LA 2024.
*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte
Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal.
Walkala: un homenaje in memoriam
http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160
*
Quién olvidó decir
cuidado
con la resurrección de
las palabras.
Quién olvidó decir
estamos en alerta
por el fuego que
hicimos
en ese bosquecito
donde una o dos
palabras
se incendian
todavía.
*De Valeria
Pariso. valeriapariso@outlook.com
BLUES
PARA MI MADRE*
Te vi al borde de la niebla
te vi caminar al borde
con esa manera tan tuya
de caminar la casa
de caminar tus mundos.
Al borde de la niebla del tiempo
que va borrando los rostros
te vi caminar
y caminabas entre los almácigos
de verduras tiernas
aquellos, sostenidos por las manos del
viejo.
Mi ademán fue en vano
seguiste caminando al borde de la niebla
haciendo que tu mundo continúe:
tiernas verduras, el puchero del medio día,
la ropa lavada, el saludo barrial,
la misa dominguera, la espera con mesa
servida.
Te vi allí
en el preciso borde de la niebla
caminando
y yo
con el impreciso ademán de dibujar tu
rostro.
*De Oscar
A. Agú.
-Santo Tome. Provincia de Santa Fe.
LLUVIA NOCTURNA*
Viajo
en el barco
sereno de mi cama
cuando llega la lluvia
y sacude con vientos
la ventana y la noche.
Pienso en los pájaros
que apenas se refugian
en los árboles ralos,
en mi padre
que iba al trabajo
en las madrugadas frías
en un hombre desconocido
que me sonríe y espera.
En un abrazo
que no daré nunca.
*De Norma
Cozzi. norma_cozzi@yahoo.com.ar
-Por
el borde del agua, Ombligo Cuadrado. 2020.
TRES
ESTACIONES Y UNA MENOS*
I: Estación de los
fuegos.
Un joven rubio se
masturba,
al borde del estanque
con agua congelada.
La mujer, detrás de
cristales rosados, lo mira.
El fuego de la
escarcha, la quema.
II: Estación de las sombras
Un hombre inclinado, sobre su fatiga.
Escribe sus ficciones.
La mujer, detrás de un
vidrio empañado lo mira.
Siente que la sombra
que la refleja no es de ella.
III: Estación de la
envidia.
Un varón, que le recuerda a su padre,
juega con sus perros, amorosamente.
La mujer, detrás de unos vidrios húmedos.
Levanta las orejas y mueve la cola.
IV: Estación del
calvario
La mujer prohibida.
Desnuda en la hierba.
Yace, más triste que
la muerte.
El hombre, detrás de
unos vidrios espejados.
Se observa a sí mismo.
*De Amelia
Arellano.
San Luis.
Finisterre*
Hay en mi cabeza un nudo que me ata
desde siempre. En vano he tratado, una
y mil veces, de desenredarlo, sospecho
que su trama es obra de la maldad. Sólo
duele del cuello para arriba y, a veces,
desesperado, sueño con un macedonio
que lo corte con la espada. Porque esto
es un tormento sin lenguaje, bloqueado
intransferible. Nadie entiende, tampoco
nadie escucha, nadie se sale de su nudo.
Nadie advierte lo que hablan los demás
ni lo que dice su mensaje; ni adivina ni
calcula las consecuencias de su propia
idea confusa. Todo es un caos blindado
y sin ninguna posibilidad de cura, en él
navegamos bajo un manto de nubes que
cubre el firmamento y no tenemos guía
que nos salve de caer al abismo final
libres de la soledad y la locura.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
CABEZA
Y TIEMPO*
El busto estuvo siempre sobre la mesita del
living, una de esas cosas invisibles por exceso de permanencia, por
desaparición de los sentidos a fuerza de repetición. Como el olor de la propia
casa, única confluencia de rastros olfativos que nos está negada porque se
halla ya incorporada de tal modo que desaparece, así el pequeño busto de mármol
era un objeto transparente.
Años de pasar por la habitación sin reparar
en la esculturita, blanquecina presencia cotidiana dentro del paisaje visual.
Justo ahora se le ocurre mirarla. Extiende
la mano y la sensación del peso, la frescura de la piedra calza guante y
zapato, dedo por dedo talón arco justo en las palmas. Hecho para ser observado
de cerca, se revela a su mirada como una foto polaroid que corporiza una presencia
de espíritu y mediúmnicamente invoca un fantasma.
Es una cabeza masculina y esa es la primera
sorpresa, porque los bustos suelen ser retratos de mujeres más o menos
lánguidas, con esa belleza anodina de las muchachas que parecen abstraídas en
sus pensamientos, pero en las que se adivina un definitivo no pensar, se
adivina la pose tentadora de la reflexión imitada rasgo por rasgo frente
silenciosa ojos perdidos en una lejanía romántica labios quietos casi serios
casi a punto de sonreír, una más bien nada, como conviene a una jovencita.
Pero es una cabeza masculina. Un hombre que
la mira a los ojos con atención, minuciosamente cincelado cada pequeño detalle,
con los rasgos firmes de quien no condesciende al engaño y se atreve a sostener
con solvencia el puente sólido y perturbador de los ojos en los ojos.
Por un rato no puede hacer otra cosa que
mirar los ojos que la miran.
Siente que hay en dejar vagar la atención
por el resto del rostro como una claudicación, un apartarse perturbado. Siente
que cortar el puente es un reconocimiento de vergüenza, una especie de
demostración de debilidad. El hombre la mira a los ojos, ella no puede apartar
la mirada. Se dice que es gracioso, pero no tiene ganas de sonreír.
Con aceptación de derrota aparta entonces
la vista y descubre las finas líneas de arrugas en la frente, las cejas de arco
perfecto recorriendo con firmeza el contorno de las órbitas, los labios
cerrados. Hay en la expresión del hombre callado y quieto una seguridad sin
fisuras. Atento y cerrado en sí mismo, bloque de material pero de conciencia,
único e indiviso apariencia peso color rasgos unívocos. Exceso de yo en ese
hombre que confortablemente es él y no aparenta ni finge, que es él y no otro,
tal como debe ser tal como fue creado desde siempre desde toda la eternidad,
que si un vago escultor no lo hubiese tallado cincelado extraído de la piedra,
otro lo hubiese hecho, pues se demuestra en la forma el grado de necesariedad.
Y en la palma de su mano, en la palma de su mano.
¿Quién eres tú?, pregunta sin mover los
labios ella que lo sostiene en la palma de la mano, ella que es sostenida desde
la palma por esa pieza monolítica de maravilla. ¿Quién eres tú?, sabiendo que
es solamente una escultura en su mano, una cabeza de mármol negada al habla
negada a la palabra negada a la vida, esta vida que transcurre y modifica y
hace crecer pero las más de las veces descompone, derrota, finalmente destruye
y acaba y despedaza y desperdiga y finaliza.
Esos ojos esa boca que no puede responder
la contemplan desde la eternidad. Desde la inmovilidad del tiempo quieto fija
el hombre la mirada en sus ojos. Desde siempre, pero en este instante la mira.
Y ella sabe ahora, siempre lo supo pero ahora sabe que va a morir, que habrá
mañanas y tardes y noches acumuladas pero que va a morir, que su rostro y su
cuerpo se derretirán en torno a los huesos, que su carne está construida con la
fragilidad de lo perecedero y no de piedra inmutable. Este hombre que la
observa se lo dice con tranquilidad, sin dramatismo sin exceso de desesperación.
Con tranquilidad se lo comunica silenciosamente. Y la mira.
Deposita suavemente el busto en la mesita.
Se sienta en una silla.
Volverá a tomarlo en sus manos una que otra
vez, cada tanto. Rehuirá los ojos cincelados y olvidará la cabeza tiempo y
quietud y espacio estanco durante largas temporadas. Pero estará ahí, segura
como segura es la propia muerte, algunas veces como amenaza, otras como
promesa, las más como simple clausura si es que existe alguna clausura que
pueda relacionarse de alguna forma con la simplicidad.
¿Quién eres tú?, dirá silenciosamente.
¿Quién eres tú?
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Sobre aquel padre debiera atreverme a
escribir.
Mientras cocino unas verduras
porque mañana será Nochebuena
abrazaré a ellos los que me quedan para
abrazar.
Observo detrás de la vitrina la copa
generosa
la llenaba de mucho vino
y recordaba:
"los viejos míos" "los
hermanos míos"
decía reía.
¿Reiría?
Se le iban de su boca de tinto
el barrio de los inmigrantes los patios una
parra
los
nombres
se le iban de su boca de tinto
los carros que tiraban los días
de sueños bajo la negra escarcha
de abstinencias en constelaciones de magros
bolsillos.
La vida va a contramano - decía en
Navidades.
ahora que puedo
no puedo casi nada.
Decía reía.
¿Reirían él y el vino generoso?
Mientras cocino unas verduras
porque mañana será Nochebuena
Y me abrazaré a los que me quedan para
abrazar
padre mío-pienso
debiera padre comenzar a llenar la copa
con tu historia
poner notitas sobre los días de aquí
o escribir
lo que me llegó sobre tu historia
fugaz historia a mi lado
no obstante, profunda padre
como el fondo de la copa
como el aroma del jazmín que consuela
desde el agua.
Como este silencio matinal
donde hierven a fuego lento unas verduras
y no sé qué hacer con ellas.
*De Adriana
Saliche.
Chivilcoy.
La
doble vida del arquitecto Wang*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
A finales del año 2009 –noviembre para ser precisos– recibí una llamada en mi departamento. Eran las 8 o 9 de la noche cuando sonó el teléfono. Le daba un sorbo a una cerveza mientras escuchaba, del otro lado de la línea, al editor principal de una revista especializada en arquitectura que quería contratar mis servicios para un artículo. ¿Arquitectura? Al inicio pensé que era un error. Mi especialidad, por llamarla de algún modo, era escribir columnas de opinión para un diario deportivo. Casi todas, a decir verdad, trataban sobre futbol. Las columnas, como se puede suponer fácilmente, eran bastante superficiales y la única motivación para escribirlas era el pago puntual que recibía cada semana. Le dije al editor que podría recomendarle a un autor más apropiado para la tarea porque desconocía casi todo lo concerniente a la arquitectura. Sin embargo, la voz me pidió, encarecidamente, que aceptara la oferta. Le insistí en que no tenía los rudimentos necesarios para la empresa, pero el editor me tranquilizó diciéndome que le interesaba una perspectiva que fuera más allá del conocimiento especializado. Quería una crónica que retratara el espacio íntimo de Roberto Wang, uno de los arquitectos más afamados del país. El objetivo –dijo, remarcando la última sílaba de la palabra– era ofrecer una mirada distinta a sus lectores, algo que acercara la arquitectura a un mercado editorial diferente. Ellos me conseguirían una entrevista con el arquitecto Wang en la que le podría preguntar lo que quisiera. Y estaba pensando en eso –las diferentes maneras de escribir el texto, las preguntas adecuadas– mientras el editor me seguía ofreciendo detalles importantes de la encomienda: tendría que averiguar lo más que pudiera sobre el arquitecto, un descendiente de chinos que, gracias a la buena fortuna de su familia, es decir su prosperidad y astucia para los negocios, había podido estudiar en las escuelas de arquitectura más prestigiosas de Estados Unidos y de Europa. Había realizado innumerables proyectos, algunos emblemáticos para muchas ciudades. Por si fuera poco, su nombre era mencionado todos los años como uno de los favoritos para el premio Pritzker, el más importante del gremio.
Después de acordar el pago y la fecha de
entrega fui a la recámara y prendí la televisión. Quizás alguien le había dicho
al editor acerca de mis intereses literarios que abandoné cuando perdí varios
premios en fila y las editoriales no me contestaban los correos electrónicos.
En aquellos años algunos colegas estaban al tanto de mis intentos y mis
respectivos fracasos. Tenía tres novelas y varios cuentos escritos, todos
guardados en la memoria de mi computadora. En poco tiempo me olvidaría de su
existencia y se dedicarían a vagar, sin pena ni gloria, en los circuitos de mi
máquina o desaparecerían en el limbo de internet.
Al siguiente día confirmaron la cita: sería
el sábado en la noche. El editor había hablado con el arquitecto Wang. La
sorpresa es que le había gustado tanto la idea del reportaje que me invitaba a
su casa para cenar con él y su esposa. Antes de que llegara la cita me preparé
leyendo algunos artículos sobre su obra. Decidí llevar una pequeña grabadora y
una libreta para tomar apuntes. No se me podría escapar nada. Quizás, si llegaba
a buen puerto el encargo, podría proponer otros textos a la revista y sumar
ingresos a mi magro presupuesto mensual.
La casa del arquitecto Wang estaba en el
fraccionamiento residencial más exclusivo de la ciudad. Mientras me
identificaba con el guardia de seguridad, pensé que el término “casa” no era
apropiado para nombrar el lugar que iba a visitar. Sería una residencia
impresionante o, acaso, un palacio como los que aparecen en Las mil y una
noches. Destacaría de inmediato entre los otros inmuebles. Supuse que tendría
que ser llamativa de alguna forma: el color, la simetría, la sabia disposición
de los espacios. Quizás, cuando estuviera enfrente, tendría alguna especie de
revelación. Y se me saldrían las lágrimas o se me acabarían las palabras y estaría
inmóvil, en la calle, víctima de un arrobamiento. Con esas expectativas llegué
al número indicado según las instrucciones de mi editor. Me bajé del taxi
tratando de aparentar seguridad. Cuando eché un primer vistazo me decepcioné:
la residencia era muy grande pero, a mi gusto, ordinaria. Tenía dos pisos y
ventanas circulares que recordaban las claraboyas de un enorme barco. Era de
color lavanda y azul. Tenía un jardincillo frontal, delimitado por una cerca de
madera. Es cierto: había algo peculiar en el techo inclinado y, vistas a la
distancia, las líneas principales de la estructura recordaban un conjunto de
cajas colocadas con descuido. Por supuesto, para muchos ese diseño dialogaba y
acaso rompía con alguna tradición arquitectónica desconocida por mí. Me
recriminé mi falta de preparación y anoté las primeras impresiones en mi
libreta de notas. No podía olvidar ningún detalle. Me alisé la camisa y toqué
el timbre.
El arquitecto Wang abrió la puerta. Se veía
bien conservado para sus casi sesenta años. Le raleaba el cabello gris, pero
sus ojos chispeaban tras los lentes de pasta gruesa. Iba vestido con un saco
azul y unos pantalones de mezclilla. Me invitó a entrar. Caminamos por un largo
corredor. Después, con una sonrisa, mi anfitrión me indicó que podíamos pasar
al comedor. Para mi sopresa ya estaba servida la cena: vino tinto y fideos
fritos de arroz acompañados con camarones. No habría oportunidad para romper el
hielo y tener algún acercamiento preparatorio. En la mesa esperaba la señora
Wang. Había averiguado que también tenía ascendencia oriental. Se veía más
joven que su esposo. A veces aparecía con él en la inauguración de algún
edificio o en fotografías en revistas de sociedad. Sin embargo, no había mucha
información sobre ella. No tenían hijos. La señora Wang, después de saludarme,
fue a la cocina para traer un salero y copas para el vino.
—Entonces te mandaron de la revista —inició
el arquitecto Wang mientras me invitaba a sentar.
—Así es. No soy experto en arquitectura,
pero me interesa conocer una perspectiva más personal de su trabajo. Queremos
que su obra llegue a un público más amplio.
Me sentí mal por el tono complaciente de mi
voz, sin embargo había funcionado porque el arquitecto Wang sonrió satisfecho.
—Es muy bonita su residencia —le dije
después de pasar el primer bocado. Esperaba que mi mentira sonara sincera.
—Este lugar, en realidad, le debe su
belleza a la habitación amarilla —dijo el arquitecto Wang después de servir una
porción de pasta. Incluso, le podría confesar que es el verdadero secreto de mi
éxito. Pero no se apure, ya tendremos tiempo de charlar a profundidad. Antes,
hay que brindar.
—¿Por qué brindamos?
—Por el encuentro afortunado de esta noche,
por supuesto.
Asentí en silencio y brindamos los tres
chocando nuestras copas. El tintineo perduró, metálico, unos segundos. El vino
descendió, como un río lento, por mi garganta.
Estaba nervioso. No sabía si era apropiado
sacar mi pequeña libreta para tomar notas. Juzgué que le quitaría espontaneidad
a la conversación, así que tendría que apelar a la memoria. La habitación
amarilla sería, sin duda, un elemento a recordar. Quizás era una de las muchas
excentricidades del arquitecto Wang, así que convendría ahondar más en el
asunto para lograr un reportaje interesante. La afirmación que acababa de
escuchar sobre ese sitio me parecía una de esas ambiguas sentencias orientales,
una frase hecha para especular, rodearla con paciencia hasta extraer su
verdadero significado. Sonreí levemente: justo frente a mí, en el otro extremo
de la mesa, el semblante del arquitecto Wang recordaba vagamente al de un sabio
taoísta.
La mujer se dio cuenta de mi
ensimismamiento porque me preguntó:
—¿Se encuentra bien? ¿Quiere que le sirva
más fideos?
—Sí, muchas gracias —le contesté tratando
de aparentar suficiencia.
La mujer tomó una cuchara y un tenedor
grandes y me sirvió en mi plato. Mientras lo hacía contemplé las cortinas
estáticas. El mundo parecía haberse detenido. Era como habitar un acuario. El
arquitecto Wang le dio un trago a su copa con delectación. Su esposa miraba con
nostalgia la botella de vino que estaba en el centro de la mesa. Sus manos
largas, de uñas rojas, parecían hurgar en las servilletas. Cuando se dio cuenta
que la miraba, se apenó y se sirvió un par de camarones más. No había música y
el silencio contrastaba con la abundante decoración de los espacios. El
silencio, pensé, era parte de una puesta en escena, una pátina opaca y acaso
antigua que impregnaba todo lo que veía: los cubiertos plateados, un florero de
cerámica fina, la alfombra decorada con motivos geométricos. Un arquitecto es
un artista, pensé, alguien atento a los detalles. No se le escapa nada.
Cualquier elemento había sido largamente evaluado hasta llegar a una convicción
definitiva. El arquitecto Wang me dedicó una mirada penetrante. La expresión
transmitía severidad, pero también confianza, como cuando estamos enseñándole
una lección a un niño pequeño.
—¿Podría decirme más sobre la habitación
amarilla? —le pregunté, con voz animosa, sintiendo que ya me había ganado su
cercanía.
Los lentes del arquitecto Wang emitieron un
destello que se perdió en la luz de la lámpara tipo Art Decó que nos alumbraba
y que colgaba del techo como un insecto estático y extravagante.
—No.
Me quedé sorprendido por su respuesta. La
había dicho con seguridad y, acaso, con cierta concupiscencia, como si hubiera
sido parte de un plan elaborado antes de recibirme. Había esperado mucho tiempo
para soltar ese monosílabo, dejarlo en libertad como un ave que ha pasado
largos años enjaulada.
—¿Por qué? —le pregunté.
El arquitecto Wang se quedó callado. Pero
su mutismo no era, de ninguna forma, un retroceso: era un sutil ataque que me
ponía a prueba. Él esperaba que yo me pusiera nervioso y, quizás, que cambiara
de tema rápidamente. Mi obcecación, de alguna manera, rompía su juego y el
gesto de contrariedad en su cara confirmó mi teoría.
—Es algo muy complejo. No lo entenderías.
Le di un sorbo a mi vino para
tranquilizarme. No podía dejar que me afectara su agresión disfrazada de
condescendencia. Podía mandarlo al diablo, despedirme y regresar a mi
departamento. Sin embargo, además del pago por el reportaje, estaba en juego mi
pundonor. Alcé mi copa un poco y miré el vino denso que se balanceaba como si
fuera un mar apenas perturbado por el viento. La botella, refulgente aún en la
mesa, mostraba en la etiqueta la leyenda “Chateau de Chantegrive”. Miré con
sospechas mi copa. Tal vez la bebida que ahora probaba tenía algún tipo de
sedante y, después de caer desmayado, me despertaría amarrado a una silla, como
en las películas de espías. El arquitecto Wang me torturaría hasta saber los
motivos que me habían llevado a su casa. Vino a mi mente el suplicio destinado
a los regicidas o a los que atentaban contra sus amos: el Leng tch’e. Sentí
escalofrío al imaginarme drogado con opio y siendo fileteado por un hábil
verdugo hasta llegar al corte número cien. El arquitecto Wang rompió mi divagación:
—Pero no te preocupes. Hablemos de otras
cosas —dijo con una afabilidad impostada, consciente de que intentaba
reagruparme y seguir preguntando.
—¿Más vino? —me dijo su esposa, cuando miró
que mi copa estaba medio vacía.
—No, muchas gracias —respondí tratando de conservar la paciencia. ¿Cuántas veces más me ofrecerían vino? En realidad, a mí me gustaba la cerveza.
—Lo que te puedo decir, querido amigo, es
que la arquitectura es un arte complejo. He aprendido que tiene que ver más con
la sensación que con la imagen o el raciocinio. Un proyecto puede ser revelado
durante el sueño. La labor del artista es desentrañar esas premoniciones,
darles forma, descubrirlas. ¿Entiende?
Era un tipo pretencioso aunque, tenía que
admitirlo, tenía un discurso atrayente. Imaginé que eso era muy útil en el
círculo social en el que se desenvolvía. Podría tener encandilado, durante un
buen rato, al jet set de la ciudad. Me decía eso como un tipo de recompensa,
una compensación a mis esfuerzos.
Le sonreí por cortesía mientras pensaba que
tenía que replantear la estrategia para intentar preguntas diferentes. Sin
embargo, estar ahí, frente a él, custodiado por su esposa que apenas
parpadeaba, me ponía de mal humor. Tenía que alejarme un momento para pensar
mejor y regresar más fresco.
—¿Dónde está su baño? —pregunté.
—¿Puede ver el vitral que está en la pared
derecha, en el pasillo, justo al fondo?
Asentí con la cabeza.
—Enfrente está el baño.
Caminé por el pasillo. El vitral tenía la
imagen de un león en campo abierto. Recordaba un escudo heráldico apócrifo. La
luz de una lámpara se filtraba lentamente a través de la figura y parecía darle
movimiento. El baño no tenía nada fuera de lo esperado en una residencia
lujosa: jabón caro, una impoluta toalla con adornos de encaje; olores a
especias exóticas y flores. Mientras me lavaba las manos pensé que debía
insistir –aunque esta vez de forma más sutil– en la habitación amarilla. Quizás
podría llegar a ella tangencialmente y, de esta forma, conseguir que el
arquitecto Wang confesara algo relacionado con ella sin darse cuenta. A lo
mejor tendría algún otro tipo de fetiche, algo que podría usar como pretexto
para llegar a mi verdadero objetivo. Me eché agua en la cara. El aire tibio en
el baño me abochornaba un poco. El lugar, desde que había llegado, me
transmitía una sensación incómoda, casi amenazante: una mezcla de soledad y de
impostura. La decoración en algunos puntos exacerbada (cuadros de paisajes
naturales, tapetes con diseños caprichosos, plantas de interior arracimadas en
macetas de cerámica) contrastaba con zonas en las que predominaban muros vacíos
y ausencia de muebles. Parecía que el diseñador de interiores hubiera peleado
consigo mismo al momento de decidir qué estilo utilizaría en la residencia.
Cuando estaba a punto de salir del baño me miré en el espejo y me quedé
estupefacto: en el espejo se reflejaba el rostro del arquitecto Wang en lugar
del mío.
Parpadeé y moví mi mano derecha: el
arquitecto Wang hizo lo mismo. Por dentro seguía siendo yo, pero el exterior
había cambiado. Sentí vértigo. Me palpé la cara y miré mis pies. Después revisé
mi ropa: estaba vestido con el saco azul y los pantalones de mezclilla. Todo
era del arquitecto Wang. Ahí estaban las arrugas, los lentes de pasta, el
vientre un poco abultado e, incluso, un leve entumecimiento en las rodillas, un
achaque propio de su edad. Tuve miedo. Cerré los ojos, volví a hacer la prueba,
pero la imagen era la misma en el espejo. Me acerqué a la puerta para tratar de
escuchar algo. ¿Ellos estarían, al otro lado, conteniendo la risa? Si seguía
consumiendo minutos en el baño, ellos se acercarían para preguntarme si todo
estaba bien. Yo trataría de convencerlos de que no entraran. Inventaría
cualquier pretexto para mantenerlos lejos. Bajé la tapa del inodoro y me senté:
era como si hubiera descendido al fondo remoto de un sueño. Atado a un lastre
que no conocía, estaría un buen rato así, sin saber qué hacer, esperando algún
tipo de revelación. Quizás todo estaba previsto desde mi llegada a la
residencia del arquitecto Wang y no lo había podido sospechar. Sentía el cuerpo
pesado y las sienes me latían poderosamente. Entonces vino la primera idea:
saldría de ahí como si no me hubiera pasado nada, y me presentaría ante mis
anfitriones con la esperanza de que el hechizo se acabara. Quizás las leyes de
la realidad no permitirían una duplicación y, una vez frente al arquitecto Wang
original, la velada volvería a la normalidad: yo –con mi fisonomía habitual de
un lado de la mesa–; él y su esposa del otro lado. Nadie se enteraría del
acontecimiento y la desagradable experiencia quedaría como un mal sueño. Me
levanté del inodoro con el pánico un poco más controlado. Me convencí de que el
mayor peligro consistiría en que, de repente, existieran dos arquitectos Wang
(¿Wangs?) en el comedor y que la buena señora, espantada por la visión, saliera
de la residencia gritando y alertando a los vecinos. Tenía que poner manos a la
obra, así que me ajusté los lentes de pasta y eché una última mirada al espejo:
el arquitecto Wang, con el cabello ralo, bolsas debajo de los ojos rasgados y
abundantes canas en las patillas, se veía aún desconcertado, pero mis ojos
combatían esa expresión con un toque de combatividad y desesperada convicción.
Abrí la puerta y me dirigí, de nuevo, al comedor.
Me asomé lentamente a la estancia. Era como
entrar a un mundo nuevo. Veía una parte de la mesa y la vitrina en la que
brillaban unos platos de cerámica fina. No soporté más la curiosidad y entré:
la señora Wang estaba, solitaria, en la mesa. No había nadie más. El mantel
blanco resplandecía. El plato que yo había usado y mi copa, simplemente, no
existían. Me quedé sin aliento. Sin un nuevo plan ocupé por inercia la silla
del arquitecto Wang y, después de un largo suspiro, me serví una porción de
fideos. Tenía que aparentar tranquilidad aunque no podía evitar mirar de reojo,
mientras comía, a la señora. Ella parecía no advertir ningún cambio y se
sirvió, displicente, un poco más de vino. Permanecimos en silencio, como si
fuéramos unos completos desconocidos. Por momentos creía ver un gesto de
satisfacción en su rostro, pero cuando movía ligeramente la cabeza para
comprobarlo, ella regresaba a su seriedad habitual. Impenetrable, seguía
masticando y bebiendo vino. Parecía complacida por el cambio. Le iba a pedir
que me dijera el secreto de la broma, cuando ella, a bocajarro, me soltó un
“buenas noches”, y se fue de ahí supongo que a dormir o a mirar la televisión
en la recámara principal cuya ubicación, por cierto, ignoraba.
En el comedor me sentí un náufrago sin
salvación a la vista. Podría irme de ahí y emprender una nueva vida con mi
extraña apariencia. Imaginé el desconcierto de mi casera al encontrar, en el
departamento, a un hombre maduro de aspecto oriental. Sin embargo, pensé que
esa opción, al menos por el momento, no era la mejor. Llené de nuevo mi copa.
Quería emborracharme. Quería salir a la calle y gritar. Quería ir a una
estación de televisión y describir, de cabo a rabo, mi historia. Miré el
pasillo que me había conducido al baño y el inicio de la escalera que llevaba
al segundo piso. Imaginé que la residencia era una especie de laberinto, una
galería de espejos mágicos que deformaban la realidad. ¿Cuántos cuartos
tendría? ¿Cuántos baños? ¿Cuántos dormitorios? Me levanté de la silla, un poco
aturdido, y me asomé por una de las ventanas circulares que daban a la calle.
Las otras casas tenían prendidas sus luces. Un perro ladraba. Un gato negro
hacía su acto de funambulista en una barda. Me recargué en el quicio de la
ventana. Pensé que el mundo era algo en constante movimiento; desde mi ingreso
al baño, había entrado en una nueva etapa. Las personas, a partir de ese
momento, eran parte de una sustancia mudable y líquida. Alguien, de repente, se
descubría transformado en otro. Podría ocurrir en cualquier instante: en la
parada del autobús, en la fila del banco, esperando la señal del semáforo para
acelerar, en medio de una fiesta, al despertar de una pesadilla, en el desayuno
o después de un largo bostezo. Pensé que esta nueva cualidad, por llamarla de
alguna manera, también afectaba a otras cosas. Por ejemplo: el árbol que tenía
enfrente –un abundante encino– a pesar de su apariencia exterior podría estar
habitado por la esencia de un bonsai que había estado muy tranquilo, unos
segundos antes, en un jardín interior al otro lado de la ciudad. Quizás esta
misma transformación se llevaba a cabo con objetos, elementos inanimados que
vibran desde su anonimato, burlándose de nosotros gracias a su aparente
inocuidad, y cambiando su esencia en una eterna migración sin control. Los
usamos todos los días sin saber que tenemos el espíritu de otras cosas en las
manos. Mientras más reflexionaba se desdoblaban nuevas posibilidades. Una,
quizás la más inquietante, era que esta transformación no se desarrollaba de
forma simple y acaso anárquica. Lo que acontecía era un intercambio. En ese
escenario, entonces, el arquitecto Wang se habría descubierto en mi
departamento, mucho más joven. Quizás estaba por salir rumbo a su residencia
para retomar su vida. Iría veloz, en un taxi, maldiciendo y arrancándose sus
(mis) cabellos. Revisé mis bolsillos y encontré el teléfono celular del
arquitecto Wang. El mío, seguramente, lo tenía él. Marqué mi número, pero nadie
contestó.
Sin un plan definido, me quedé en la sala,
esperando a que el arquitecto Wang tocara el timbre. Iban a dar las 10 de la
noche. Había encontrado en la cocina un par de botellas de cerveza, destapé la
primera y le di un trago largo. Era difícil acostumbrarme a mi nueva condición.
El silencio, percibido a través de los oídos del arquitecto Wang, era turbio,
hecho de pequeñas interferencias. El mundo, tras sus lentes, perdía precisión y
vivacidad. Apuré la botella de cerveza y abrí la otra. Aventuré que el posible
intercambio no había ocurrido y que mi cuerpo estaba quién sabe dónde: en la
cima de un volcán, en un hotel de mala muerte, en un estadio de futbol o
pudriéndose en un basurero. Miré las puntas de los pies del arquitecto Wang,
extendí sus brazos y toqué sus escasos cabellos. Sentía las mejillas flojas y
los dedos torpes. Traté de no entrar en pánico. Recordé cada uno de los
momentos antes de entrar en la casa y la breve charla que había tenido con mis
anfitriones. Si lo más importante, según el arquitecto Wang –“la razón de mi
éxito” había dicho– era la habitación amarilla, tal vez ahí estaba la clave
para que todo regresara a la normalidad. Recorrería la residencia cuarto por
cuarto hasta encontrarla. Una vez ahí ocurriría algún tipo de revelación y,
como por arte de magia, todo regresaría a la normalidad. Tendría que
apresurarme. Empecé por la planta baja. Revisé un pequeño cuarto adyacente a la
cocina. Recorrí el despacho del arquitecto, un pequeño gimnasio y llegué a la
cochera que tenía dos Mercedes Benz último modelo. No había ninguna habitación
amarilla. Me dirigí a la planta alta cuidando de no hacer ruido para no
despertar a la señora Wang. Había un cuarto de huéspedes, una pequeña
biblioteca y un baño. Revisé una terraza y una especie de bodega. Agoté todos
los espacios disponibles y ninguno de ellos era de color amarillo. Había
objetos, es verdad, que tenían ese color, pero eran pocos y no pude discernir
ningún patrón o clave. Tomé nota de una toalla amarilla en uno de los baños,
una maceta amarilla que tenía una planta de sombra, un tapete amarillo en la
entrada de la casa, entre otras cosas. Al final, agotado por la búsqueda, entré
al único lugar que me faltaba: la recámara principal. Suspiré y abrí lentamente
la puerta: la señora Wang roncaba a intervalos irregulares. A veces era un
silbido que en ocasiones se fortalecía hasta alcanzar notas más graves. Estaba
de costado, medio oculta por las sábanas y varias almohadas. La penumbra era
suficiente para distinguir el color azul claro de las paredes y el rojo
deslavado del piso. Llamó mi atención, frente a la cama, una acuarela en la que
jugaba un grupo de macacos japoneses, de la nieve. Los animalillos parecían
divertirse en medio del paisaje invernal. Cerré la puerta sintiéndome vigilado
por sus ojos diminutos y su expresión curiosa. El ronquido de la señora Wang,
que se elevaba en medio de la noche, parecía confirmar la certeza de que no
existía la habitación amarilla. Sin más por hacer bajé a la sala e intenté
dormir.
Desperté en uno de los sillones con un poco
de resaca. La señora Wang me había dejado hecho el desayuno: unos hot cakes que
ya estaban tibios, jarabe de maple y mantequilla. También había un jugo de
naranja. Me recriminé no haber estado despierto para acribillarla a preguntas.
Ella ocultaba algo y, quizás por eso, había decidido huir. Fui a la mesa de la
cocina y seguí la esforzada labor de habitar al arquitecto Wang. Descubrí, a la
primera mordida, un diente con caries y, después, la trabajosa digestión que
desató una serie de ruidos en el estómago. Me puse de mal humor: la materia del
otro empezaba a cambiarme, muy pronto corrompería mi carácter habitualmente
bonachón. Después del desayuno pronuncié unas palabras en voz alta: su tono
agudo me molestaba. Ya lo había notado desde la noche anterior sólo que ahora
sonaba peor. Con el paso del tiempo quedaría apresado en él, viviendo en una
simbiosis que empezaría a erosionar mis recuerdos y todos los elementos que me
habían conformado hasta ese momento.
Con el estómago lleno regresé a la sala.
Traté de limpiar las telarañas de mi mente. Tendría que apelar a la supuesta
inteligencia del arquitecto Wang para reconstruir, paso a paso, lo que había
acontecido esa noche. En medio de las palabras, de los movimientos que iban y
venían en la cena –como en un ballet perfectamente coreografiado– había claves
para entender, pasadizos que evaluar. Sólo tendría que esforzarme y encontrar
la salida de ese laberinto. Miré los objetos que me rodeaban y los vigilé como
si fueran enemigos acechándome. La mesa de centro me interrogaba. Una vacía
botella de cerveza languidecía en el piso. Después de mucho pensar y, ante la
falta de más pruebas, pensé que toda la farsa estaba en mi cabeza: yo había
elaborado la fantasía de la revista y el encuentro con el arquitecto Wang para
poder entender algo trascendental en mi vida. La aburrición y cierta
desesperanza habían sido los detonantes. Todo estaba en algún lugar de mi
subconsciente y había fermentado durante largos años hasta que, finalmente,
escuché la voz del editor del otro lado del teléfono. Era una locura lúcida y,
por lo tanto, muy peligrosa. El arquitecto Wang había surgido –con todo y
esposa– de alguna lectura realizada hacía mucho tiempo. Quizás la materia prima
era un cuento ambientado en el lejano oriente –pensé en alguno de Las mil y una
noches, uno de mis libros favoritos– y el tiempo le había añadido
ramificaciones modernas. Todo había incubado en mi interior de forma inocente,
como en un juego de niños. El arquitecto Wang era yo mismo, acaso una versión
de mí que desplazó a otras que no pudieron cuajar en la revoltura de mi mente.
Por lo tanto, el verdadero significado de la habitación amarilla tendría que
estar en mí, en algún rincón de mi cerebro, escondido en la elaborada ficción
que había creado. Me tomé de la cabeza, como si haciendo presión en ella el
secreto pudiera quedar en libertad, como cuando un corcho es expulsado a
presión de una botella. Supe que, a partir de entonces, me convertiría en el
buscador de algo intangible y etéreo, un caballero templario obcecado por el
Santo Grial, un conquistador explorando la ruta de El Dorado. Revisité en la
memoria el momento cuando el arquitecto Wang pronunció “la habitación
amarilla”. Las palabras eran importantes, por supuesto, pero también el modo de
decirlas, el gesto que las había acompañado y que acabó por pulirlas para
presentarlas ante mí, con orgullo, como si fueran un elaborado anzuelo. Tuve un
presentimiento. Me dirigí al despacho y prendí la computadora. Los archivos
estaban repletos de planos, proyectos y cotizaciones. Revisé carpeta por
carpeta, pero en ninguna encontré alguna clave o referencia a la habitación. Me
arrellané en la silla, desconcertado. Miré varias fotografías repartidas en
repisas y en las paredes. El arquitecto Wang lucía sonriente, dominador de la
escena. También encontré reconocimientos y diplomas. Era una vida nutrida con
mis esperanzas y mis deseos no realizados. Imaginé que podría llevar mi
ensoñación al límite, perturbar la feliz vida del arquitecto Wang hasta
destruirla. Haría un escándalo en la inauguración de un edificio, robaría un
banco o, incluso, intentaría matarme. Colapsaría la realidad que me había
fabricado a la medida, la saturaría hasta desbordarla. Quizás, sólo así,
llegaría al fondo del asunto. Estaba por salir del despacho cuando miré la
impresora que estaba a un lado de la computadora. Volví a pensar en mi teoría:
la impresora era, en realidad, otra cosa: una ventana abierta, la llanta de un
auto, un anuncio neón horadando la noche. Me acerqué y me di cuenta que había
una hoja en la bandeja de salida. Tenía escrita tres palabras: “LA HABITACIÓN
AMARILLA”. Las mayúsculas indicaban que eran el título de algo. Busqué en las
demás hojas, pero todas estaban en blanco. Me quedé sentado en el piso. Sentí
que el arquitecto Wang estaba en varios lugares de mi interior. Me recorría
como alguien que visita, por primera vez, su nueva casa y explora todos los
resquicios, mide los espacios mientras empieza a acostumbrarse, a echar raíces.
Los pensamientos se dispersaron, como aves asustadas. El arquitecto las miraba
pasar, en una especie de observatorio ubicado en alguna parte de mi cuerpo.
Entonces recordé mis intentos por ser escritor de ficción y mis continuos
fracasos. Pensé que “La habitación amarilla” podría ser un buen título para un libro,
quizás el inicio de una novela o, mejor aún, una compilación de cuentos. Por
supuesto, no tenía idea de qué podrían tratar porque la habitación amarilla
podía ser cualquier cosa: un amanecer, la sensación de miedo que nos acompaña
en la infancia mientras hay una tormenta eléctrica, el momento de duda que
surge cuando bebemos café y alguien cruza la calle. Sin embargo, a pesar de lo
ambiguo de la tarea, sentí que podía realizarla, que estaba al alcance de la
mano. Entonces, el arquitecto Wang comenzó a hablarme. Su voz era una rama
evanescente, un jardín en el que comenzaban a entrelazarse nuestros destinos.
La voz me decía que lo intentara. Y yo no sabía si al terminar de escribir
quedaría atrapado para siempre en el cuerpo de él o, por el contrario, recuperaría
al fin mi vida. Supuse que tendría que confiar. Imaginé una habitación
amarilla, con mosaicos del mismo color y sin ningún mueble. Le añadí, como un
detalle interesante, un foco en el techo. Me senté frente a la computadora. Al
inicio dudé, pero comencé a teclear con incierta esperanza. Después de algunos
intentos pude ver una puerta. Atrás de ella estaba la habitación amarilla.
*Fuente: https://neotraba.com/la-doble-vida-del-arquitecto-wang/
-Alejandro
Badillo. (Ciudad de México, 1977)
Fugaces reencuentros*
Nostálgicas presencias
que a veces sin ser
convocadas
vienen a turbar la
muerta rutina.
Son como instantáneas.
Aparecen de pronto
ante nosotros
tras la cortina gris
de una tormenta
al otro lado de un
voraz incendio
en la fila del
hipermercado
o allende los
cristales de un acuario.
Y tratamos de asir
desesperadamente
la esencia del
recuerdo que despiertan,
el reflejo sutil de la
memoria.
Más al abrir los ojos
el paisaje ha
cambiado.
Nada es ya lo que fue.
Las queridas
presencias
se alejan como sombras
hacia otros territorios
en los que acaso sea
posible la palabra.
Más tarde, entre las
sábanas,
seguiremos buscando la
llave del enigma.
Pero el pasado no
vuelve para nadie.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
Ese
día en que todo lo perdido vuelve*
*Por Leopoldo
Brizuela.
La
juventud termina, dice Isak Dinesen,
cuando comprendemos que nuestro destino es exactamente igual al de los otros.
Entonces empiezan a importar los ritos.
El año pasado, para las fiestas, yo me fui,
solo, a Lisboa. Anduve largamente por callejones empinados, bajo guirnaldas de
lucecitas; me sentaba melancólico a tomar café con la estatua de Fernando
Pessoa; veía pasar familias con regalos y coros de niños que interrumpían sus
villancicos bajo el abucheo de la llovizna y, aunque me preguntaba qué cuernos
hacía tan lejos, no conseguía comprender. Hasta que una mañana, mientras
buscaba la salida del laberinto del barrio árabe, se desató una tormenta y sin
saber bien lo que hacía me refugié en la Iglesia de la Concepción, la más
antigua de la ciudad, la única que se salvó del terremoto de 1775. Estaban
celebrando misa. Como era día laborable, en la inmensa nave en sombras y ante
un cura vestido de dorado y blanco, tiritaban sólo unos cuantos ancianitos.
Pero cuando uno de ellos avanzó hasta el púlpito y empezó a leer las
Escrituras, tratando de imponer su voz por sobre el trueno y el diluvio, de
pronto, digo, comprendí. Arrullado por la música de los versículos me distraje
de lo que decían; y pensé en el Cristo lacerado de la entrada, pensé en el
Cristo lacerado de la entrada, pensé en la tormenta y en la ciudad inhóspita,
pensé en los barcos azotados contra el muelle y pensé en el mar que más de cien
años atrás habían cruzado mis bisabuelos portugueses. Pensé, en fin, en ese
rito que como durante siglos seguía acogiendo a ancianos y extranjeros, a
aquellos que no tienen con quién compartir su memoria, y me dije, de pronto:
"Esto es la poesía". Y no me pregunten por qué, pero también pensé:
"Esto soy yo". Comprendí, digo, y fue mi forma de comulgar.
Por favor, entiéndanme: aquí, en la
Argentina, Jamás piso una iglesia: soy, si Borges no me engaña, agnóstico. Y la
mayoría de los curas me parecen similares a aquel sacerdote lisboeta que se
impacientaba a cada vacilación del viejito lector y que luego recitó la liturgia
con la desgana de cualquier burócrata. Tampoco hablo de las ceremonias
patrióticas. Después del genocidio, de la guerra de Malvinas, de las leyes que
consagraron la impunidad, me repugna toda fiesta que incluya a los culpables, y
si alguna vez me llevan por confusión o por fuerza, seré aquellos que arriman
la silla vacía a la mesa de los saciados, quienes devuelven a su fuente
"la fruta podrida con que lacayos quieren envenenar mendigos".
Hablo de los ritos privados, secretos, que
inventamos cuando volvemos de los pocos sitios en que el recuerdo revive, un
jueves en Plaza de Mayo, una madrugada en el boliche cuando nuestra misma
conversación parece una manta de retazos, el cumpleaños de un hijo huérfano que
se vuelve, de pronto, la celebración de un antiguo deseo de dos. Hablo, en fin,
de esos ritos que nos inventamos para que en nuestra soledad, como en el día de
la creación, vuelva a escucharse el Verbo, porque nos sentíamos perdidos y
estalló la tormenta, porque acabó la juventud y ya no tenemos con quién
compartir nuestros recuerdos, y porque sólo volver a actuar como antes da
sentido a esto que somos.
Sé de gente que pone a girar viejos discos
de vinilo, y hay quien arregla su jardín y reparte en macetitas gajos de árbol
antiguo. Hay quien prepara pan dulce tan sólo para resucitar una antigua
artesanía y hay quienes se preocupan por conseguir uvas para comerlas una a una
a las doce del 31 al ritmo del viejo reloj de un abuelo gallego que inició la
tradición. En cuanto a mí, este año que tengo menos dinero y menos trabajo
también, he estado desarmando y limpiando, pintando y volviendo a armar una
cajita de madera balsa, tapa de vidrio y fondo de corcho, que un estudiante de
zoología fabricó para clasificar insectos hacia 1975, y que su madre me ofreció
hace un tiempo y yo acepté para guardar mis lápices. Bajo la caricia de la
lija, tantos años después, la madera estuvo soltando para mí, como un secreto,
su perfume de savia, y yo me acordé de aquel fin de año en que él y sus
compañeros se preguntaban cuál sería la bandera que empuñarían el día de los
grandes festejos, el Día de la Revolución, y un amigo proponía izar el delantal
con que su madre, cada mes, limpiaba la silla donde se sentaba brevemente el
patrón que venía a cobrar el alquiler. Yo, en cambio, para la fiesta eterna
elijo, no el dolor que protejo en mí con el pudor del amor y el cuerpo, sino la
breve fajita de letras blancas que identifica a la caja con un nombre
científico: Familia Chrisomelidae.
La elijo como bandera, digo, sin saber si
la cajita guardó insectos o mariposas, porque siento que es una buena forma de
nombrar esta nueva familia que fuimos construyendo, este lazo que nos reúne en
la tormenta como un templo disperso, este rito en el que todo lo perdido
vuelve, vuelve, desde allí en donde esté. Familia Chrisomelidae, sí: vos, yo,
nuestros muertos y nuestros hijos, nuestra poesía y nuestro inmenso silencio.
No un museo: un antiguo deseo en marcha. Familia Chrisomelidae, y ya no
importan nuestros nombres.
El año pasado, en Lisboa, conocí mi primer
fin de año en invierno. Mientras iba solo, recorriendo monumentos llovidos con
una guía turística y un paraguas maltrecho, comprendí con cierta envidia para
qué se sirven turrones, nueces, chocolates, en las fiestas: para esperar, para invitar,
para acoger a las visitas ateridas de frío y de misterio. Y ahora que dejo de
escribir y vuelvo a poner mi lápiz en la caja, ahora que cierro su tapa de
vidrio, siento que escribo, sí, para volver a esperar, que acabo de tender mi
mesa y la fiesta recomienza.
Y llaman a la puerta.
-En Clarín edición del viernes 29 de
diciembre del 2000-
- Leopoldo
Brizuela.
(La
Plata, 8 de junio de 1963 - Buenos Aires, 14 de mayo de 2019)
*
El hombre cavó con
calma un hoyo en la tierra húmeda y enterró en él la máscara que fue la
representación de sus ancestros. Y nació del hueco un árbol robusto y mágico de
cuyas ramas colgaban miles y miles de ojos en lugar de hojas. La vieja madera
volvió a ser madera viva, verde y fulgurante como el mismo brillo de las
estrellas; el hombre agotado y viejo se refugió bajo su cobijo a esperar a que,
las alas de la gran sombra le llamaran de vuelta a las raíces del gran árbol.
Porque todo ha de volver a su destino. El agua al agua, el fuego al fuego y la
soledad del cuerpo a otro cuerpo. Y el árbol dio testimonio de su vida ante el
gran viento y los miles de ojos lo lloraron con la intensidad de lluvia, y las
aves parlotearon en el aire su regocijo por el sabio de la máscara. Pero
durante la séptima estación de lluvia una nueva máscara fue consagrada en el
bosque para que fuera los ojos de aquel hombre que se perdió en el gran sueño.
*De Daniel
Montoly. danielmontoly@yahoo.es
(Montecristi, República Dominicana, 1968)
El
blues de los pájaros*
Sobre el río flotaba el piano
y sobre el piano, sin rostros,
dos personas cruzadas de piernas
hablaban en voz baja
la charla giraba en torno a un poeta chino
que leía sus textos a los pájaros
si no volaban el poema era posible
atrás, el piano ardía sin extenderse al
resto
últimamente recuerdo este sueño, esos
detalles
y a ese extraño poeta chino
ahora sé quiénes son
los rostros aparecen sobre el piano
sin los cuerpos, los pájaros tocan blues
y yo estoy quieto, extasiado
sin poder volar
*De Andrés
Bohoslavsky.
-Del libro Una noche en bosque-poesía y
otros poemas.
(Leviatán,
2014).
*
Qué difícil darse a
entender a otros si uno mismo es un malentendido de sí mismo.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Luces
en la noche*
¿Vamos?
La pregunta de Fabio la sorprendió. Su
hermano había planificado una noche diferente, para cortar la aburrida rutina
que era habitual en aquel paraje casi desértico.
Los niños habían decidido llegar hasta las
vías del tren, distantes a unas cuadras de su casa, una vez que sus abuelos se
durmieran.
El pueblito (tal vez ni llegaba a ser eso)
en el que vivían no era muy divertido los días de semana para ellos. Casi
adolescentes, vivían desde pequeños con sus abuelos. El único entretenimiento
era la televisión, que se interrumpía indefectiblemente a las 12 de la noche,
cuando la repetidora del canal dejaba de funcionar. Los abuelos cenaban y se
iban a dormir temprano pero los niños tenían demasiada energía para imitarlos. Minutos
antes de la medianoche podían escuchar la sirena del tren de pasajeros que
cruzaba sin detenerse por ese lugar, atravesando con rapidez el campo oscuro.
A Fabio se le había ocurrido que podía
asustar a algún pasajero insomne. Desde el tren, sólo podía verse un paisaje
oscuro. Las luces del pueblo estaban lejos.
Salieron silenciosamente de la casa y
cruzaron el alambrado, cada uno con su linterna. Fabio había asustado a algunos
niños en las reuniones familiares, colocándose una luz bajo el mentón. El
resplandor, que iluminaba la cara desde abajo, distorsionaba sus rasgos y
causaba un poco de sobresalto a quien era sorprendido por esa aparición.
¿Algún desprevenido pasajero vería la cara
de los niños al pasar? Era poco probable, pero Fabio no se desanimaba
fácilmente y con tal de hacer algo distinto aquella noche, lo intentaría.
Mara sintió un poco de temor al ver la roja
luz del tren que se acercaba rápidamente, emergiendo desde la lejana negrura de
la noche.
De todas formas hizo lo mismo que su
hermano. Se ubicaron cerca de las vías, donde podían ser divisados desde las
ventanillas y prendieron sus linternas.
El tren pasó con indiferente velocidad
frente a ellos. Fabio gritó, pero Mara sabía que no podía ser oído. Había
terminado el juego. No fue tan apasionante como ella imaginaba pero valió la
pena intentarlo.
Decidieron volver a casa, pero Fabio empezó
a correr. Una broma que le hacía a menudo, salvo que en esta circunstancia era
de noche y no había luna.
Mara le gritó: no podía alcanzarlo. Él era
mayor y más rápido.
El pasto estaba alto y no se veía casi
nada. Mara pensó en los grillos, los sapos y las aves nocturnas y se
estremeció.
Se esforzó por correr más rápido. Una
lejana luz mostraba la dirección de la casa. Sorpresivamente, algo cubrió su
boca y su nariz. Entre el terror y la sorpresa, trató de liberarse, pero era
tanta la presión que se asfixiaba. Comenzó a desvanecerse.
“Me
muero”, pensó.
En el tren viajaba una mujer que, aunque
había jurado no volver más a su pueblo, regresaba. Los trámites de la sucesión
de la casa de sus padres exigían que retorne a ese triste lugar, lejano en la
distancia y el tiempo. Había que tomar decisiones, firmar papeles.
“Sólo
usted puede”, le dijo el abogado por teléfono.
El vagón estaba oscuro. Todos parecían
estar durmiendo. Seguramente ella sería la única que continuaba despierta. No
tenía ni el cansancio ni la tranquilidad necesaria para dormir.
Cada tanto, una luz en el camino iluminaba
el vidrio de su ventanilla y podía ver su reflejo.
“¿Tanto
envejecí?”, se preguntaba. Tal vez fuese el cristal que cambiaba sus rasgos o
realmente el paso del tiempo le mostrara un rostro un poco extraño, que no
había advertido antes.
Sólo había oscuridad afuera. Algunas luces
lejanas anunciaban la existencia de pequeños grupos de casas o poblados.
De pronto un diminuto destello le llamó la
atención. A medida que se iba acercando, Laura intentó comprender qué era esa
pequeña luminosidad en medio del negro campo. Pronto estuvo cerca, cada vez más
y cuando pasó el tren junto a ella fue tan veloz que no pudo distinguir bien de
qué se trataba, pero advirtió a varias personas jugando con luces. Algo la
inquietó. No pudo ver bien las siluetas ni sus caras. Tal vez estaban
casualmente en ese lugar, pero no se sintió tranquila.
El tren siguió, imperturbable, atravesando
la noche.
Laura sentía que habían pasado horas desde
que había subido a él. El viaje era más largo de lo calculado.
Dormitó unos minutos y despertó. ¿Adónde
estaría? Su celular se había apagado hacía rato y eso la alarmó. ¿Cuánto hacía
que estaba viajando? Todos dormían… No se atrevió a despertar a nadie para
preguntarle.
De pronto, y para su alivio, el tren
comenzó a disminuir la velocidad. Estaban llegando a alguna estación.
Increíblemente, no había luces cercanas y cuando al fin la máquina paró, no
pudo ver el nombre del sitio. En el oscuro andén, sólo estaba sentada una niña
con una linterna en la mano, y esa era la única luz existente.
Laura decidió bajar y acercarse a ella.
“¿Dónde
estamos?”, le preguntó.
La niña la miró con ojos abatidos. “No lo
sé. Yo sólo estoy esperando un tren que me lleve de vuelta a casa”.
La sirena de la locomotora las aturdió. Su
tren se iba. Laura sintió un gran desasosiego.
¿Cómo podía estar sola una niña en ese
lugar? Entre tanta oscuridad, con tantos peligros…
Una dolorosa visión inundó su mente.
Si alguien la hubiese acompañado aquella
noche, en el paraje Los Eucaliptus…
Si su padre no se hubiese quedado bebiendo
con sus amigos…
Si hubiese podido gritar…
Ya no importaba la condena ni el castigo a
quien cometió el delito. Ella lo único que quería era olvidar, sacar esas
escenas de su memoria.
Pero ¿Se pueden eliminar los recuerdos
dolorosos? ¿Alguien puede borrarlos?
“Sólo
usted puede” había dicho el abogado.
Se sentó junto a la niña y le tomó la mano,
sin saber lo que hacía, impulsada solamente por una fuerza interna, eterna, la
de su corazón.
A lo lejos se veía la luz blanca de un
nuevo tren que se acercaba.
Mara se despertó. Todavía era de noche y el
rocío había mojado su ropa y su piel. Fabio se las pagaría. Le iba a contar
todo a los abuelos. Esas bromas no se hacen. Fue dando zancadas hasta la
pequeña casa y, furiosa, entró.
“¡Fabio!”
llamó sin alzar demasiado la voz. “¡Salí, idiota!”
La puerta del dormitorio se abrió despacio
y la cara de Fabio expresó asombro y culpa: “¡Mara!” gritó.
Desde el otro dormitorio salió el abuelo y
comenzó a llorar.
“¡Fue
su culpa!, se defendió Mara “Él me dejó sola, junto a las vías del tren”.
Fabio se acercó a ella y agarrándole las
manos, le dijo despacio: “Eso fue hace tres años, Mara”.
Laura
despertó justo cuando llegaba a su destino. Se bajó del tren despacio. El
pueblo no había cambiado mucho. Algunas calles asfaltadas, algunas casas más.
Nada sorprendente. Caminó unas cuadras hasta la oficina del abogado.
Lo atendió su secretaria. No esperaba a
nadie, le dijo.
Laura se sentía desconcertada. ¡Él la había
citado allí! Cuando le dijo su nombre, la secretaria la miró asombrada.
“¡Él
la citó aquí, pero hace tres años!”, le respondió. Como ella no se había
presentado, todos los trámites quedaron suspendidos.
Laura estaba confundida.
“Bueno, aquí estoy”, pensó. “Tal vez sea un error, pero estoy aquí y
puedo terminar con todo esto”.
Mientras esperaba al abogado, se asomó a la
ventana y, tranquila, se preguntó por qué no había regresado antes a su querido
pueblo.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
-Santo Tome. Provincia de Santa Fe.
-Próxima estación:
FRANCISCO A. BERRA.
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial:
ESTACIÓN
GOYENECHE.
GOBERNADOR
UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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Coiro.
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