EN UN UNIVERSO LLENO DE AIRE...

 


*Foto de Eduardo Francisco Coiro.

https://www.instagram.com/educoiro/

 

 

 

 


 

 

 

 

DETRÁS DE MIS OJOS*

 

 

Detrás de mis ojos cerrados

estoy yo

con los ojos abiertos

mirándome:

soy tan pequeña

que casi desaparezco

soy pura uñas crecidas

y pelo largo

deformados los dedos de los pies

los codos tristes.

Mi pequeñez navega

en un universo lleno de aire,

nada más que aire.

El aire y yo nos pertenecemos

el uno a la otra

en este sitio blanco

donde mi cuerpo se deja estar

completamente abandonado

lejos de las palabras

ahora que mis ojos se abren

y se cierran

una vez más.

 

 

*De Irma Verolín. irmaverolin@hotmail.com

 

-Irma Verolín ha publicado libros de cuentos: "Hay una nena que gira", "La escalera del patio gris", “Una luz que encandila” y “Una foto de Einstein tocando el violín”. Novelas: "El puño del tiempo", "El camino de los viajeros" y “La mujer invisible”. Y también una serie de títulos en literatura infantil en distintas editoriales. Obtuvo diversas distinciones entre las que se destacan Premio Emecé 1993-94, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires Eduardo Mallea, Primer Premio Internacional “Horacio Silvestre Quiroga”, Primer Premio Nacional Macedonio Fernández, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur. Tres de sus novelas fueron finalistas en los premios Fortabat, La Nación de Novela, Planeta de Argentina y Clarín. Algunos de sus relatos fueron traducidos al idioma inglés y alemán.

-En poesía publicó “De madrugada” en Ediciones del Dock y “Los días”, editorial de la Fundación Victoria Ocampo, Primer Premio Horacio Armani 2014 otorgado por la misma fundación y “Árbol de mis ancestros”, Editorial Palabrava 2018. Algunos de sus poemas fueron traducidos al ruso, portugués e italiano. Fue becaria del Fondo Nacional de las Artes en 1999.

Acaba de publicar un libro de cuentos:

"Fervorosas historias de mujeres y hombres"

Por Editorial Ciccus, Buenos Aires 2021.

 

 

 

 




 

 

*

 

 

Es probable

que todo lo que pienso

acerca de la vida y de la muerte

se parezca a esta naranja,

oculta entre las otras del frutero.

 

En un puñado

arden sobre la mesa

como una constelación

alcanzada

por la luz de la ventana.

¿Qué es lo que distingue a un fruto

si no es la entrega al sol?

 

Huele

a bosque la casa.

Imagino enredaderas

trepar por las paredes

buscando mi raíz,

el tallo

que me permita saltar

al otro lado de la espesura.

 

¿Qué puede importarles

la fascinación?

 

Nada saben de destino.

No han sido alcanzadas

por el deseo

ni la razón.

Se dejan caer desde el árbol

perfumadas,

implacables

en su perfecta redondez,

listas

para ser devoradas.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

- Mariana nació en General Belgrano, Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena 2014). Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016).  Piedras de colores (Proyecto Hybris 2018). El orden del agua, GPU Ediciones (2019)

-Su último libro MADURA, ha sido editado por Editorial Sudestada (2021)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

4 *

 

 

Perdida en un cuerpo.

 

Como quien busca restos

 

sin delatarse.

 

 

*De Paula Novoa. novoapaula8@gmail.com

-Poema incluido en Hija de mala madre.

 

 

-Paula nació el 8 de marzo de 1976 en San Antonio de Padua,

actualmente vive en Francisco Álvarez, partido de Moreno.

Es profesora y da clases en Moreno hace 23 años.

Tiene cuatro libros publicados por Cave Librum Editorial:

El año que fui homeless (2014), Hija de mala madre (2016),

El paso de la babosa (2018) y Flores a mis muertos (2021).

 

https://cavelibrumeditorial.blogspot.com/2021/05/salio-flores-mis-muertos-de-paula-novoa.html

 

 

 

 

 



 

 

 

LOS ÁNGELES Y LOS PUENTES*

 


Hay ángeles que, a su manera, son ingenieros. Rozan a la gente con sus alas y, con ese suave toque celestial, la incitan a levantar puentes. Entonces, esperanza sobre esperanza, la gente se pone manos a la obra y, con más entusiasmo que habilidad, se lanza de lleno a construirlos. Y aunque los puentes resultan casi siempre frágiles y efímeros, las personas caminan sobre ellos, se encuentran, pueden amarse, son felices y se ríen desde lo alto mientras miran, con cierto alienado desdén, a los seres aparentemente tan seguros y tranquilos que permanecen abajo, atados al suelo.

Pero existen también ángeles perezosos que odian la ingeniería e inoculan a la gente su propio recelo hacia este tipo de construcciones. Entonces, la gente se queda quieta, segura y tranquila, se acurruca en sus miedos y mezquindades, permanece en tierra sin ganas de levantar puentes, y al mirar cada tanto para arriba se pregunta, con envidiosa indignación, qué es lo que hacen esos seres aparentemente tan felices suspendidos en el aire.

 

 

*De Alfredo Di Bernardo.

 

 

 

 

 

 

 

 

LA LUNA EN EL ESPEJO*

 

 

No borres nuestros rostros de la heredad terrestre.

Están. Estarán, grabados en la piedra.

Arraigados, en un ceibal, un camalote, un sauce.

Y te nutren, Y te nombran. Y te llaman.

 

No necesitas buscar en espejo de aguas.

Busca el camaleón, las algas, la bruma ardiente.

Sabes por ellos que tu huerto huele a mar.

 

No necesitas saber quién es el hombre que te llama.

Búscalo en el gemido del viento.

En los cartones y en los basurales.

 

Y te duele la puerta cerrada.

Tapiada de cerrazón y adioses.

De mujeres solas y niños tristes.

 

Y el pecho se desgarra y el miedo.

Solo tú has de abrirla.

La llave está oxidada y tus manos tiemblan.

 

Y buscas una señal, una bengala un beso.

Todo se deshace, como un sueño,

La miga del pan. El deseo, Las bridas.

 

Y cruzas ciegamente el vacío y el abismo.

Y la bestia te persigue con sus fauces abiertas.

Un terror del que ignoras su nombre.

 

Y te ahogas una y otra vez y otra.

Hasta que abres la puerta de tus miedos.

Y vuelves a la hormiga y la cigarra,

 

Y encuentras la cuna y el milagro.

La rosa de los vientos y el molino.

Y entiendes.

Hay que mirar el revés de la luna en el espejo.

La luna en el espejo, al revés.

 

 

*De Amelia Arellano. amelia.arellano01@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Mirás hacia el cielo

y ves

tanta minúscula belleza

suelta en el aire:

la diminuta certeza

de que algo

persiste fuera de tu alcance,

se escapa siempre

al empecinado ejercicio de tu razón.

El viento está lleno

de estas pequeñas cosas,

que arden

y se consumen solas,

sin molestar

a nadie,

sin grandes ceremonias.

 

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FORMAS DE NUBES*

 

 

Mirando al cielo mientras paseaba por la playa vio una serie de nubes que se amontonaba en el horizonte. Al observarlas con atención le pareció que una de ellas tenía la forma de un bebé acabado de nacer. Las siguió mirando hasta que le pareció distinguir al bebé mientras era amamantado por una señora que le recordaba a su madre. Aquel perfil anguloso y el moño eran inconfundibles.

Un golpe de aire acercó una formación de cúmulos que parecían un edificio conocido: ¡el colegio donde estudió! Inmediatamente le pareció que en otra veía a Luisa, aquella novia tal alta y espigada con la que probó el amor por vez primera. En la siguiente nube, casi en la línea del horizonte, distinguió a Matilde con dos niños, sus hijos.

Ya no pudo parar y fue leyendo en el cielo la historia de su vida escrita por las nubes. A la vista de todo ello pensó: ¡cuánta razón tenía su madre al decir que era un cielo!

 

 

*De Joan Mateu.

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Es cierto que el arte es un comentario intenso sobre el mundo y que en el fondo lo es sobre esa lastimadura que está en nuestro fondo más íntimo y que ya nos arropamos con ella como si nos protegiera. El mundo es esa lastimadura, disfrazada de imágenes. No hay otra cosa.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

KronoX*

 

 

*Por Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

Las generaciones futuras no recordarán mi nombre (y en el fondo, quizá sea mejor así), pero yo inventé una máquina del tiempo (a esta altura, utilizar el artículo la sería –probablemente- inexacto. Y algo pedante por mi parte). Por otra parte, esta denominación –máquina del tiempo- quizá tampoco sea del todo correcta. El lector juzgará una vez conozca los hechos. Sin más preámbulos, procedo a relatar la historia.

Mi pretensión, en pocas palabras, era crear un nuevo software, capaz de recrear el pasado y actuar sobre él. Sólo virtualmente, claro (o eso me decía a mí mismo, pero la esperanza, esa maldita…). Tardé años en definirlo, en atreverme a postular una ecuación irresoluble. En el transcurso de mis investigaciones hubo altibajos. Tan pronto creía haber hecho un descubrimiento asombroso, como me abandonaba a la desesperación por no sentirme preparado para llevar a cabo tan magna empresa. Una de esas veces, en medio de la fiebre nocturna, producto, sin duda, de una indigestión, soñé o imaginé que el viaje podría ser real y tener lugar en un único sentido –al pasado- y sólo una vez. Es decir: sin regreso.

Al día siguiente, sin embargo, no me atreví a reírme de tal disparate. Algo había en mi planteamiento –algo que no era capaz de recordar y, no obstante, me corroía por dentro. Aun así, no quise pensar más en ello: Tener una única oportunidad me pareció estadísticamente arriesgado. Ese fue un inconveniente que no supe solventar en la vigilia. El desánimo de esas horas posteriores estuvo cerca de hacerme desistir. Luego, pensé que no tenía derecho a renunciar. Tal vez con base en mi proyecto, me dije, alguien conseguiría solucionar ese defecto formal. (Entonces era joven e irresponsable. Lo sé ahora. Sólo descubrimos eso cuando ya es tarde. Un motivo más para implicarse en la invención de mi máquina).

Pero la amargura no desapareció. Durante unos meses, el vodka y los antidepresivos fueron mis más cercanos compañeros. Con ayuda de una mujer cuyo nombre y rostro (me avergüenza confesarlo) se mezclan en mi memoria con otros muchos nombres y rostros, de otras muchas mujeres, todas ellas memorables sin duda, conseguí salir de ese vil estado y retomar mi trabajo.

Comento ahora otro punto sobre el que medité mucho: El ser humano es capaz de darle un mal uso al mejor de los inventos, es sabido. La Historia lo atestigua sobradamente. ¿Debería eso detenerme? La respuesta lógica, racional (más aún si lo pienso ahora, cuando ya nada tiene remedio), hubiera sido: SÍ. Pero el deseo del inventor es impermeable a razones que le alejen de su objetivo. De nada sirve pensar en Hiroshima.

Así pues, emprendí la tarea. Fueron años de caos, esfuerzo, dedicación, fiebre, noches en vela, soledad (porque hube de alejarme de todo cuanto pudiese distraerme de mi meta), multitud de preguntas cuya respuesta sabía informulable, fracasos, depresión y cansancio. Pero lo logré.

Antes de continuar escribiendo este relato de los hechos –o cualquier otro, en cualquier otro lugar-, debería hablarles de la máquina, detallar su funcionamiento, explicar las fases de su construcción… Pero no lo haré. No sé si esta omisión es una especie de escudo ante mi mala conciencia, aunque de sobra sé –ahora- que nada me justifica. Esta narración sólo es informativa. Ni espero ni deseo ser perdonado o comprendido. El perdón o incluso la tolerancia ante mis actos, lo confieso, me parecería injusta.

Voy pues, a los hechos: El día señalado llegó. El momento definitivo –eso creía yo en mi ingenuidad. Me coloqué el casco, programé una fecha y un lugar y presioné el botón Play.

Ese instante se eternizó. Cerré los ojos, asustado, esperanzado, ansioso. Muchas imágenes pasaron por mi cabeza. Muchas posibilidades entrecruzándose, como trenes en la estación de una metrópoli. Respiré hondo y abrí los ojos.

Había funcionado.

Estaba en el lugar y tiempo programados. Con precisión cronométrica. Para esta primera prueba, es obvio, había buscado una fecha lo más próxima posible y un lugar conocido: El día de ayer, en mi taller. En la pared oriental, el reloj marcaba la hora exacta que yo había previsto. Podía moverme, tocar los objetos (el tacto de la mesa me resultó extraño, como si en lugar de madera se tratase de plástico o algún material sintético), oír los sonidos provenientes de afuera. También sentía los diferentes olores. Sopesé tomar un trago de agua; la botella estaba ahí, sobre la nevera. Pero no me atreví. El deseo fue más débil que el miedo. No sabía qué podría ocurrir (Durante la ejecución del programa, uno no es consciente de estar viviendo una simulación. Esa agua, para mí, era real. Pensé que beber de ella podría acarrearme algún efecto secundario indeseado). Sólo fue un acto instintivo, irracional. Seguí moviéndome por la sala. Reconociendo los objetos. Algunos de ellos estaban marcados (para comprobar si la simulación funcionaba, había señalado con tiza roja algunas cosas y luego las había cambiado de sitio) y ocupaban el lugar donde ayer mismo habían estado. Lo maravilloso era la sensación de realidad. Me asomé a la ventanita y pude contemplar el paisaje ya conocido, sólo un poco ensombrecido por las nubes (ayer estuvo nublado todo el día, aunque no llovió), pero tan nítido como en cualquier otro momento. Después de un rato dando vueltas por toda la habitación, satisfecho y moderadamente feliz, decidí regresar (por así decirlo).

Me quité el casco, abrí los ojos. Fui a la nevera y descorché la botella de champán. Es triste beber solo, ya se dijo. Pero me sentía eufórico. A la embriaguez por el descubrimiento, se unió la otra, más concreta: la etílica. Terminé tirado en el sofá, en una posición ridícula e incómoda. En medio de la exaltación y las burbujas, yo tenía un algo removiéndose en mis entrañas y no sabía qué. Lo achaqué a la emoción del momento y me dormí, entreviendo con detalle una sala de variedades parisina que jamás había visitado.

Repetí el experimento varias veces, siempre satisfactoriamente. Al principio fueron “viajes” (los llamo así porque no se me ocurre otra manera mejor) cortos: Unos pocos días atrás, lugares cercanos. Como si esa prudencia fuese necesaria. Como temiendo perderme y previniendo ese azar mediante la proximidad geográfica y temporal. Poco a poco, previsiblemente, extendí el campo de mi experimento. Quise ir cada vez más lejos, tanto en el espacio como en el tiempo. Visité (¿de qué otro modo llamarlo?) Rosario a finales del siglo XX, cuando el Museo de Arte Contemporáneo todavía no estaba ahí. Cuanto más lejos iba, más extraña era la sensación que experimentaba dentro de esa realidad virtual. Cada una de estas recreaciones era como una victoria. ¿Una victoria sobre el tiempo? Creo que mi vanidad no era tanta. Más bien me sentía un jugador inmerso en una partida que no terminaba de comprender. Y ganaba siempre. Embriagado por el éxito, me planteé retos cada vez más difíciles. Fui a Mendoza meses antes de la construcción del Arco del Desaguadero. Y en efecto, no estaba. A Buenos Aires hacia finales del siglo XIX, cuando aún no existía la Avenida de Mayo.

Yo esperaba que al irme alejando en el tiempo, y teniendo en cuenta que los datos suministrados al programa eran, en muchos casos, fotos en sepia y documentos sacados de archivos municipales, no del todo bien administrados –es el caso decirlo-, los objetos, los lugares, irían perdiendo nitidez. Es decir: Se verían como en esas fotos y esas descripciones. Pero (esto debió alertarme) no era así en absoluto. Todo era como debió ser en realidad. Algunos edificios, algunas esculturas, hoy corroídos por la erosión implacable, se veían nuevos, radiantes, en la recreación. Mi juguete cada vez me emocionaba más.

Una tarde de 1876 me encontré paseando por Barcelona. La Sagrada Familia aún era un proyecto en la mente del gran Gaudí. También me aventuré en París, en New York, en Londres, siempre buscando fechas anteriores a la construcción de edificios o monumentos emblemáticos, sólo por el placer de ver cómo fue aquello antes de ser como es ahora (si es que aún puedo pronunciar la palabra ahora sin cometer un terrible anacronismo). Mi ambición me llevó a Granada en el siglo XII, Pisa en el XI y hasta la China anterior a la Gran Muralla. Me sentí colmado. Salí del taller y me di cuenta de que llevaba allí encerrado más de un mes, comiendo mal y durmiendo peor. Pero era feliz.

Decidí dejar de lado mi pasatiempo, al menos durante unas semanas. Ver a unos pocos amigos, salir con una mujer, distraerme. Fue en vano: Dos días más tarde estaba de nuevo sentado en el sillón de terciopelo rojo, con el casco en mi cabeza y viviendo momentos de otro siglo y otro lugar. Me había vuelto un adicto.

Entonces recordé –cegado por la euforia, había llegado a perder de vista el objetivo principal- el motivo que me empujó a emprender este proyecto.

Los hechos capitales en la vida de todo ser humano son pocos. El descubrimiento del amor, la primera visión del mar, la pérdida de un ser querido, un éxito de tipo deportivo o social… En la mía, el hecho trascendental fue una despedida. Ocurrió en el año 1960, en la estación José Ramón Sojo, cerca de Saladillo, en la provincia de Buenos Aires. Era invierno o así lo he recordado siempre. Ahora ya no sé qué pensar. Ni sé si invierno y verano son conceptos diferentes. Ella (una mujer, sí; no podía ser de otro modo. Ya lo dijo Aristóteles) se llamaba Natalia y durante los cuatro años anteriores a ese momento crucial había ocupado cada minuto de mi vida y también de mis pensamientos. Por ello, su marcha me resultó inconcebible. Como un mal sueño del que muy pronto iba a despertar. Desde entonces habían transcurrido más de cuarenta años y la pesadilla continuaba.

Otro, tal vez, se hubiese abandonado a la locura. Yo, en cambio, diseñé una máquina para reparar ese instante del pasado. Si se mira bien, quizá ambas cosas vengan a ser equivalentes, después de todo. Ese fue, es preciso contarlo –por más que la vergüenza me oprima al confesarlo-, el único objetivo de mi invención.

Al pensar con espíritu crítico en ese olvido, no me fue difícil llegar a la conclusión obvia: No es que hubiese olvidado el porqué del experimento. Simplemente, había ido posponiendo el viaje importante. Por miedo, sin duda. Tememos enfrentarnos a nuestros más fervientes deseos, casi tanto como desafiar a nuestras fobias crónicas. Mientras visitaba otras ciudades y otras épocas remotas, mientras me maravillaba ante la visión de lugares que ningún otro ser humano vivo había podido contemplar, ese invierno de 1960 y esa estación casi jubilada (un año después –si la palabra año todavía significa algo para mí- dejó de utilizarse) estaban siempre ahí, esperándome. Como la musiquilla pertinaz que siempre retorna y nos acompaña, sin que acertemos a recordar dónde la oímos o a que hecho va asociada.

La partida de Natalia fue más dolorosa porque me quedó la sensación de haber podido hacer algo para evitarla. No pensé entonces (lo repito, era joven, era inexperto) que tal vez se fue solamente porque ya no encontraba ningún aliciente en nuestra relación. Más bien creí que todo fue culpa mía y, de haber actuado de otro modo, las cosas se hubieran arreglado y la tan amarga separación nunca hubiese tenido lugar. Por eso, debía volver. Para saber. Siempre queremos saber, encontrar una respuesta, aun cuando sepamos que ésta no va a ser satisfactoria. Me obsesioné con esa idea en el pasado. Después no sé. Quizá simplemente actuaba por inercia. O por obstinación.

Había llegado, pues, el momento: Con ansiedad, con temor, introduje la fecha y las coordenadas de la estación. Pulsé el botón. Esperé. Abrí los ojos. Natalia estaba a pocos pasos, mirándome, como extrañada.

Sentí que estaba de nuevo allí. Reviviendo –en toda su magnitud- el momento atroz de la despedida. Me acerqué a ella, pronuncié algunas palabras –imposible recordar cuáles desde este presente borroso, si presente es la palabra, si recordar es el verbo-. Ella –igual que entonces- meneó la cabeza a izquierda y derecha un par de veces. En sus ojos se apreciaba el dolor producido por esa negativa inevitable. Regresé. Abatido, con el peso de los muchos años transcurridos oprimiendo mi corazón. Desolado. Bebí, dormí. Después amaneció y volví a intentarlo. El resultado fue idéntico. Aplaqué mi decepción con otros viajes, pero cada mañana volvía a ese invierno, a esa estación, a Natalia negando, al tren moviéndose, lento, sobre las vías, iniciando el viaje sin retorno.

El dolor por esa separación multiplicada, no me dejó ver, al principio, otro detalle más atroz. En alguna parte había leído que todo acto conlleva consecuencias que ni alcanzamos a sospechar. Yo había actuado, sin saberlo, de forma imprudente. Pronto iba a darme cuenta.

El primer indicio me causó perplejidad. Fue en una cafetería, a media tarde. Estaba leyendo el periódico cuando mis ojos se posaron en una imagen: Era París y el lugar de la Torre Eiffel estaba ocupado por un edificio de ladrillo claro. Alrededor todo tenía unos colores mortecinos. Parpadeé un par de veces, incrédulo. Examiné la foto con atención. No había dudas: Ése era el sitio de la Torre y no estaba. Supuse que se trataba de una imagen trucada; ahora todo el mundo maneja programas de retoque fotográfico. Pero ¿en el diario? No me quedó otra que leer todo el artículo, para averiguar el motivo de esa usurpación. En vano. No había allí la menor explicación. Me encogí de hombros. Ni siquiera me dio por pensar que yo tuviese algo que ver con tal misterio.

Unos días más tarde, escuché una conversación en el metro. Eran dos hombres y hablaban en voz muy alta; era imposible sustraerse a sus palabras. Todo el vagón fue testigo de la discusión. Ésta versaba sobre política y en ella se mencionaba el nombre de algunos dirigentes de países vecinos. No reconocí ni uno solo. Tampoco esto me pareció relevante, porque no suelo prestar mucha atención a las noticias relacionadas con asuntos políticos. No era extraña mi ignorancia acerca de tales nombres. Pero mentiría si afirmase que ese desconocimiento no me causó cierto desasosiego. Podría ser simple desidia, pero tal vez otra cosa. En mi estómago se cocía una verdad que no estaba dispuesto a admitir sin resistencia.

El hecho definitivo, el que me abocó a esta sinrazón que hoy es mi vida, fue algo en apariencia trivial: Marqué el número de mi amigo Celso, a quien llevaba tiempo sin ver, y una voz agria me respondió que no había allí nadie con ese nombre. Revisé mi agenda. Volví a marcar, uno a uno, los números allí anotados. Con sumo cuidado, para no equivocarme. La misma voz. Esta vez acompañó la negativa con un insulto. Desistí. Conjeturé un cambio de número, nada más lógico. Llamé a información telefónica y pregunté: Nadie así llamado tenía vinculado un número de teléfono en toda la ciudad, ni siquiera en la provincia. ¿Deseaba consultar la guía nacional?, me preguntaron. En otras circunstancias, me hubiese mostrado irónico y dudado de la eficiencia del operador que me suministró la información, tal vez hubiera insistido o vuelto a llamar, por ver si esta vez daba con un telefonista más eficaz. Pero de pronto, la verdad me explotó en pleno rostro: En mi ventana, el paisaje no era el de siempre. No supe precisar qué era, pero no hizo falta: Algo no era igual, algo había cambiado. Las imágenes, las palabras, se agolparon en mi cabeza. Esta realidad ¡cómo admitirlo! era otra.

Salí a la calle, poseído por la fiebre. A causa de mi despiste, no me había dado cuenta antes, pero era cierto. Nada estaba en su lugar. Me pregunté cómo, cuándo, qué… pero ni siquiera atinaba a formular las preguntas. Todo era demasiado inverosímil. Un tipo que no reconocí me dio un abrazo en la entrada a un pasaje que nunca había visto. En un cine daban Terciopelo azul, pero en los carteles, el director no era David Lynch. Recorrí la ciudad hasta el cansancio. Quizá era sólo eso lo que buscaba: Agotarme hasta caer rendido, evitando así el caos reinante en mi mente.

Caminé y bebí. Hice preguntas estúpidas, sólo para comprobar que las respuestas no eran las ya conocidas por mí. En algún momento quise creer que todo era un complot de mis conciudadanos para volverme loco. Llegué a casa -¿De verdad podía aún llamar casa a algún lugar?- y me dejé caer en el sofá.

La frontera entre el mundo virtual y el llamado, tal vez erróneamente, real, es más fina de lo que jamás hubiésemos sospechado. Sabemos que son posibles múltiples mundos virtuales, por así llamarlos. Pero nunca imaginamos que pudiesen combinarse o invadir el mundo real. Yo ¡irresponsable! lo había hecho. Al despertar lo vi claro. Cada recreación erigía una nueva realidad -o una nueva ficción, ahora ambos términos vienen a ser sinónimos- y yo iba saltando de una a otra sin percibirlo. Me pregunté si en verdad estaba mirando el río desde mi ventana o permanecía sentado en el sillón, con el casco puesto y buscando una salida.

Desde entonces –y ahora la palabra entonces ha perdido su significado, lo mismo que la palabra ahora- vivo recreando esa escena ocurrida en la estación, sin impaciencia, porque la verdad desplegada ante mis ojos –la coexistencia de múltiples vidas (o reflejos)-, me dice que hay una esperanza. Y sueño con Natalia cambiando ese gesto de negación. Sueño su sonrisa y su mano aferrando la mía, sus palabras diciendo que todo es aún posible, sueño ese tren partiendo sin ella…

Sólo una cosa me inquieta: Si eso llega a suceder, ¿Tendrá esa Natalia algo que ver con la original? ¿Será la misma de quien tanto tiempo estuve enamorado? Y yo mismo: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Soy acaso aquel que sufrió la decepción y el abandono? ¿El autor de estas líneas? ¿La misma persona que proyectó la máquina? ¿O sólo el fantasma de alguien, vagando por dimensiones infinitas y haciéndose preguntas sin respuesta?

 

 

 

 

 

 

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