aunque sea un ejercicio imposible. Sólo nos queda matizar nuestras sensaciones y llevarlas a escenarios lejanos. Jugamos a desprendernos de nuestros cuerpos hasta lograr un leve entumecimiento y, de pronto, somos almas flotando, globos aún sujetados por la mano de un niño. Y dan ganas de reír por la idea. Sería un buen experimento: todos riendo en nuestros lugares, como una vibración inútil pero que nos reconcilia, por un instante, con nuestro destino. De alguna manera esa risa lejana, aún posible, puede romper el equilibrio del cuarto. Por eso nos contenemos, apretamos los labios y proseguimos la irrevocable tarea de existir. Como revancha, como un absurdo ajuste de cuentas, acrecentamos nuestros murmullos, pensamos en nuestras voces y elaboramos teorías aún más alucinadas: el cuarto es un lenguaje secreto y nosotros su alfabeto. La curvatura del foco es la frontera de un territorio nuevo, un planeta diminuto en el que viven otros como nosotros. Ahí están, mirando el vacío sin descubrirnos, elaborando una cartografía de la penumbra que contemplan y que da forma a su firmamento. Y quizás algún día ambos mundos se conecten. Cuando esto suceda habrá un fogonazo de luz y, al término del evento, seguiremos aquí, tratando de recolectar cualquier huella, buscando cualquier brillo para ocupar con algo nuestra memoria.

A veces sentimos que formamos parte de algo más grande, que somos los engranajes de un enorme e indescifrable mecanismo. Quizás, mientras permanecemos inmóviles, ocurre una secreta transformación: nuestras células interactúan, nuestras mentes se reúnen en un solo camino. Tarde o temprano nuestros latidos serán iguales. Los pensamientos serán raíces que se entrelazan y que prosperan en la tibia órbita del cuarto. Uno de los vigías nos dijo que somos fragmentos de un gigante que, algún día, despertará. Cada uno de nosotros, continuó, es una parte de él: acaso la palma de una mano poderosa, las líneas de su rostro que brotan y le confieren una vaga identidad mientras duerme. Por ahora sueña a través de nosotros, pero algún día tendrá control sobre todos sus miembros y emergerá de su molicie, como una figura que se libera de su sombra. Cuando llegue ese momento, el foco se prenderá y recordará un ojo que vuelve de su oscuridad para derrotar a la ceguera. El gigante comenzará a parpadear con lentitud, y a lo lejos alguien pensará en un faro que manda señales confusas, en la luna intermitente por el paso de las nubes. Con dificultad se apoyará en sus piernas y mirará con su única luz todo lo que lo rodea. Insatisfecho, se levantará por completo mientras el techo del cuarto se hace pedazos y las paredes amarillas se estremecen y se derrumban. El cuarto en el que vivimos será una serie de fragmentos, elementos desvinculados, huyendo de su centro como los restos de una explosión estelar. El gigante, nutrido por la luz del sol, sentirá a plenitud cada parte de su cuerpo. Después, convencido de su propia fuerza, saldrá a conquistar el mundo.

 

*Fuente: https://www.latempestad.mx/el-gigante-alejandro-badillo/

 

 

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

Es autor de los libros de cuento Ella sigue dormida (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo).

Ha participado en publicaciones como Luvina, GQ, Letras Libres y el suplemento “Confabulario” de El Universal. Colaborador de la revista Crítica y exbecario del Fonca. Ha sido antologado en diversas compilaciones de minificción.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La posible invisibilidad de los gatos*

 

 

Antiguamente nadie se preguntaba acerca del poder gatuno de volverse invisibles.

Se vivía en viviendas con las puertas siempre abiertas y por lo tanto no se sabía si estaban con nosotros dentro de la casa o curioseando por ahí, remoloneando o haciendo las travesuras que sabemos que hacen los gatos cuando andan sueltos.

La vida cotidiana era bastante dura como para preocuparse si los gatos tenían el don de la invisibilidad. Se escuchaban rumores pero la gente sensata no prestaba oídos a esos comentarios

Por ese motivo no les fue difícil a los gatos ocultar esos poderes mágicos durante siglos.

Temían que los fastidiaran si los descubrían, ya era bastante con ser acusados de tratos con el diablo y complicidad con las brujas o las magas hechiceras.

Era un temor muy justificado porque ya se sabe lo peligrosos que son los humanos cuando los invade el miedo a lo desconocido.

De a poco, al considerarse inverosímil, como tantas cosas que no se entienden, el tema se archivó.

Los niños al principio lo sospechaban o lo sabían de vidas pasadas, pero con el trajín de los años se volvían coherentes y sin notarlo lo olvidaban. Como tantos otros saberes incómodos que debemos dejar de lado al ir creciendo para no ser blanco de las crueles burlas de nuestros compañeros de aventuras.

Con el paso de los años el hombre obtuvo importantes avances científicos y pudo manipular la materia para su propio beneficio. Pero perdió gran parte de su conexión con la naturaleza y la compañía de los gatos se volvió cada día más importante. Ya no podían desaparecer de la escena sin hacerse notar.

Ante el aumento de la población la seguridad se vio alterada y las puertas de los hogares comenzaron a cerrarse. La situación de los gatos cambio para siempre. Los humanos de la casa sentían que era su responsabilidad saber por dónde merodeaba el esquivo felino cuando no se lo podía ver en un golpe de vista.

El gato es un animal sensible y la insistencia de las personas, pensando y hablándoles al mismo tiempo, los perturbaba. Los gatos no soportan la saturación de las ondas mentales, lo viven como un griterío que no los deja descansar en paz.

El único modo de acabar con esa bulla sin llamar la atención es refugiarse en un lugar oscuro y olvidado en la casa, volviéndose incorpóreo, hasta que algún humano pase por ahí o lo empiecen a buscar. En general un niño inquieto o una abuela un tanto desvariada son quienes los vuelven al mundo físico.

Es en ese momento en que dejan de ser invisibles para volverse sólidos y sensoriales. Se los puede volver a acariciar y sostenerlos en la falda.

Todo sea para que los humanos quedemos satisfechos con su sensual compañía y ellos puedan retomar el confortable modo de vida que les permite esta alianza sellada al calor de mutuas necesidades.

Que los gatos están con nosotros solo para cuidarnos de los roedores es solo una calumnia malintencionada.

 

 

*De Jorge Santkovsky. jsantkovsky@go.org.ar

http://otrascriaturas.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1*

 

 

Ese viento que te tocó la cara

¿Cae?

¿Cae y vuelve a subir?

¿Con qué piedras golpea,

con qué historia?

Ese viento que ahora mismo

mueve una flor frente a tus ojos,

ese viento, digo,

qué se lleva

y qué te deja puesto

que no sepas.

 

 

*De Valeria Pariso.  valeriapariso@outlook.com

-Poema 1 de “Triza”.

Editorial detodoslosmares, 2017

 

 

 

-Valeria (Muñiz, Provincia de Buenos Aires, 1970)

-Coordina MOJITO, taller y clínica virtual/presencial de poesía y el "Ciclo de poesía en Bella Vista".

-Publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar", Editorial AqL (2021).

-Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, con su libro "Zarmina".

-Administra el blog de difusión de poesía contemporánea https://laficciondelolvido.blogspot.com.ar 

-Su blog personal es https://tantotequeria.blogspot.com

 

 

 

 


 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

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MARÍA SÁNCHEZ DE MENDEVILLE.   ALDO BONZI.   KM 12.

 

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**

 

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Comentarios

  1. Interesantísima esta propuesta! Los primeros poemas de Irma me parecen deliciosos. De lo cotidiano,la belleza!
    Gracias.

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