EDICIÓN SEPTIEMBRE 2024.

 


*Foto de Eduardo Francisco Coiro.

 





 

 

1*

 

Ese viento que te tocó la cara

¿Cae?

¿Cae y vuelve a subir?

¿Con qué piedras golpea,

con qué historia?

Ese viento que ahora mismo

mueve una flor frente a tus ojos,

ese viento, digo,

qué se lleva

y qué te deja puesto

que no sepas.

 

*De Valeria Pariso.  valeriapariso@outlook.com

-Poema 1 de “Triza”.

 

 

 

 

 




 

 

 

*

 

Las botellas lanzadas al mar, con desesperadas peticiones de ayuda, nunca llegan a su destino. Las sirenas atrapan esos mensajes y los leen pensando en las fantasías de un extravagante escritor. Después duermen y, mientras lo hacen, sueñan con la soledad, con islas desiertas y con las peripecias de aquellos personajes imaginarios.

 

*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El orfanato*

 

Cuando salí del orfanato, al cumplir la mayoría de edad,

me encontré tan solo cómo en mí infancia y sin nadie en el mundo.

Ahora fabrico mí propia compañía, sueños diminutos.

Miniaturas que caben en tu corazón.

 

*De Andrés Bohoslavsky. vladimirbeat@yahoo.com.ar

Septiembre 2024.

 

 

 

 




 

 

 

Arqueología *

 

Aquellas cosas han quedado disgregadas,

desencajadas, semiocultas o disminuidas,

las mismas de antes y en el mismo sitio,

ellas también han conocido la impiedad

del abandono que mutila y descompone.

El recuerdo las ha movido y deformado,

y para el ojo ajeno son casi inentendibles,

ya vacías de nosotros que si volviéramos

sólo veríamos ruinas íntimas y negadas,

incompatibles y contrarias a un rescate.

Pensar que eso ha sido nuestro pasado

cotidiano y constitutivo nos hace dudar

si somos sólo espectros con memoria

o una especie de fósiles que caminan

en un paisaje original ya extinguido.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 



 

 

 

 

 

 

FLORECIDO*

 

La había arrancado de su vida como se arranca a un yuyo indeseable del jardín. Con la misma brutalidad en el tirón, tratando de arrancar la raíz de cuajo. Sin sentir nada. Al otro día, justo al otro día. Plantó en su lecho a una muchacha bella como una azalea. Ella se marchó prontamente sin echar raíces en su vida.

No se quedó quieto. Siguió plantando mujeres que se marchitaban antes del amanecer. Nadie pudo crecer ni florecer. Su vida era un jardín desierto al que regaba inútilmente antes de anochecer. Hasta que percibió esos movimientos adentro. Esos pujos que sintió por todo su cuerpo que se ramificaban de noche a día con la velocidad implacable de la naturaleza. Eran la luz y esa tibieza que anuncian una primavera cercana.

El hombre vio su rostro a la siguiente mañana en el espejo. Comprendió lo que sucedía. No había logrado extirpar bien las raíces.

Los brotes se abrían paso por sus poros a punto de estallar en flor.

-Rogó que sean al color de aquellos ojos.

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

RITO DE PASO*

 

 

*De Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

 

I

  

Miro la carretera. Desde hace varios minutos no pasan autos. Algunos matorrales espinosos en las orillas. Bajo las botas, el asfalto, un caldero. Después de caminar un rato el mundo se vuelve amarillo y el cuerpo, como vela, se consume. No sé cuánto tiempo llevo caminando. En mi cabeza sólo hay fragmentos: la sombra de un árbol, la tormenta de luz que evade las cortinas, los zapatos a un lado de la cama. El alboroto del polvo alrededor de la casa. La hojarasca. Siento el peso de mis manos. En la mañana las miré, pálidas y flacas. Las llevé a la luz. Ahora cuelgan a los lados, como ramas secas. Ayer soñé que caminaba en la carretera. Soñé que sus orillas estaban sembradas con perros muertos. Todos amarillos, como flores. Miraba con interés los carcomidos huesos. Moscas buscaban guaridas en ellos; las habilidosas hacían fiesta con sus aleteos. La imagen de los esqueletos me despertó. Medio ahogado por el sudor me levanté de la cama. La madrugada aún pesaba en el cuarto. Pensé que, en medio del llano, la soledad me estaba cambiando. Como suave veneno. Como un secreto guardado largo tiempo. Apenas amaneciera iría al pueblo.

Camino en la incandescencia. A la distancia los árboles. Cuervos lustrosos de sol, en sus ramas. Extiendo el brazo y mantengo el pulgar arriba. El gesto es sólo un consuelo porque no pasan autos. Como en el sueño el camino es desierto y nada hace ruido, ni los cuervos, ni las piedritas que el viento empuja por el llano. En la carretera sólo fantasmas. Mi figura empecinada, hundida en el resplandor, única habitante, entonces.

 

 

 

 

 

II

 

 

Una camioneta se detiene. Un hombre gordo se asoma por la ventanilla. Sus ojos son como los de los peces, cansados de mirar las mismas cosas. Las horas muertas, quizá. El lento latido del tiempo.

—¿A dónde va?

—Al pueblo

El hombre sonríe. El sol le baña los ojos. Por un instante me pierde de vista. Mueve torpe la cabeza, ciego de sol. Busca entre incandescencias mi rostro. Al fin, cuando me encuentra, me dice:

—Entre, parece que está penando.

Subo a la cabina. En la nariz un olor a quemado. Espero humo entre nosotros, densos nubarrones. Sin embargo nada ocurre. Al hombre le brilla, como pavesa, la calva. Densas gotas de sudor le brotan en ella. Se le derraman en las cejas. Entreabre la boca. Imagino la desolación de los dientes, los afilados colmillos.

—Puros fantasmas en el pueblo ¿no? —me dice

—Me levanté con ganas de ir —le confío.

—Nadie quiere ir.

—A lo mejor hay mujeres, algunos perros.

El hombre suspira.

—Allá usted, sólo tengo que informarle una cosa.

—Dígame.

—Antes del pueblo, voy a una casa, ¿le importa?

 

 


 

 

III

 

 

El hombre se aplaca con una mano los bigotes, mira sus uñas mientras maneja; también el infinito, allá, en el borde de la carretera, desmoronándose entre los matorrales. La camioneta rechina. Vibra el volante, la palanca de velocidades, el cuarteado espejo. En la cabina baila el polvo. Un rosario golpea, como obsesiva mosca, una y otra vez, los cristales. Nuestros ojos esperan nubes. Las nubes, desde hace tiempo, malabares de la mente, trucos de magia para inocentes. El hombre me dice:

—Ya mero llegamos, no desespere.

—No se preocupe, no tengo prisa.

Intento añadir algo pero las palabras se me atoran en la boca. A veces las voces empeoran las cosas. A veces sólo puedo mirar. Y el aire tibio llega a mi rostro y su mano comedida me seca los labios. La mirada del hombre abandona el camino. Pone los ojos a volar. Los lleva, leves, a sus ensoñaciones. En su rostro, de repente, una sonrisa

—¿Qué opina? —me dice el hombre sin mirarme.

—¿De qué?

—Del pueblo.

—No sé, hace mucho tiempo que no voy

—Por eso —insiste— ¿cómo lo imagina?

Las palabras del hombre me molestan. Son como dardos en vuelo. Como aguijones. Miro el breve espacio entre mis manos. También elevo los ojos pero no para recordar, sino para evitar al hombre, sus gestos. Para borrarlos después de mi memoria.

—Recuerdo una tienda de ropa, un viejo que empujaba un carrito de nieves, nada más —digo por decir.

—Muy bien… algo es algo —dice

—¿Es importante?

—Uno nunca sabe.

La aguja del velocímetro vibra. El hombre acelera. El sonido del motor nos llena los oídos. Ráfagas de aire entran por las ventanas y nos brindan consuelo. El cuello de la camisa blanca le vuela. Varios papeles, víctimas del soplido, aletean en la cabina. Por el espejo lateral, el paisaje se distorsiona. Afuera la herrumbre. El papelerío cunde en la cabina, aves espantadas tenemos. Pero el hombre no le da importancia. Negado al mundo, como embelesado, con un gozo vivo en el cuerpo. Y un silbido que tiembla en sus labios, coronando su silencio.

—Uno nunca sabe —repite y mira el horizonte de la carretera.

 

 

 

 

 

IV

 


El hombre apaga el motor. Frente a nosotros una casa de dos pisos. Alrededor de ella no hay nada. La casa parece, en su abandono, la primera del mundo. Alrededor de ella el polvo primigenio. Lo miro en las ventanas, en el quicio de la puerta. En el patio cercano a la entrada una jaula, en el interior de ella un par de alegres canarios. Los animalillos se columpian, picotean codiciosos el alpiste. El hombre baja con dificultad de la camioneta. Camina como las bestias morosas, impregnadas de sueño. Se acerca a la puerta. Voltea a la camioneta.

—No se quede ahí, encerrado, entre al fresco— me dice.

Bajo de la camioneta. Me acerco a la jaula. Los codiciosos dan pequeños saltos. Tocados por el sol más amarillos, de oro, parecen. En el patio algunas plantas insoladas y de nuevo el polvo, ahora en montoncitos, en el parabrisas.

El hombre saca una llave. Entramos en la casa. Una amplia estancia, ventanas redondas como claraboyas, paredes desnudas y encaladas. Velas en una mesa. Servilletas dobladas, como barquitos navegando en la desolación. También en la mesa hay monedas, fotografías sepia, las dispersas entrañas de un reloj. Las moscas medran en el piso, en el ventilador del techo, en el resplandor de un abandonado frutero. Al fondo, en una esquina, dos sillones de terciopelo rojo. En los sillones, dos ancianas dominan la estancia, como parsimoniosos vigías. Una es espejo de otra. También, como en los espejos, las cosas alrededor más vivas parecen y se disponen iguales. Sus rostros navegan entre luces y penumbra; parpadean casi al mismo tiempo.

—Tardaste en llegar —le dicen ásperas, a una sola voz, al hombre.

El hombre esboza un gesto de disculpa. Mira las puntas de sus zapatos. Me señala con un dedo culposo.

—Lo encontré en la orilla de la carretera —dice.

Las ancianas aguzan la vista, me examinan con el veneno de sus ojos, en silencio. Sus ojos se encaraman en mis piernas, en los muslos y en los brazos.

—Pase, no se quede ahí, como niño regañado —me dice al fin una de ellas.

Las ventanas no tienen cortinas y un manto de sol colma una parte de la estancia. Busco, por instinto, una sombra. Quiero apagar el sol en mi piel, sacar la candente estación del cuerpo. Ellas lo notan. Con las largas manos se abanican los rostros. Las imagino viejos pájaros, batiendo las alas. Pero deshago la imagen y más concentrado las recorro: las dos tienen vestidos pardos, terciopelo en las mangas, puños de encaje. Cuchichean. Pero sus voces agrias, de malignas hadas, se elevan. Hablan de mi origen, de la tarde que no avanza, de las cosas que la soledad moldea. La única diferencia entre ellas son las canas: el cabello de una completamente empolvado, el de la otra apenas las raíces.

—¿Y a usted quién le procura sombra? —pregunta, al fin, la empolvada, después de la conferencia. Inclina el rostro, abre un poco la boca, ávida de humedad, de aire.

—A veces los árboles —digo por decir.

—Los árboles —murmura la de cabellos negros y sus labios parecen remover las palabras. Las palabras de ella, maderos ardiendo, elevando inútiles chispas en el aire. Acuna en el regazo el peso muerto de sus manos.

El hombre se rasca la barriga. Las faldas de la camisa le vuelan, impulsadas por el viento. El viento espanta a las moscas. De repente ya no hay más zumbidos, sólo las sosegadas respiraciones de las ancianas. Alrededor de la casa también el silencio, a veces roto por el soliloquio de los canarios. La empolvada me mira. La otra tiene aún muertas las manos pero, a diferencia de antes, puedo ver sobre ellas una constelación de venas, de abultados ríos.

—Qué descorteses somos. Enseguida le traigo una cerveza —dice la empolvada

—Estoy bien, no se preocupe —le digo, pero ella se levanta y enfila a un cuarto, al fondo de la estancia. Miro sus pasos. Tan lentos son que alrededor de ellos innumerables eventos suceden: un bostezo, un instante de luz, la inútil muerte de una mosca. Bajo el andar se adivinan las puntiagudas, tristes caderas. Los magros pechos. La otra mira a su compañera desaparecer en un cuarto. Mientras regresa nos guardamos las palabras. Miramos, al mismo tiempo, el ventilador del techo. Las aspas giran cada vez más lento. Densas aguas baten, en lugar de aire. El hombre está fastidiado. Se espulga, como mico, los pocos pelos de la cabeza. Baja la vista. Se toca los bigotes. Afuera, una nube se estanca en el cielo. Nuestros cuerpos aprovechan la nube y beben más sombra. Del cuarto se escucha una lata que cae. Después forcejeos, aleluyas, algunas maldiciones.

—Espero no haber tardado mucho —dice la empolvada después de un rato. En una charola lleva una botella alargada y ámbar. También un tarro. Me siento en una silla, ella arrima una mesa plegable.

Miro la cerveza oscura. Me asomo a un pozo. Empino el tarro. A través del cristal se vuelve de agua el mundo. También las ancianas. Mientras bebo del tarro, a través del reflejo, juguetonas niñas me parecen. El ventilador completa una última vuelta y se detiene. El aire se adensa en la estancia. Como licor dejado en libertad. Y pesan más los párpados y los ojos.

—Qué contrariedad —murmura la de cabellos negros

—A veces falla la electricidad—completa la empolvada

—Pero la luz, a esta hora, no hace falta. Sólo envilece las cosas —retoma la primera.

—En realidad, si tienes buenos ojos, no sirve para nada —concluye la otra.

La cerveza pulsa en mi garganta. La casa parece entumida en su silencio. Dejo el tarro en la mesa plegable. Pero entrampado en sus reflejos busco brillos en todas partes: en los restos del reloj, en la armadura verde de las moscas. También busco en la empolvada y me doy cuenta, desde que entré a la casa, que sus labios, de alguna forma, son hermosos.

Pienso en las ancianas, olvidadas del mundo, alejadas de Dios.  Aunque a veces Dios se acuerda de ellas y enciende sus locas palabras. No puedo seguir aquí. Necesito irme porque se hace tarde y el pueblo y el sueño que tuve y su perorata que me encandila. Pero ellas retoman su intercambio:

—Las nubes anuncian la muerte.

—A la muerte hay que sacarle la vuelta. Por eso tenemos limpio el cielo.

—Aunque también funcionan los canarios.

—Pero la muerte siempre acomete, siempre vigila.

—O se va volando.

—Yo voy al pueblo —interrumpo.

—No desespere, hay tiempo para todo, hasta para el pueblo — dice la empolvada. Las arrugas merman sus ojos, le cansan los párpados. Los aretes de perlas tienen un leve movimiento, como el ámbito de la boca, de la lengua que involuntariamente le imagino.

—¿Qué sabe del pueblo? —me pregunta.

—El pueblo está allá, al final de la carretera— le digo y señalo, sin pensar, las ventanas.

La de cabellos negros se levanta de la silla.

—Déjeme mirarlo más de cerca —dice.

Percibo sus pasos. Su perfume me remite al olor de las cartas guardadas, el de una alacena que de pronto se abre. En la aproximación brilla una melladita en su pecho. La torturada imagen de un santo. El santo de los extraviados, de los difuntos, de los locos, pienso.

La anciana me toca la cara, recorre con sus dedos mis rasgos, los dibuja de nuevo con lentitud: la nariz, los labios, los pómulos. Sus dedos tiemblan y abandonan. La curiosa lleva los dedos a su rostro. Y sus labios parecen más jóvenes y toda ella, por un instante, reverdece.

—Es más joven que los otros —le dice a la otra.

—Hubo un año en que fueron puros viejos, apenas podían andar, allá, en el llano — recuerda la empolvada.

—¿Cuáles viejos? —pregunto. El miedo ensaya en mi cabeza su locura. Y el golpe de sangre en los nervios. Todo eso me delata. La empolvada lo comprende y hace más dulce la voz, para apaciguarme, para apagar mi fuego.

—Los otros, los locos, no usted —dice, la apacible.

— ¿Cuáles otros? —insisto.

—No le haga caso —dice la otra— desvaría.

—El desvarío es necesario a veces —corrige, la ofendida.

Las imagino asomadas en la ventana, mirando a una parvada de viejos romper lentamente en la noche, en la carretera. Las imagino solazadas con sus visiones. Sus risas secretas. Hechas de polvo, de cortinas viejas, ellas, las ruinosas, entre baúles infestados de recuerdos, como los viejos que renquean, que posan sus miradas, como palomas, en el horizonte.

La de cabellos negros, con un carraspeo, termina mis imaginaciones. De repente, alumbrada por una sentencia, una raíz escondida, me dice:

— ¡Pero hombre!, el pueblo no existe.

— ¿Y qué hay, entonces?

— No hay nada, mire.

Nos acercamos a una ventana. Echamos un vistazo. Allá, lejos, las jorobas de unos cerros. Los cerros y la tarde que se derrama entre ellos, en los apretujados rebaños. El polvo asentado por la mano quieta del viento. Los interminables postes de luz. A la derecha, el trazo inmóvil de la carretera. En el patio sólo los luminosos canarios, su alboroto. La de cabellos negros me toca el hombro. Siento en el cuerpo sus dedos nevados. El alma de ella, la de todos, humo elevándose en la tarde. Sus ojos, tenaces, me miran por dentro.

—No hay nada —me repite, con voz queda, susurrante, en el oído.

Doy un paso para alejarme. Pero su voz sigue ahí, dejando ecos, como atrapada en un laberinto, bajo una superficie de agua.

—Bueno, tengo que irme —les digo.

—Espere, yo lo llevo — dice el hombre. 

Por un instante dudo en aceptar. Pero el gesto ensombrecido del hombre, las manos que hunden su nerviosismo en los bolsillos de los pantalones, me hablan de una posible traición, el toque final de una elaborada trampa.

—No se preocupe, es sólo un trecho más—miento.

—Si no hay más remedio— replica el hombre con sorna.

—Lo acompañamos a la puerta —dicen los tres, a una sola voz, como niños cantores.

Camino hacia la entrada. Los celosos guardias me siguen. Adivino sus pasos y sus miradas oscuras; también vigías, sus respiraciones. De pronto creo escuchar una risa fugaz, un relámpago. Volteo pero los tres están muy serios, los rostros como frutas amargas, oscilantes en la sombra.

Les doy las gracias y me despido. Los miro alinearse muy correctos, en el quicio de la puerta, como figuras de juguete.

Comienzo a caminar.

La carretera se interna hacia el norte, infinita. A lo lejos, como un minúsculo milagro, el limo del horizonte. A mis espaldas la empolvada conversa a chiflidos con los canarios. La otra, ensimismada, los ojos vacíos en el cielo, como los aburridos de las despedidas, en los muelles. Del hombre, después de un trecho, sólo le vislumbro las abultadas carnes.

 

 

 

 

 

 

 

V

 

Camino por la carretera. El asfalto ya no arde. El sol hundido, lentamente, en el horizonte.  Mientras cae dispersa su última lumbre. Después de un rato pierdo la noción del tiempo. Los minutos se desgranan; los segundos. A veces suenan los insectos. A veces, esculpidos en el silencio, se presienten. Busco una señal del pueblo, algún anuncio. En poco tiempo oscurecerá. Pronto la luna, su redonda cabeza, sus locas bocanadas. Entonces la carretera apagará su fuego y ya no habrá hervor en las piedras, ni en el aire. Miro a la izquierda, junto a un poste, un perro muerto, medio devorado por el tiempo; amarillo, como en el sueño. Sigo caminado. A lo lejos se vislumbra una construcción. Tengo esperanza. Tal vez sea el primer indicio del pueblo. Como la luna, en mi cuerpo, las locas bocanadas. En mi corazón también. Camino más rápido. Casi corro. El alboroto en los nervios. Como si renovados bríos estuvieran en ellos. Me detengo. Llevo las manos al cielo. Frente a mí, a corta distancia, una casa desolada. En el patio, adormecidos, los canarios. Una luz se prende.

 

-Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Espejismos*

 

Las ciudades, las sierras,

los aviones, los patos,

los parques y ambulancias,

las luces, los teléfonos,

los gatos, los tranvías,

las alocadas multitudes,

las carreteras grises,

las farolas y esquinas,

tus manos, los bolígrafos,

el vuelo de los pájaros

y el mar, el mar, el mar...

Todo desaparece tras la siguiente duna.

Sólo es real la sed.

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los Jíbaros*

 

 Otra vez una llamada del Coiro viene a poner en jaque la tranquilidad de mi vida. Aquí transcurren los días con la perfecta paz de las mañanas que suceden a las noches y anuncian siestas con arrullo de torcazas, gritos de benteveos y ladridos de perros. Una que pone la pava a calentar cuando el sol ya disipó las tinieblas, y sabe que le espera apenas el regado de las juveniles, el recogido avaro de las paltas en el fondo, una excursión, y esto es lo más aventurado, hasta el súper de los chinos con el changuito, rebotando en los pozos de las calles de arena.

Pero el Coiro, ser amable y manso, hombre de paz y escaso conflicto, llama para pedirme un escrito sobre las transformaciones, mutaciones, algo así, siempre explicando desde su propia confusión y el enredo sempiterno de sus propias ideas.

Como ejemplo, me da una idea de las paltas del fondo de la quinta, cuyas semillas talladas terminan cobrando vida y convirtiéndose en jíbaros. Se me erizan los vellos de la nuca, porque sé perfectamente dónde terminan los ensueños, y cómo la realidad es permeable a tales corrosiones.

Miro a través del gran ventanal que da al norte el enorme palto. Los vidrios azules que enmarcan el cuadriculado translúcido y el centro transparente funcionan como un encuadre perfecto de un trozo de realidad ya despegado de lo real, ya partícipe de este hechizo que el hombre de Témperley ha echado sobre mi vida. El fondo de la quinta ahora, y a través de la ventana, es un cuadro, una ficción de lo que antes era tangible y verdadero.

Con el teléfono en la mano veo desde lejos el rincón donde arraiga el enorme árbol. En ese sitio sombrío por el tamaño y espesor de la copa, paraguas vegetal, se ha creado un ambiente húmedo y umbrío donde prosperan esparragueras, unas plantitas de hojas moradas, una enorme planta tropical de hojas generosas, un arbusto blanco.

Este año caen tantas paltas que he regalado cientos. Los zorzales con sus pechos anaranjados han acudido en bandada, y se quedarán hasta que termine la temporada, atiborrados de fruta, tallando prolijamente con sus picos la pulpa firme hasta que dejan sólo las cáscaras negras retorcidas al sol.

Con tanta palta, he preparado muchas ensaladas, frascos y frascos de guacamole, y, ya que se me ofrecían y una tiene esa cuestión de transformar las cosas, he tallado las semillas.

Al principio, con un cuchillo tramontina, hice cuentas y dijes para fabricar colgantes. Las piezas secas toman la consistencia y el color de la madera. Luego, con la blandura del material, me animé a tallar cabecitas de rostros grotescos, que remiten de inmediato a los horripilantes souvenires que he visto de niña en alguna casa, cabezas reducidas por los jíbaros, con un color y una apariencia en general bastante afín al cuero o a la madera.

Justamente en estos días hice una serie de cabecitas, y estaban secándose en fila en el alféizar de la ventana de la cocina.

Tengo aún el teléfono en la mano. Miro la ventana a mi derecha. Las esculturitas no están.

Ay Coiro, qué me hizo. Qué me hizo Coiro.

En el rincón selvático del fondo, a la sombra del palto, advierto oscuras figuritas que se agitan entre las plantas. Un zorzal está comiendo una palta cerca de los ligustros. El pájaro da un salto, aletea sin conseguir levantar vuelo, se desploma. Los pequeños monstruitos se apresuran a arrastrar el ave hacia la sombra, creo que llevan cerbatanas.

Le digo al Coiro que no, que no voy a escribir nada, tengo trabajo en la quinta, hay que comprar trampas, veneno, quizás deba pasar un tiempo en Santa Fe, o quizás me vaya definitivamente. No se debe modificar el mundo de esta manera, no es justo. Cuidado con lo que imagina el Coiro, cuidado con las palabras.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El analista*

 

Kalman recuerda a Esteban en su oficio de psicólogo. Julia, la paciente de Esteban no podía dejar de fumar a pesar de los ruegos de su familia. Tanto intentar ir a buscar palabras antes o después del cigarrillo, que un día la mujer dijo la frase terminal para el tema y al poco tiempo después para la terapia:

-Mire licenciado, no me indague más por el fumar.

A mí un solo cigarrillo me da más placer que un hombre.!

La respuesta de Esteban fue inesperada:

- Pero usted me dice que fuma 60 cigarrillos por día.

¿No le parecen muchos hombres?

 

*De Eduardo Francisco Coiro.

https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Observo

mi cuerpo,

la sombra de mi cuerpo extendida en la tierra,

esa porción de mundo

que no es mía y me apropio

tapando el sol.

Mi oscuridad es otra;

lo que espera en la calma del viento,

inasible

como el polvo suspendido en el aire.

Lo que hace hermosa la carne,

me digo,

es la fragilidad.

Mi cuerpo,

que aún huele a fruto devorado en la tarde,

aprende a ser leve y fugaz.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Alucinador*

 

Aquellos otros mundos y aquellas otras vidas

no eran reales, pero hacían que el mundo real

y la vida real no lo fueran de modo terminante

o fueran un mundo y una vida más entre otros

mundos y otras vidas de las muchas posibles,

aunque lo real mordiera y repitiera la mordida.

Estos perros hambrientos y asesinos de ahora

no son reales y sus mordidas ya no lastiman,

los imagino y los escribo como antes creaba

otros mundos y otras vidas, para intentar que

no me sorprendan ni me duelan las mordidas

de los perros reales que nadie escribe.

 

*De Horacio Rodio. horaciorodio@hotmail.com

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Somos hijos del caos: aunque tengamos voluntad, el orden jamás podrá pertenecernos. Hasta el arte con sus simetrías muestra los agujeros del mundo. O tal vez es el que más nos habla de los vacíos que se esconden en la perfección.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

*

 

"El amor es un tren que parte, un pañuelo saludando desde el andén, una lágrima que rueda buscando asirse al recuerdo, imborrable y eterno".

¿Dónde había leído aquella frase? ¿A quién se la había escuchado decir? ¿La habría imaginado? ¿Estaría escribiendo en el aire? ¿Cuántas cosas puede uno llegar a inventar cuando lo domina el dolor, cuando la única vía de escape hacia alguna de las formas del placer es la propia imaginación?

Quizá, lo sea también un vagón de tren, una locomotora desbocada, un par de rieles que se pierden en el horizonte.

Subió los peldaños del vagón con el peso de su propio desamor sobre los hombros. Se sentía vacío, como si le faltara algo dentro del pecho, eso que hasta no hace mucho le otorgaba consistencia a su propia persona. Y al mismo tiempo, estaba desbordante de recuerdos. Extraña sensación la de la pérdida, pensó: te llena la cabeza de virtualidades, al tiempo que te vacía de materialidades.

Eludió a los pasajeros que se demoraban en el descanso, fumándose un pucho en un lugar prohibido, para encarar el pasillo y deambular apenas hasta encontrar un asiento vacío donde apoltronarse. Se recostó contra la ventanilla cerrada, cerrándose aún más el abrigo sobre el pecho, como si el frío interior le brotara por los poros, estremeciéndole con un escalofrío.

Un silbato se oyó en la tarde, el suelo del vagón crujió bajo sus pies, y la formación comenzó a moverse, como se movían las hojas de los árboles que circundaban el andén, retrocediendo dentro de su campo visual. Oyó el retumbar de la locomotora dándose ánimos para continuar viaje, y se abandonó a sus -cíclicos- erráticos pensamientos.

¿Cómo seguir viaje desde ahora? El asiento que quedara vacío a su lado era algo mucho más concreto que cualquier símbolo que pudiese representar su actual estado de ánimo. Vacío de materialidades, vacío de cuerpos, vacío de afectos, vacío. Eterno y creciente dolor.

De pronto, descubrió que ya no recordaba ni su rostro. Sentía la ausencia de su figura, su perfume, su calor. Pero no podía recordar sus facciones. Su cabello, quizás, oscuro y lacio; más no sus rasgos. ¿Cómo era posible?

¿Estaría acaso comenzando a olvidarla? Lo dudaba; si así lo fuera, no sentiría este frío que le ascendía por el cuerpo como gélidas rachas de viento invernal. No: aún la recordaba, intensamente; este olvido sólo era otro ejemplo más de la constante presencia de su ausencia.

Clara. Su nombre apareció en su memoria como un oasis en el desierto.

Nombrarla, musitar ese familiar par de sílabas con un silencioso murmullo, no le hizo recordar aquel rostro que tantas veces contemplara extasiado, pero le abrió una puerta. Allí, hecho un ovillo contra la ventanilla del vagón, se abrió delante suyo un acceso hasta entonces velado por el dolor.

Ingresó de pronto en un pasadizo mental que velozmente lo condujo hacia terrenos inaccesibles para él durante mucho tiempo; terrenos anímicos que le parecían demasiado extraños, como si le perteneciesen a otra persona.

El paisaje se desplazaba hacia atrás, oscilando con el rítmico vaivén del tren; y por encima de él, emergiendo con una misteriosa luminosidad, apareció ella. Clara, recortada contra el marco de la ventanilla, como un tierno fantasma que quisiese penetrar en el vagón y sentarse a su lado, haciéndole compañía en este sombrío momento. Clara, extendiendo sus manos con ramalazos de un calor pleno de ternura, deseosa de ahuyentar para siempre esta devastadora languidez que le enturbiaba los afectos.

Su rostro se acercó al suyo, y aunque percibía el aroma de su piel, aún no conseguía discernir sus rasgos. Podría ser ella, u otra cualquiera. Pero era Clara, no había ninguna duda. Su corazón se lo afirmaba, más que su razón.

¿Razón? ¿Existía alguna clase de racionalidad en este momento dentro suyo?

Su mano derecha se aferró aún más a las solapas del abrigo, queriendo asirla, retenerla, abrazarla.

El calor se extendió por debajo de sus axilas, rodeando su cuerpo, mientras una boca respiraba ansiosa sobre su cuello. La calidez se desplazó hasta rodear sus muslos, mientras una leve pero creciente excitación comenzaba a dominarlo. El frío que sintiera hasta entonces parecía haberse extinguido.

Clara volvía a abrazarlo, a quererlo, a darle más de su calor.

Entreabrió la boca, buscando robarle un beso. Sus labios se encontraron con cierta torpeza, intercambiando sabrosas humedades que ya parecían no recordarse. Su mano quiso desplazarse, pero sólo consiguió aferrar apenas el hombro izquierdo, entrecerrando los párpados, mientras un brazo virtual, luminoso y protector, se desplazaba sobre la brillante piel de la espalda de Clara, y su boca se deshacía del encuentro labial para recorrerle un hombro, inhalando ese perfume que tanto deseara y lo embriagara durante días, semanas, meses.

Entonces descubrió, apenas registrando el escaso contacto que tenía con la realidad que lo circundaba, que el duro asiento del vagón había dado lugar a un mullido sillón de pana, iluminado por una tibia lámpara de pie, que le recordaba una agradable y soleada tarde de otoño. Clara se movía sobre sus muslos, sin dejar de adherirse contra su cuerpo, con una indescriptible desnudez. Los besos recorrían infinitas distancias, procedentes de un ayer tan maleable que muy pronto se convertía en este presente, reactualizado, vívido, inmortal.

Los brazos de él la aferraron vigorosos, rodeándole la espalda y la cintura, impidiendo que se aleje, provocando que ambas caderas se refregaran entre sí, aumentando el imaginable caudal de excitación. Clara gemía sobre su oído, suspiraba entrecortada, le mordisqueaba el lóbulo de la oreja, al desplazar sus tibias manos por encima de sus tetillas, rozándolas apenas con sus pezones al izarse y dejarse caer, volviendo a besarlo, hundiéndole la lengua, cerrando ambas piernas para apretarlo cada vez más.

La excitación de él cobraba vigor muy rápidamente, como hacía mucho tiempo no experimentaba. El frío lo había abandonado. Volvía a sentirse amado, deseado, efecto que retribuía con ardor, mientras el traqueteo del tren lo mecía a un lado y al otro, potenciando el vaivén amoroso que le imprimía Clara con sus ondulantes arqueos, sinuosos movimientos que alejaban de sí toda realidad.

Hasta que ya no pudo resistirse más y se dejó ir, liberando sus recuerdos, abriendo los brazos para recibirla y entregarle su savia, permitiendo un encuentro tantas veces negado, compartiendo ese calor inenarrable que siempre deseara retener junto a su corazón. Y así la recordó, sus rasgos afilados, los ojos claros, una nariz recta que prevalecía sobre unos labios pequeños pero carnosos, las cejas oscuras y tupidas, la tensa expresión orgásmica de un intenso amor que por siempre existiría dentro suyo.

Recordó la liviandad con que encaraba la vida al estar junto a ella, la etérea sensación de volar sobre las calles y las playas durante los extensos paseos que disfrutaran juntos, la trascendencia de cada detalle hecho signo, el calor que le transmitiera su mirada durante tanto tiempo, la consistencia de un vínculo que le otorgaba solidez e impedía que se desmembrara en su propia confusión. Comprendió el estatuto que había adquirido el peso de la propia angustia al estar alejado de ella, el horror que experimentara cada noche que se acostara a solas en una cama absurdamente vacía, con la noche por delante y el sueño resistente a abrazarlo, para conducirlo dentro de ese mágico espacio que creaba cada noche para reencontrarlo con su deseo. Supo que, al convertirse el amor en algo tan leve y el desamor en algo tan pesado, aquello podía conducirlo a una locura tan adherente que jamás conseguiría apartarse de ella, al menos mientras viviera, cargando con aquel dolor hasta el final de sus días. Y el calor que recordara sobre este preciso vagón de tren sólo sería un vano espejismo de los momentos idos, insustancial y evanescente.

Se resistió a recordar más, a enfrentarse con el dolor, a tolerar la realidad. La creciente sensación cobró una entidad casi física a lo largo de todo su cuerpo. Entonces se dejó ir, llevado en brazos por un orgasmo de raíces tanto físicas como mentales, arropado por una tibieza solar que provenía de sus profundidades anímicas más entrañables, abrazando a su propia Clara en un instante amoroso que él hubiera deseado no se acabase nunca.

Así, mientras continuaba alejándose del dolor de la ausencia, se dejó llevar por el traqueteo hasta la próxima estación, rogando porque siempre existiese una estación más en su camino, y esa extensa vía que lo conducía al recuerdo jamás tuviese un final.

 

 *Por Alberto Di Matteo. licaldima@gmail.com

 

-Alberto Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.

Escribe desde principios de su escuela secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en diversos certámenes literarios.

-Ha publicado en Inventiva Social cuentos para la serie InvenTren en recorridos literarios iniciados en el año 2002.

Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el mundo".

 

 

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