EDICIÓN MAYO 2022
*Dibujo de
Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com/
*
No hay
porque correr
si no hay
lugar a donde ir,
en este
saberse árbol
y besar el
músculo de la tierra
Siempre te
amaré,
y no digo
más que los pájaros
cuando
rumorean la llegada de la mañana,
y no digo
más que el agua clara
cuando
gota a gota pretende río
No hay
lugar a donde ir
Si no hay
porque correr,
porque la
casa se echa sobre nuestros huesos
y somos
eso
para lo
que nacimos nacer
Siempre te
amaré,
y no digo
en el desvelo de las camas
cuando la
mañana es una noche
que no se
supo dormir
y no digo
el ruido seco en la palabra
cuando no
hace falta porque yo sé
No hay
lugar donde correr
siempre te amaré
*De Marcela Lokdos.
Posibilidades*
cuando era
niño pensaba
que había
dos posibilidades
se era
árbol o se era viento
cuando era
niño pensaba
*De Jorge Montenegro.
-Jorge Montenegro nació en Córdoba en
julio de 1959. Es actor, director, pedagogo teatral, dramaturgo y escritor.
Autor del poemario Cuando era niño no
era del todo normal (Cave Librum, 2021)
La abuela*
Mi
recuerdo principal sigue en su mano.
Su mano
que alguna
vez en el siglo pasado
fue
melodramática y carnal,
y que pasó
del mar directamente a la cocina
para
encender el fuego y convertirse
en
vanguardia inteligente
de una
conciencia de lo justo; cargando
con las
trifulcas y disgustos de la familia,
arropando
a los que dormían inquietos en invierno,
desafiando
el luto
con la
aceptación de todo lo que sucede,
sabiendo
que lo torcido y lo derecho
terminan
por enfilar en un solo rumbo.
Su mano
respiración
y poder articulados
entre
objetos sabiamente sometidos,
y yo, que
llegué cuando cerraba por última vez el horno,
para
decirle que nada hay más hermoso que un huevo
ni más
vivo que una mano de abuela en la cocina.
*De Joaquín O. Giannuzzi.
-Fuente: Joaquín O. Giannuzzi Obra Poética.
EMECE. Bs
As. 2000
Buscar los cimientos*
Un monje tibetano camina por un
típico sendero tibetano, y un tibetano yak se despeña sobre su cabeza, grande,
peludo y oloroso. El monje no se inmuta, no se corre, espera con imparcial
tranquilidad su destino de muerte o salvación, pues sabe que de todas maneras
ese no es el fin ya que tarde o temprano va a reencarnar. Eso es fe, eso es
creencia.
Pongo tres cucharaditas de azúcar en
el café con leche, y con absoluta calma sorbo el líquido sin sorprenderme de
que sepa dulce. Tengo fe en que el azúcar endulza, así como, cuando apoyo el
lápiz sobre una hoja de papel y lo arrastro, no me llena de emoción constatar
que una línea negra ahora se ve nítidamente sobre la blancura ya no impoluta de
la hoja. Tengo la creencia firme de que el grafito sirve para dibujar, y esa fe
no se contrapone a otras certezas, las cuales se me imponen como evidentes y a
las cuales no considero necesario probar con postulados o argumentos lógicos.
Quien cree en un dios que lo vigila
todo, todo, todo el tiempo, no podría realizar el mal si esa creencia fuese tan
estructural como la de que si da un paso en el vacío se cae. Nadie al borde de
un precipicio dará el paso excepto que haya decidido suicidarse. Quien dude de
que realmente va a caer y no flotará es que tiene un problema psiquiátrico,
aunque nos gustaría poéticamente suponer personas capaces de aletear como
mariposas o desplazarse como nubes ociosas por sobre vertiginosos acantilados.
Quien cree en un dios observador
juzgando cada acto, no tiene otra opción que la santidad. Y no sólo por el
temor a un cruel infierno, sino por no defraudar a ese ser inconmensurable que
se digna a mirar con tanto celo a su creatura. No se puede hacer otra cosa que
lo que manda la propia creencia. Si creo que el suelo es sólido, entonces puedo
caminar; si considero digno de fe que el sonido se mueve por el aire y llega
lejos, puedo gritar que el agua está muy caliente para que bajen un poco el calefón;
de otra manera debería ir probando prudentemente con un palo la densidad de la
acera antes de dar un paso, y salir envuelta en una toalla para bajar el
calefón por mí misma, ya que probablemente ninguno de los diez parientes y
cincuenta amigos reunidos en mi casa pueda oírme.
Lo curioso es que se puedan creer
cosas que se chocan entre sí o se pisan las vestimentas. Se habla del karma
junto a la resurrección de la carne, se postula el feminismo escuchando
canciones que otorgan a las mujeres el epíteto de perras, y en general, hay una
compartimentación extraña de las opiniones que excusa el ejercicio de la
lógica.
Actuar de acuerdo a lo que
sinceramente se cree no asegura verdad ni bondad. La Inquisición, el tercer
Reich, los regímenes totalitarios suelen exponer una sólida trama de postulados
entrecruzados, firmes y absolutamente desdichados. Nada nos asegura estar en la
senda correcta o que efectivamente exista una senda que sea la correcta. Pero
sin embargo, sería bastante afortunado y acaso deseable que ejerciésemos de a
uno y preferentemente de a millones la humana posibilidad de reflexionar,
validar medianamente nuestros conocimientos y escoger la coherencia.
Cuando un nene se ilusiona con el
Ratón Pérez aunque los ratones le den pavor, es porque ni cree verdaderamente
que un roedor venga a hurgar debajo de su almohada, ni deja de creer en la
moneda que hallará por la mañana. Es tierno y simpático que el chico crea y no
crea a la vez, pero sería bueno que crezca y acomode la estantería, ya que un
hombre de cincuenta años esperando que Papá Noel venga a levantarle la hipoteca
es pura tontería.
Ser coherente es todo un desafío y
acaso pueda verse como el anhelo de alguien de espíritu seco, carente de
imaginación. Es casi imposible ser consecuente con lo que advertimos como la
realidad y nuestra percepción de cómo es, cómo debería ser, cuáles son nuestras
responsabilidades al respecto. No lo sé, tengo pocas certezas, una miríada de
dudas y extensas constelaciones de preguntas, pero siento en la punta de los
dedos y la boca del estómago una cosa extraña frente a la falsedad. Creo, al
menos lo creo hoy, aquí y en este momento, que es razonable la tarea de barrer
hojarascas dejando ver el suelo sobre el que trazaremos algún recorrido.
* De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Miro a los chicos
que juegan en la plaza,
tibios por el sol del mediodía.
Corren detrás de una pelota,
un relámpago rojo
entre las hojas amarillas.
Una cabeza enmarañada se detiene.
Observa
el reposo de una piedra sobre el pasto.
Se inclina,
y con devoción de arqueólogo despierta
a la hierba que moría dulcemente bajo el
peso.
Lo miro,
mientras corre otra vez hacia la infancia.
No sabe
que ha cambiado el mundo para siempre.
*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com
- Mariana nació en General Belgrano,
Provincia de Buenos Aires. Actualmente vive en City Bell. Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La
Magdalena 2014). Jardines, en
coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015) La hija del pescador (La Magdalena, 2016). Piedras
de colores (Proyecto Hybris 2018). El
orden del agua, GPU Ediciones (2019)
-Su libro MADURA, ha sido editado por Editorial
Sudestada (2021)
-Coordina Microversos, talleres de exploración
literaria.
Sobre los desconocidos-a-medias*
*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Con la
gran cantidad de personas que hay en el mundo es previsible que sean cada vez
más los desconocidos con los que nos podemos topar en cualquier momento. Esto
es muy evidente en las filas atestadas para entrar a un insulso restaurante o
en la pérdida de asientos disponibles en el transporte público. Un desconocido
es un ente anónimo, el sonido leve de unos pasos o una oscura silueta en el
cine. Es perturbador pensar las cosas en común que podemos tener con aquel
hombre que está sentado en una banca del parque o con aquella mujer que espera
la señal del semáforo para cruzar la calle. Si uno es paranoico los afables
personajes que desfilan por nuestra ventana pueden ser potenciales asesinos,
criaturas macabras dispuestas a asestarnos una puñalada en cuanto les demos la
espalda. Nuestro delirio no es gratuito y sus orígenes son, para algunos,
atávicos: miedo al extranjero que te puede contagiar la peste; miedo al
trashumante que te arruina la vida con un hechizo.
Hay otra
clase de desconocidos, desconocidos-a-medias, personas que sólo hemos visto una
vez, quizás en una fiesta o en la fila de un banco y con las que quizás
intercambiamos un saludo de cortesía o hicimos el consabido comentario sobre el
clima. Estos encuentros se archivan en la memoria pero pronto se pierden en el
tiempo. No hay nombre, sólo un vago rostro acompañado de alguna inútil
referencia. El desconocido-a-medias se interna en las calles y recupera su
saludable condición de anónimo. El problema es cuando, semanas después, lo
vemos en un centro comercial o caminando en la misma calle que nosotros. ¿Qué
hacer? Si lo ignoramos nos puede catalogar como individuos con poca educación y
si lo saludamos corremos el riesgo de no saber qué decir. ¿Reciclar la charla
anterior? ¿Estrechar la mano y esperar que él tome la iniciativa? La decisión
que tomemos puede derivar en el ridículo o en resolver el dilema con solvencia.
Entonces sucede lo que tememos: aquel desconocido-a-medias se acerca desde el
otro extremo de la calle y ya es demasiado tarde para evitarlo. Nuestra mente
se pierde en laberínticas suposiciones. Nos estrecha la mano mientras apenas
balbuceamos un saludo. Un segundo se extiende y parece no acabar. Quizás el
ruido del tráfico funciona como un elemento al cual aferrarse. Quizá, después
del saludo, intentamos un esbozo de sonrisa que nos hace sentir tontos. Pronto
el tiempo parece recuperar su velocidad normal y, de manera inesperada, el
encuentro termina sin que sepamos, a ciencia cierta, lo que dijimos: si la
inercia nos condujo a algún comentario ingenioso o, por el contrario, abundamos
en lugares comunes que fueron escuchados, no con poca condescendencia, por
nuestro interlocutor.
Lo que
tampoco sabemos –acaso en ese momento lo comenzamos a sospechar– es que ese
desconocido-a-medias entra en otra categoría que no acabamos de entender y que
escapa a clasificaciones fáciles. Sin embargo, tenemos la inquietante certeza
de que un nuevo encuentro está acechando a la vuelta de la esquina: cada cruce
de miradas, cada saludo de cortesía en el banco o cada compra pueden engendrar
un desconocido-a-medias que echará a andar el ciclo de probabilidades hasta que
nos los topemos ahí, en la misma calle, y quizás lleguemos a la conclusión de
no salir más de casa para evitar ese ejército que está dispuesto, en todo
momento, a incomodarnos.
*Fuente: https://mulablanca.com/sobre-los-desconocidos-a-medias/
-Alejandro Badillo. (Ciudad de México,
1977)
Es autor
de los libros de cuento Ella sigue
dormida (Tierra Adentro), La
herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas
volátiles (BUAP), Tolvaneras (SC
Puebla), El clan de los estetas
(Universidad Veracruzana. Premio Nacional
de Narrativa Mariano Azuela) y las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta) y Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo).
Recientemente
ha publicado:
“La Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
“Reconstrucción” (novela) Ediciones EyC. -2021-
*
Una de las cosas que más me aterran es la
paranoia creciente ("piensa mal y acertarás") dada por el hecho de
que siempre estamos a la defensiva, imaginamos algo malo del otro, pero lo más
grave es que no averiguamos, lo damos por hecho. Con este modo primitivo de
pensar, no salimos de la selva, ayudamos a la difamación, y nuestra vida entera
y relación con los demás es un malentendido continuo. Y "como si esto
fuera poco, por el mismo precio" nos estresamos cada vez más, ayudamos a
la confusión y al daño general.
*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Estación Juan Tronconi*
Como
consecuencia de un desastroso año escolar, a los 14 me enviaron a la casa de mi
abuela en las vacaciones de verano. Era el exilio: un paraje desconocido en el
centro de la provincia, cerca de Roque Pérez, en donde lo único que se destacaba
era la estación de tren Juan Tronconi.
Yo estaba
convencida de que era un castigo, pero en realidad había sido la solución
desesperada que se le ocurrió a mi madre: Las peleas con su esposo eran cada
vez más frecuentes y violentas y quería alejarme de ese ambiente hasta que
encontrase alguna salida. En esa época
la casa de mi abuela era como el desierto. La única posible diversión:
televisión con un solo canal, que caprichosamente nos obligaba a mirar lo que la
repetidora transmitía. Por suerte encontré
los libros que mi madre había comprado en su adolescencia, lo que me dio un
poco de esperanza.
No sabía
quién era Juan Tronconi. Pensaba que era un prócer, un militar o algún
ingeniero relacionado con trenes, pero después me contaron que había sido el
dueño de las tierras en donde estaba la estación, un inmigrante que llegó a
fines del 1800 y tenía una fábrica de chacinados. El tren había dejado de pasar
ya hacía varios años y con él se había ido también el poco movimiento que tenía
el lugar. Un conocido de mi madre me había dejado en la estación, desierta en
medio de altos pastizales y me indicó el camino, al costado, por una calle de
tierra.
Mi abuela
vivía sola y estaba enferma. No tanto como para internarla, pero sí como para
haber suspendido varias de sus labores domésticas y prolongar sus descansos en
la cama.
Su casa
había enfermado también, Húmeda, oscura, silenciosa. Desde el día en que llegué
empecé a abrir las ventanas para que entre el sol. Todas las mañanas, él le
daba un poco de vida a los muebles gastados, las cortinas añejas y vetustos
retratos familiares. Si no hubiese
tenido 14 años tal vez me hubiera deprimido el imaginar todas las vacaciones en
aquel lugar, pero mi curiosidad siempre me había ayudado en situaciones y
lugares difíciles.
Pocos
vecinos tenía mi abuela: dos o tres casas, a más de 50 metros de la suya. Por
supuesto, no pasaba nada interesante en ese lugar. Me di cuenta con sólo
verlo. Pero en una de las casas vecinas
algo me había llamado la atención. La ventana de la cocina de mi abuela daba a
su patio, en donde cuatro o cinco durazneros estaban totalmente florecidos. Los
primeros días me maravillaba verlos, mientras tomaba mi café y corría la
cortina para que entre el sol. No había visto nunca, en mi ciudad, algo tan
hermoso. Mi abuela notó esa fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a verlos. No durarán mucho”. Mientras la escuchaba, pensé cómo podía
obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el jarrón de nuestra
mesa.
Ese día
fui caminando despacio hasta el tejido de alambre que nos separaba del vecino y
me quedé mirando los árboles. No había una sola hoja en los durazneros. Sólo el
rosa indescriptible de las delicadas flores que cubrían las ramas.
Alguien
salió de la casa y se acercó. Era un muchacho un poco mayor que yo, como de 16
años. Alto, delgado, moreno. Le pregunté si podría darme una ramita y cortó
varias. Cuando me alcanzó ese precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos
negros. Le pregunté su nombre y él el
mío y nos saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.
Una tarde,
harta del aburrimiento, salí a caminar. Mi abuela se había acostado y yo sabía
que hasta las cuatro, hora en que empezaba la novela, no se levantaría. Ella me
había hablado de una enorme planta de tunas que estaba al lado de la estación
Juan Tronconi y fui a buscarla, para ver si podía conseguir algunas.
El sol
ardía. Caminé un buen rato por ese monótono terreno: pastos secos, unos pocos
arbustos, algún pájaro solitario, hasta que llegué a la desolada estación de
tren. Algunas de las tablas del andén
estaban rotas y la pintura de los bancos ya no brillaba. Pero todo parecía haber
quedado en suspenso. Hasta el viejo pizarrón en la pared donde se anotaban los
horarios del tren estaba intacto.
Ahí lo vi.
El muchacho de los durazneros apareció por el otro lado del andén, como si
estuviese esperándome. Me contó algunas
cosas sobre la estación. Él era muy chico cuando el tren dejó de pasar y sólo
recordaba su silbato. Me relató también que poco a poco la estación había ido
agonizando, sin gente, sin vida. Un antiguo empleado del ferrocarril iba una
vez por semana a controlar que todo estuviera en orden y que nadie hubiese
violentado el cuarto de depósito, él único que estaba cerrado y contenía papeles, muebles y algunas
máquinas y herramientas que esperaban un
destino aún incierto, como un museo o su destrucción.
Recorrimos
todas las dependencias de la solitaria estación. Algunos lugares ya tenían
moho, telarañas y habían sido visitados por gatos o perros sin dueño, buscando
albergue o comida. Matas de gramilla y Dientes de León asomaban entre las
baldosas. Aun así, era un hermoso lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero
Manuel me tranquilizó: Si estuvieran, se esconderían o escaparían al oír
nuestros pasos.
El último
cuarto al que entramos era pequeño y estaba totalmente vacío. Sus paredes
habían sido pintadas de color verde oscuro, como las columnas del andén y por
lo reducido y apartado pensamos que tal vez sería la oficina del Jefe de
Estación o algo así. Había un ligero aroma dulzón; parecía imposible que
hubiese quedado en las paredes tantos años.
Cerré la
puerta y puse el pasador y le tendí la mano. Manuel vino hacia mí.
No
habíamos planeado nada, ni siquiera hablamos. Sus manos, su boca, todo su
cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La calidez de nuestro aliento decía todo. El
abrazo era un discurso, el corazón estaba en la palma de nuestras manos y se
deslizaba por la piel, enrojecida por el implacable sol de la siesta. Nos encontramos allí así, sin saber qué
hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni prometer. ¿Hay amor más honesto que ése?
Así
pasaron varias semanas. Él observaba el movimiento en la estación y el día
después de la inspección del encargado ataba una cinta en la más alta rama del
más alto de los durazneros, que ya estaban cubiertos de hojas verdes y frutos
dorados.
Nadie lo
sabía, nadie lo imaginaba. Jamás podría llevarlo a mi casa, presentarlo a mis
amigas. No era un “buen candidato”, como decía mi tía. Ni siquiera era un
candidato. Sin pasado y sin futuro. ¿Qué importaba? Entre mis manos, adentro
mío, no era lo soñado: era lo real.
A fines de
febrero nos descubrieron. Estábamos en el cuarto, casi dormidos. Yo había
estirado mi mano para secar el sudor de su cara cuando escuchamos pasos y el
ladrido de un perro. Con urgencia nos vestimos, mientras el picaporte subía y
bajaba furiosamente y los golpes en la puerta sacudieron el silencio de la
estación.
Manuel
abrió y el hombre, empuñando una escopeta, nos miró con asombro. El disgusto en
su cara era notable. Manuel lo encaró cortante “No haga nada, don. No
volveremos aquí”. El hombre había
descartado ya la posibilidad de que fuésemos ladrones y me miró con enojo.
Asustada, recurrí a su comprensión:
-Por
favor, no diga nada. Mi abuela es una mujer mayor y podría afectarla este
disgusto…
Nos salvó
que mi abuela era la curandera del lugar. Había aliviado durante años los
empachos y mal de ojo de casi todos los habitantes de la zona y muchos le
debían favores y gratitud.
Con la
promesa de no volver a acercarnos a la estación Juan Tronconi, nos dejó ir.
Nos
despedimos unos metros antes de llegar a casa, todavía conmocionados por el
suceso. Ví un lamento en sus ojos oscuros, pero me acercó hacia él por última
vez con ese brazo que tantas veces había envuelto mi espalda, que me había
sostenido vibrante cuando lo amaba.
No lo vi
más. A los pocos días volví a mi ciudad, a comenzar un nuevo año de escuela, a
las interminables peleas domésticas, y a las pavadas de mis compañeras.
Unos meses
después murió mi abuela. Mi madre viajó sola hacia allá y la enterró en el
cementerio de Roque Pérez.
La casa se
vendió al poco tiempo, con los muebles y lo poco de valor que había adentro. Mi
mamá trajo algunos libros, fotografías y otras cosas que no tuvo la frialdad de
regalar o tirar. Ese año se separó finalmente de su marido y nos fuimos a
vivir, las dos solas, a un departamento más chico.
Diez años
después volví a Juan Tronconi.
Acababa de
comprar mi primer auto. Usado, por supuesto. Recién hacía diez meses que
trabajaba y había abandonado la facultad definitivamente. Manejé mucho más de
lo que pensaba. Había olvidado lo lejos que quedaba el paraje, la casa, la
vida, en Juan Tronconi.
Llegué a
la estación, más abandonada que nunca.
Maderas despintadas, tejas salidas, algunos vidrios rotos. El tiempo y la tristeza me recibían
Apoyé mi
cabeza en el volante y suspiré. ¿Qué pretendía? ¿A qué había ido hasta allí? ¿A
buscar qué? ¿Qué intentaba recuperar?
No sabía
su apellido, ni si aún vivía en ese lugar, ni si seguiría siendo el mismo. Yo
misma había cambiado. Diez años en los que me habían pasado montones de cosas.
Era diferente por dentro y por fuera. Sin embargo, algo que no podía explicar
seguía agitándose en mi pecho.
Ya estaba
allí. Había manejado tanto, planeado el viaje tanto tiempo antes, no podía
volver sin intentarlo.
Bajé del
auto y caminé.
El barrio
había progresado poco, nuevas casas se asomaban. No muchas, pero ya no era
tanta la distancia que separaba un vecino del otro, La casa de mi abuela había
sido pintada de amarillo, le habían agregado otra habitación y una cerca. Me
estremeció un poco verla así y saber que no podía entrar, que era una extraña
para los que vivían allí.
La casa de
Manuel…ya no existía.
En su
lugar habían construido un galpón bastante grande, que albergaba una pequeña
fábrica de cordones y soguines. No estaba la casa, ni la pirca, ni los
gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían dejado uno solo de los durazneros.
A quienes
pregunté no supieron decirme nada de la familia, ni lo que había pasado con
ella. Eran gente nueva en el lugar.
Volví al
auto y arranqué, en sentido contrario, hacia mi ciudad.
No quería
llorar, no quería pensar. “No durarán mucho”, dijo mi abuela. Los durazneros,
Manuel, no sufrirían ya el paso del tiempo. Estarían florecidos para siempre.
La
estación Tronconi fue quedando cada vez más pequeña en el espejo, hasta
convertirse en un punto difuso, lejano, al que no volvería nunca. Un sitio que ya no pertenecería al paisaje de
mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin mapas, sin datos ni
palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.
*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
Próxima estación por antiguo ferrocarril
Midland:
LIBERTAD.
-Final del recorrido literario por el
Ferrocarril Midland-
En Libertad, la antigua sede de los
talleres ferroviarios estará terminada la aventura literaria del antiguo
Midland. Desde Marinos –una estación relativamente joven- hay un tren real –el
Belgrano Sur- que puede recorrerse hasta Aldo Bonzi en el tramo original del
Midland para continuar por las vías que fueron alguna vez del Compañía General
Buenos Aires hasta la estación Sáenz.
Queda
renovada la invitación a participar en las últimas estaciones del Midland. Que
la utopía del tren literario no se detenga y haya fuerza demencial literaria
para seguir adelante con el extenso recorrido del Provincial. El cierre del
Midland se acompañará en sucesivas ediciones con escritos de los amigos que han
participado en esta hermosa aventura.
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