LA CONQUISTA DE LA AVENTURA HUMANA.
*Obra de Walkala. Luis Alfredo Duarte
Herrera (1958-2010).
-En Aurora Boreal.
Walkala: un homenaje in memoriam
http://www.auroraboreal.net/index.php?option=com_content&view=article&id=1367%3Awalkala&catid=94%3Apintura&Itemid=160
DESTINOS *
(Casi una poética)
"Tu destino te sorprenderá cada
momento"
WILLIAM BLAKE
Desde qué orilla abrir, cerrar
los ojos;
desde cuál punto de qué orilla.
Cada orilla,
cada punto de orilla adelanta,
en su cielo
y horizonte, una respuesta
diferente
que supone cada palabra que
se imagine
o que se diga. Todo camino
comienza
a abrirse según donde decida
afirmar
uno los pies y hacia dónde
apunte
uno su historia y su mirada.
Uno eligió
–o eligió por uno el fuerte
viento–
cada segundo, cada
rumbo,
cada sendero ahondado o
vasto
y nada puede salvarse en
un cruce
ni en un momento solo que
se abra.
La suerte, o mala suerte,
siempre
estuvo despierta y estuvo
echada
como una apacible leona
al pie del árbol.
* De Eduardo
Dalter.
-De 7 Poemas (2006)
Humanidad
fragmentada*
En ‘El
valor de la atención’ (Planeta) el periodista Johann Hari explora el efecto de las tecnologías contemporáneas en
la salud mental
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
No son noticia los índices cada vez más
altos de problemas mentales en la población mundial. Factores como la
alimentación, el llamado burnout laboral y la violencia contribuyen a que, año
con año, portales de noticias anuncien el aumento de la depresión, el estrés y
la ansiedad. Una afectación en ascenso es el déficit de atención o TDAH (Trastorno
por Déficit de Atención con Hiperactividad). Cualquier maestro de educación
básica, media superior o superior puede atestiguar que esta condición afecta a
un número cada vez mayor de estudiantes. La psicología y la psiquiatría
describen el TDAH no como una enfermedad sino como una deficiencia en el
funcionamiento de neurotransmisores y una diferencia en el funcionamiento del
cerebro respecto al resto de la población. Sin embargo, también refieren la
influencia del medioambiente y el entorno social.
La tecnología raras veces está en el centro
del debate cuando se habla de los problemas mentales que sufre el habitante del
siglo XXI. En años recientes, en el ámbito educativo al menos, se ha empezado a
restringir el uso de los celulares en las aulas por la distracción que ocasiona
a los estudiantes. También se promueve el alejamiento de las pantallas y el
regreso a la escritura manual. La pandemia generada por el covid mostró los
daños que puede causar una vida digital y sin interacción presencial. Muchos
piensan que restringir el uso del celular y las redes sociales es la solución
ideal para regresar a los tiempos en los que la falta de concentración y la
distracción no eran un problema. El asunto, por supuesto, es más complejo de lo
que parece.
El periodista Johann Hari publicó en el 2022 el libro El valor de la atención. Por qué nos la robaron y cómo recuperarla (Planeta).
La investigación se centra en el uso de la tecnología y cómo ésta nos ha
llevado a una epidemia de falta de concentración. Se centra particularmente en
el uso del celular, un dispositivo ubicuo que se ha convertido en una extensión
de nosotros mismos. A menudo se piensa que el único problema con los celulares
y las redes sociales es el uso de la información personal para bombardearnos
con publicidad. Las afectaciones van más allá.
La tecnología de comunicación actual está
diseñada para crear adicción a las plataformas que llenan nuestras pantallas.
Hari lo comprobó cuando hizo una suerte de retiro de desintoxicación y se
deshizo del celular durante un viaje a un pueblo pequeño en Estados Unidos.
Como podrá suponer el lector, el periodista sufrió un síndrome de abstinencia
que sólo cedió cuando pudo comprobar la vida que se puede llevar lejos de la
adicción a internet. Por primera vez pudo concentrarse plenamente y fijar su
atención en cosas que habían pasado desapercibidas anteriormente. La lectura,
en particular, se volvió una experiencia inmersiva, muy diferente al tipo de
lectura volátil a la cual estaba acostumbrado.
El libro de Johann Hari no es el primero en
el cual se alerta de la intrusión de la tecnología en nuestra vida cotidiana,
pero es uno de los pocos que aborda el problema de forma sistémica. A través de
entrevistas con varios investigadores pone sobre la mesa la construcción de una
humanidad fragmentada y distraída. La dictadura de las pantallas es normalizada
–idealizada, incluso– por la ideología del tecnoutopismo. Lo que ocurre, atrás
de las fantasías de innovación que vende el discurso empresarial, es una
extracción de la atención cuyos efectos están a la vista de todos. Por medio de
estrategias sacadas del conductismo, propuesto por psicólogos del siglo XX como
B.F. Skinner, se diseñan las plataformas de Internet para recompensar
emocionalmente a los usuarios. No hay, en absoluto, la intención de acercar a
las personas (como afirma una y otra vez Mark Zuckerberg, dueño de Facebook);
el objetivo es captar al máximo su atención gracias al scroll infinito y al
reforzamiento de hábitos que generan ganancias ingentes para las corporaciones
que dominan el mercado.
¿Cuáles son los saldos de una humanidad
fragmentada? Hasta el momento no hay mediciones exactas, pues estamos ante un
fenómeno multifactorial. Lo que sí se puede saber es lo que ocurre frente a
nosotros todo el tiempo: popularidad de grupos extremistas, falta de
comprensión de la realidad –pues la atención está sometida a estímulos que
impiden una concentración a largo plazo–, individualismo extremo que
obstaculiza la creación de comunidad fuera de Internet. Las personas viven un
continuo reinicio –reset– que erosiona la memoria y privilegia un presente
superficial y cada vez más precario. La solución que provee el mercado, un
mecanismo que no toca la estructura del “capitalismo de plataformas” como la
llama el investigador Nick Srnicek, es personal y vinculada al “optimismo
cruel”, es decir, a la culpabilización de la persona por no superar, por sí
misma, los problemas de la tecnología.
Dar la batalla a las corporaciones
tecnológicas, como apunta Johann Hari en su libro, implica algo más que
presionar un botón para limitar la intrusión digital en los celulares o hacer
planes para desconectarse de la red de vez en cuando. La desconexión, de hecho,
es un privilegio en un mundo en el que el ámbito laboral y educativo te empujan
a fundir tu vida con la tecnología sin importar las consecuencias. Internet es
un ecosistema invasivo como lo fue la electricidad a finales del siglo XIX. La
diferencia es que creemos que gestionamos para nuestro provecho las redes
cuando, en realidad, ellas nos condicionan a través de sus algoritmos y diseños
que fragmentan la atención. La batalla, entonces, debe empezar por desmitificar
la tecnología sin caer en posiciones tecnófobas y, por otro lado, proponer una
administración democrática de la red que regule, efectivamente, los numerosos
efectos secundarios provocados por el infinito afán de lucro de las
corporaciones como Facebook, X, Amazon y demás. Una apropiación popular de
Internet es el único futuro posible antes de que sea demasiado tarde.
*Fuente: LA TEMPESTAD.
https://www.latempestad.mx/humanidad-fragmentada/?
*Alejandro Badillo. (Ciudad de México,
1977)
-Es autor
de los libros de cuento: Ella sigue dormida
(Tierra
Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc),
Vidas volátiles
(BUAP), Tolvaneras
(SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana.
Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela)
“La Habitación Amarilla” por Editorial BUAP.
Las novelas
La mujer de los macacos (Libros
Magenta),
Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado
Nervo). Y
“Reconstrucción” Ediciones EyC.
*
La premisa de los otros
es el fantasma. Intercepta el tren con un
choque, quizás leve,
y aunque parezca que hay cordura en las
palabras
es el miedo lo que tiñe
de horrores la promesa de Paraíso.
La premisa es la coartada
un modo más tolerable
de estar en el mundo
una forma
de hablar sobre uno mismo sin oír.
Ante la premisa es mejor callar
un hombre preso de su propia sordera es
como un pájaro
que cree estrellarse contra el bosque
entero
pero en realidad solo
se trataba
de un único árbol.
*De Mercedes
Álvarez. alvamercedes@gmail.com
-Mercedes
nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata
hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se
licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster
en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos
(Baile del Sol, España, 2010), Historia
de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a
la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón
(Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés
de cuento latinoamericano.
-Su libro de cuentos Grow a lover fue editado por Pensamientos Literarios
(www.pensamientosliterarios.com)
LAGARTIJA
Y LITERATURAS*
Una forma extraña flota en el balde rojo
que lleno de agua. No es una hoja seca, ni una pelusa, algo de mi instinto me
avisa que atención que esto que flota no es ni una hoja marchita ni una nada
sin más datos curiosos.
Flota. Tiene cuatro patas minúsculas. Tiene
la forma de una lagartija. No se mueve la minúscula lagartija transparente
sobre la película invisible del agua. Tan liviana, tan Jesús caminando sobre el
agua pero sin Galilea ni discípulos. Una lagartija que se mantiene ahí,
cuerpecito ahusado y patitas de dedos microscópicos.
Con cuidado busco la pala de recoger el
polvo después del escobillón, y saco al animalito que presupongo muerto. No se
mueve; así como lo pesqué así queda en la pala rosada. Lo pongo a la altura de
mis ojos para poder distinguir los finísimos dibujitos en la piel película de
plasticola seca sobre el dorso de la mano, la piel micrón y microscopio y
crueldad absurda de clase de biología "hoy disecamos al batracio".
Miro apenas al animalito inmóvil y es la extrañeza de las cloacas que de pronto
abstrajo Kundera, y la ciudad desapareció y sólo quedó una horrible red inmunda
de caños que se entrecruzan, bajan, suben, se abren en temibles inodoros como
bocas hambrientas. ¿Por allí vino?
Miro a la lagartija que a pesar de parecer
enteramente muerta tiene la cabecita erguida. La cabeza es una cabeza de
alfiler con dos insondables oscuridades, dos brillantes estrellas negras en la
carita que no es de piedra, que no es rosada, que no es el axolotl de Cortázar,
pero quién sabe. De la familia al fin y al cabo, me digo, una especie de
axolotl de entrecasa, de los que aquí podemos conseguir para pensar en algo más
lejano y extraño y abismal.
La miro, pequeña lagartija junto al balde
rojo sobre la pala rosada, ojos negros cabecita en cuarenta y cinco grados,
transparencias de velo de tul de danzarina desvergonzada por qué no árabe, aún
mejor, por qué no Salomé y al fin y al cabo está el rojo del balde y al fin y
al cabo la lagartija sobre la pala muy bien podría ser la cabeza de Juan el
Bautista con esa cara de nada que tienen las cabezas de los degollados.
Y entre medio de Juanes y bautismos y agua
de ondas concéntricas, el animalito abre una boca sorprendentemente enorme, y
le brota una burbuja perfecta. La he mirado con tanta atención que pasa lo de
siempre, ahora bajo el escrutinio se ha agrandado, y en la cabecita que sí, es
de alfiler, en la cabecita de alfiler las fauces que revelan la vida y la
ferocidad (siempre la vida y la ferocidad tan emparejadas), las fauces que
revelan animación y rapacidad son enormes a mi atención extática. Bosteza un
dragón, aquí sobre mi palita rosada. Y tanta heráldica, diría Borges, y tanto
animal majestuoso
diría Borges, en los escudos, y el león que
al fin y al cabo es pariente de los perros y come lo que le trae la hembra.
Llevo con cuidado la palita escaleras
abajo. Escaleras abajo, qué linda frase. A los franceses se les ocurren las
mejores réplicas, las frases más ingeniosas cuando descienden las escaleras, es
la manera de decir que lo mejor se formula cuando finaliza la discusión y ya es
tarde, y es la manera de decir que todos viven en departamentos con escaleras.
Y quién lo dijo, no recuerdo, pero siempre me fascinó esa frase, desde pequeña,
en esta ciudad en que nadie tenía escaleras, en esta ciudad plana de casitas
bajas que se fue transformando en esta otra ciudad con gente en cajas de
cartón, gentes de balcón cerrado y piso de parqué falso. Y claro que Ítalo
Calvino a este punto, esto de bajar la escalera en medio de una ciudad que
crece concéntricamente, que bien podría ser relatada por algún viajero que se
entrevistase, pongamos por caso, con el Gran Khan.
Y dejo a la lagartija en el césped como
quien con cariño cede parte de su herencia. Debajo de las plantas de las que
desconozco nombres y pertenencias deposito al bichito que de vuelta es tan
pequeño aquí, tan liliputiense y yo tan Gulliver. Vuelvo a subir peldaño por
peldaño la escalera de hierro, vuelvo a mis libros y al falso crepúsculo de
entre paredes donde las voces de los escritores me narran el mundo, sus mundos,
me soplan ráfagas de vidas pasadas y ajenas obsesiones sobre el simple episodio
de exiliar a una pequeña lagartija.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
Georgina*
Estaba asomado al mar
por babor. Miró distraídamente un barco que se cruzaba con el suyo y vio en la
cubierta, tomando el sol a Georgina. La llamó con un grito que se llevó el
aire. Inmediatamente el barco y Georgina desaparecieron.
El hombre bajó
rápidamente al camarote donde encontró a Georgina agitada, como saliendo de una
pesadilla.
- He soñado que estaba
tomando el sol en un barco - le dijo al verlo entrar - y cuando me llamaste
desperté.
*De Joan
Mateu.
Cuando
hemos perdido todo*
En su última novela, Pablo de Santis
escribe a propósito de un personaje que se ve obligado a decir cierta verdad a
la persona que ama: "dudó, porque toda verdad es una forma de
despedida". Como ese personaje, siento que la terrible crisis argentina es
la hora de decirnos la verdad; que es la despedida de todo aquello que creímos
ser, engañados por una ficción política que muchas veces no tuvimos el valor o
la lucidez de desbaratar. Y que asumir el casi insoportable dolor de esta despedida,
utilizarlo como acicate para nuestra creatividad y nuestra solidaridad, es
nuestra única posibilidad de sobrevivir.
Quizá porque todo lo que construimos en la
adultez parece a punto de destruirse definitivamente, a menudo creo revivir
situaciones de infancia que me cuesta mucho recordar con precisión. Los
primeros días, por ejemplo, creía reconocer aquel momento de la misa en que uno
se sentía mirado por un Dios al que era imposible mentir y sobornar; pero de
inmediato me corregía, porque el temor de Dios entrañaba una fe en su bondad de
padre. Hasta que hace unos meses, en un bar al que llego todos los fines de
semana por las calles de Buenos Aires entre asaltos y mendigos, mi amigo Pablo
Pérez el equilibrista me dio una clave: "¿Sabés? Una noche, en Mendoza, a
los once o doce años, soñé que despertaba y saltaba de la cama y al abrir la
puerta de mi casa sólo encontraba una inmensa llanura, y allá, a lo lejos, una
casilla cerrada que corrí a abrir y en donde estaba Dios. Estaba encogido y tembloroso,
Dios, con unos ojos enormes que parecían pedir piedad. Cuando le pregunté por
qué estaba asustado, Dios me dijo que ya no podía volar. Y desde que me
desperté", termina Pablo, "yo mismo empecé a treparme a los árboles y
a aprender este oficio que todavía no sabía que existiera". De alguna
manera todos nosotros, aun los que no creemos, sentimos que "Dios está
asustado" porque nuestra imagen del mundo y de la historia, la que
justificaba hasta ahora todas nuestras acciones, nos ha mostrado para siempre
sus propios límites, sus incapacidades de entender y actuar. Sí: hemos asumido
que Dios está demasiado asustado para ayudarnos. Y en el dolor del abandono,
sentimos que sólo nos quedan dos posibilidades: o morir o vivir. Y sobrevivir
es mirar valientemente aquello con que todavía contamos, y sobre todo, como
aquel chico en los árboles de Mendoza, disponerse a aprender. Porque, ¿qué nos
queda cuando parecen habernos robado todo? En principio, aunque suene a lugar
común, nos queda la memoria, pero no ya como mero sitio de homenaje, ni
siquiera como utopía realizada y perdida, ese paraíso de los padres fundadores
que nos inmoviliza en veneración y nostalgia. La lección de los tiempos es,
incluso, contraria: no somos una identidad inmutable, sino los sujetos de una
historia de inevitables mutaciones que debemos tener siempre presente para que
el cambio no derive en traición. Tenemos la memoria, digo, como sitio del
presente repleto de herramientas todavía utilizables. Impedidos de comprar CDs,
resucitamos las bandejas y los wincos y vamos por la ciudad rebuscando discos
de vinilo que familias en bancarrota salen a vender o a trocar a las plazas:
así resucita, casi intacta, la música de una argentina empeñada en escucharse a
sí misma y a hacer escuchar sus voces, desde los alumnos del Mozarteum a los
bagualeros de Yala, desde los baladistas del Di Tella a la gota de agua o el silbido
de un barco que Leda Valladares perseguía por la ciudad con un diminuto
grabador Geloso: Una Argentina que de pronto sabemos que sonaba para hoy y para
nosotros. En las reuniones, ya cantamos distinto.
Muchos de mis amigos, escritores y
foniatras, cantores y hasta reparadores de electrodomésticos, se han puesto a
escribir manuales: no ya para aprovechar tal o cual demanda de las editoriales,
todas al borde de la quiebra. Todos tenemos la misma urgencia de compartir esos
saberes que creíamos haber olvidado simplemente porque nadie nos lo requería,
porque nos habíamos acostumbrado a hacer nuestros trabajos según órdenes ajenas
o extranjeras o porque, en fin, nos habíamos resignado a que nos hubieran arrebatado
nuestro puesto de trabajo. Una de esas amigas me dice que en los talleres de
escritura, por ejemplo, han sido muy pocas las deserciones: lo que era, hasta
diciembre una actividad secundaria se ha revelado como el último lugar en que
un pueblo defiende la posibilidad de decirse, de imaginarse, de elaborar,
contra la alienación, un lenguaje nuevo y propio.
Por supuesto, no confundo estas formas de
resistencia con ninguna victoria final, ni siquiera la auguro; pero las señalo
como lo que son, luces imprevistas que nos permiten seguir dando pasos en medio
de esta oscuridad, apostando a que nos suceda lo mismo que al protagonista de
aquel cuento danés que, después de toda una vida de aventuras durísimas, subió
a la cima de una colina y vio que su itinerario por la comarca había dibujado
una figura precisa: la figura de una cigüeña. Y que esa figura le daba, porque había
sido fiel a su deseo, un premio más cierto y profundo que la felicidad: el
premio de la comprensión.
En verdad, escribo estas vivencias y me doy
cuenta de que en medio de la tragedia aprendimos a aprender de todo y de todos:
y que el cuidado de una planta o un animal, de pronto tanto menos frágiles que
nosotros, o la escritura de una novela, tanto más espaciosa y acogedora que
nuestra propia vida, me han enseñado mucho sobre el tiempo, en estos meses que
he vivido con la intensidad de los muy viejos, incapaz de concebir la idea del
futuro.
Por eso, contra esa obligación
"políticamente correcta" de estar tristes, me parece urgente
contraponer esta evidencia, obvia desde siempre en todas las militancias, aun
-y acaso especialmente- en las que surgen como respuesta a una de las tragedias
más horrendas; esa evidencia obvia, digo, en el increíble fenómeno de las
asambleas populares o del movimiento piquetero: el dolor, en lo que tiene de
verdad, abre camino siempre a la belleza, "porque la belleza es verdad, la
verdad es belleza y nada más importa saber sobre la tierra". Más aún: el
dolor exige convivir con la alegría, nunca con la tristeza, que es negación y
muerte. La alegría de crear, la alegría de servir, la alegría de saberse
útiles.
Y si no, fíjense en esta última historia
verdadera. Mi amigo Ivo Machado, que es poeta y controlador aéreo en Portugal,
recibió una noche la llamada de un piloto que volaba solo en medio del océano
Atlántico. cuando el piloto le describió su situación, Ivo le dijo lo que el
otro quizá no se atrevía a admitir: que carecía de combustible suficiente como
para llegar a cualquier costa, y que debería prepararse para acuatizar. Durante
unos minutos, el piloto siguió haciendo preguntas vacilantes, preguntas que
eran excusas para no quedarse en el silencio del mar y que Ivo respondía con
precisión y solidaridad: no, en esas latitudes no había tiburones; sí, claro,
la temperatura de esas aguas, aun en invierno, no representaban peligro alguno.
Creo que el piloto mandó entonces algún
mensaje, y que Ivo prometió retransmitirlo. pero cuando ya no hubo más que
decir, el piloto intentó despedirse. Ivo, sin saber por qué, le preguntó si, en
lugar de quedarse en silencio, no quería oír poesía. El piloto dijo sí, y
durante casi una hora, hasta que finalmente el piloto se perdió en el silencio
final, la voz de Ivo cruzó la inmensidad llevando los versos que había amado
durante toda su vida. Ivo nunca me contó si el piloto era portugués: en tal
caso, el piloto habrá sentido que toda la cultura de su pueblo acudía en su
ayuda; si no era portugués, y aunque el sentido se le escapara, igualmente
habrá podido percibir que el ritmo de los versos se plegaban dócilmente al del
mar y al de la luna, y que ésa es la conquista de la aventura humana.
Pienso en Pablo, el equilibrista, planeando
sobre las mesas del bar y en Ivo diciendo sus poemas. Pienso en el chico que
fui y en el que, de algún modo, somos todos en medio de esta tragedia y me
parece oír, en todos los casos, el mismo silencio, y es el silencio de una
ceremonia, y es un silencio sagrado. El comienzo de un rito, sí, que
repetiremos siempre para saber que una vez nos salvó esta verdad: "Dios
nos abandonó, y cae la noche. Pero estás vos y estoy yo. Vamos volando".
*De Leopoldo
Brizuela.
-Publicado en Clarín del jueves 6 de junio
del 2002.-
*Leopoldo
Brizuela Grau (La Plata, 8 de junio de 1963 - Buenos Aires, 14 de mayo de
2019)
https://es.wikipedia.org/wiki/Leopoldo_Brizuela
Epostracismo*
Arrojábamos piedras
planas en la laguna
con el filo horizontal
en el sentido del agua
la gracia era
conseguir dos o tres o cuatro
rebotes limpios antes
de que se hundieran.
Es una habilidad
baladí que se aprende y
se hace por puro
placer, ninguno espera
recibir nada por ella
ni encierra un mérito
especial conseguir que
las piedras vuelen.
Sin embargo, sin
explicar la manera nadie
creería posible que
las sólidas piedras
puedan rebotar en una
superficie blanda
como el agua sin
hundirse. La condición
de mi linaje es esa
aptitud para rebotar
alto y sin quejas ni
dolor en las caídas y
hacer creer a quién
nos ve que logramos
volar y no es así, no
es un vuelo.
*De Horacio
Martín Rodio. horaciorodio@hotmail.com
-Horacio
Rodio nació en Llavallol, provincia de Buenos Aires, en 1954. Realizó
talleres con Laura Massolo y Liliana Díaz Mindurry. Obtuvo más de cien premios
nacionales e internacionales en cuento, poesía y novela, con publicaciones en
Argentina, España, Colombia y Chile. Es autor de los libros de cuentos Palabras de piedra (Baobab, 1999), Media baja (Dunken, 2012) y La insistencia de la desdicha (Ruinas
Circulares, 2018), y de los poemarios El
cinturón de Orión (primer premio del 15° Concurso “Adolfo Bioy Casares”,
Ediciones Municipalidad de Las Flores, 2022) y El libro de Hopper (Pierre Turcotte Éditeur, Canadá, 2023). Ese
mismo año, el sello español Avant Editorial publicó su novela Ausencia y error.
-Reciente libro de cuentos de Horacio
Rodio-
La oscuridad de los
hechos.
-Editorial Esa luna tiene agua.
SIOFN*
"Después de haber pasado varias veces
por el planeta SIOFN los seres tienen una vida sin pasión. Los supera saber que
su nuevo cuerpo tiene fecha de vencimiento; ya no sienten estar en una vida
verdadera con peligros y desafíos, incertidumbres, frustraciones.... se limitan
a administrar su tiempo dentro de redes psicofísicas a las que confirman su
pertenencia con gestos tan automáticos, tan naturalizados en su
inconsciencia"
Por eso el hombre ruega que lo transfieran
a un planeta de "sangre caliente" donde la vida merezca ser vivida.
Donde pueda sentir de nuevo -como aquella remota vez- que cada instante es un
principio y un final.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
*
Sueño que las cosas
duermen y que un extraño día pueden despertarse.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Érase
una vez en el desierto del sur*
Bronson me dijo algo que no entendí.
Parecía malhumorado, pero luego supe que no lo estaba. Simplemente, la
estructura de su rostro hacía que siempre pareciese de mal humor. Incluso
cuando sonreía, uno tenía la sensación de que debía andarse con mucho cuidado
con él. Uno de los ayudantes del director me lo tradujo: “Eres demasiado
pálido, chico. Ve a que te maquillen bien”.
Agradecí en un susurro ante la mirada escrutadora del actor y busqué a
alguien de maquillaje.
Un conocido me había hablado del asunto
mientras tomábamos una cerveza en el bar de Paco. Iban a rodar una película en
el sur y necesitaban figurantes. Yo no sabía de qué iba todo aquello. Suponía
que haría falta algún tipo de aptitud o preparación, pero el tipo dijo que no,
que solo se trataba de estar en alguna parte, gesticular o pasar ante la cámara
u otro tipo de trabajo sencillo. Y la paga decían que no era mala.
Puesto que estaba sin trabajo y hasta dos o
tres meses más tarde no preveía nada en el terreno laboral, investigué más a
fondo el asunto. (No negaré que la oportunidad de salir en una película y
americana, además, me hizo sentir un cosquilleo). El casting iba a tener lugar
en Almería, una ciudad de Andalucía, a casi ochocientos kilómetros de mi hogar.
Eso me retrajo un poco. Actualmente son poco más de siete horas de viaje, pero
en 1968 las carreteras eran malas y el viaje (que al final realicé) resultaba
interminable.
Llegué al anochecer y me alojé en un hostal
de mala muerte, pero no podía permitirme otra cosa. Al día siguiente madrugué y
me dirigí a la dirección que me habían dado. Cuando finalmente llegué al sitio,
me encontré una multitud de jóvenes con el mismo propósito que yo. Algunos
provenían de esa misma zona, pero muchos habíamos llegado desde diversas partes
del país e incluso, según me contaron, unos pocos habían venido desde Portugal
y Francia. Tuve suerte: Fui de los primeros en pasar a la zona de pruebas: Me
otorgaron un número, me midieron, me formularon algunas preguntas y después me
hicieron una prueba de vestuario, consistente en vestirme con ropas de la época
y el lugar en que sucedía la acción del film. Después me dijeron que volviese
dos días más tarde y me comunicarían su decisión.
Pasé el día siguiente deambulando por una
ciudad desconocida, minimizando al máximo mis gastos (debía reservar dinero
para el viaje de vuelta) y poseído de cierta ansiedad. Temía que mi nula
preparación fuese un hándicap demasiado pesado y me atormentaba pensar que un
viaje tan largo iba a ser en vano. Trataba de entretenerme con otros
pensamientos menos funestos, pero mi mente volvía una y otra vez a lo mismo.
Pensé que había contraído algún tipo de enfermedad. Más tarde supe que eso
mismo les había estado pasando a la mayoría de los candidatos.
Al otro día, un buen número de personas
esperaba con impaciencia la decisión final. Una joven de aspecto decidido salió
con un cuaderno en la mano y empezó a recitar nombres. Fueron momentos de
júbilo entre los seleccionados. Mi ansiedad crecía conforme avanzaba el tiempo
y mi nombre no aparecía. Otros rostros cercanos reflejaban la angustia del
inminente rechazo. Al final de la relación, la mujer elevó aún más la voz y
dijo: “Los demás quedáis como reservas. Os avisaremos en su momento si necesitamos
vuestra colaboración. Muchas gracias a todos por haber participado”. Me sentí
frustrado. Traté de racionalizar el asunto, diciéndome que era muy lógico que
no me hubiesen elegido, dada mi inexperiencia y falta de formación específica,
pero no conseguí mejorar mi ánimo. Regresé a mi ciudad y me puse a buscar
trabajo, ya que mi capital se había visto drásticamente reducido. Estuve dos
semanas en una obra y más de un mes en una fábrica de electrodomésticos, pero
eran trabajos duros y mal pagados; y otra cosa: Yo me sentía completamente
ajeno a ellos. Sabía que no era mi sitio, aun cuando hubiera sido incapaz de
definir cuál sí lo era.
Volvía a estar deprimido y había olvidado
por completo la película cuando recibí la carta. No era muy extensa. Solo se me
informaba de que finalmente se habían producido algunas renuncias y, si lo
deseaba, tenía un papel de figurante. Debía llamar a un número de teléfono que
me facilitaban para comunicar mi decisión y recibir las instrucciones
pertinentes para el momento en que comenzase el rodaje. Acepté, por supuesto.
Después de la breve conversación telefónica, me sentía feliz.
Lo que no sabía es que en esa película me
iban a matar.
En la fecha fijada, me trasladé al pueblo
de La Calahorra, en Granada. Allí era donde se iban a rodar las escenas en las
que yo debía participar. En mi bolsa de viaje llevaba varias mudas, porque no
se sabía bien cuántos días iba a ser necesaria mi presencia en el lugar. En ese
punto, las explicaciones que me dieron habían resultado confusas.
A la mañana siguiente me presenté en el
rodaje, tal como me habían indicado. Me proporcionaron las ropas que iba a
llevar en la película y me dijeron dónde debía presentarme a continuación. Yo
estaba, debo decirlo, maravillado por la grandiosidad de todo aquello. Con toda
la cantidad de gente que pululaba por allí, tuve la sensación de algo caótico
pero, al parecer, no era así. Se nos fue asignando un lugar a cada uno de
nosotros. Luego comenzó lo que yo estaba esperando –lo supe entonces- desde
mucho tiempo atrás. Primero ensayábamos cada escena varias veces, ante la
atenta mirada de todo el equipo de filmación. A algunos se nos corregía la
posición, el movimiento, la expresión facial… Después, se producían las
palabras mágicas (silence, camera, action) y empezaba el rodaje.
Se contaba que Leone, el director, estaba
obsesionado con las vías de tren. No sé si sentía el anhelo de la infinitud o
la nostalgia de la lejanía, pero pasaba largos ratos contemplando los raíles en
una y otra dirección, como esperando que le viniera la inspiración. Y tal vez
fuera eso, nunca se sabe. Yo le vi pocas veces, esa es la verdad, la mayoría de
las escenas las dirigían sus ayudantes. Tampoco coincidí apenas con ninguno de
los actores principales. Pero eso no representaba ningún problema. Me bastaba
con saber que estaban allí, respirando el mismo aire y recibiendo los rayos del
mismo sol que yo.
Tomé parte en varias escenas y debo decir que estaba encantado. Sabía que mi aportación era minúscula y que difícilmente se me podría identificar entre tantos figurantes una vez se emitiera la película, pero sentía que estaba participando de algo extraordinario. De vez en cuando, alguien se dirigía a mí en inglés y, aunque no entendía una palabra, me consideraba afortunado por estar allí y ser objeto de cierta atención. En esos días aprendí muchas cosas. Como a interiorizar mi personaje, por infinitesimal que fuese. A percibir como real todo lo que sucedía durante el tiempo de rodaje. Fue una experiencia maravillosa.
Hasta que recibí el balazo.
Me diréis, y tenéis toda la razón, que fue
un balazo de mentira, que en ningún momento corrí el menor peligro, que ni
siquiera fue doloroso, pero lo cierto es que ese ínfimo detalle me cambió para
siempre. La sensación de la muerte, aunque se trate de una muerte ficticia, es
difícil de explicar. Es como saber que uno ha cruzado un límite y ya nunca
podrá volver atrás. Por supuesto, esto no tiene que ser igual para todos. Así
es como fue para mí. Tuve que ensayar esa escena varias veces. Cada una de
ellas era como un golpe en mi alma. Cuando finalmente se rodó y el director la
dio por buena, fui a hablar con la persona que me había contratado y le dije
que me pagase lo trabajado hasta ese momento y que me iba. Nadie lo entendió.
Nadie estaba dentro de mí ni percibía lo que yo sentía ante aquel suceso en
apariencia insignificante.
Abandoné la idea (si en algún momento había
sido algo real) de dedicarme al mundo audiovisual y, como ustedes ya saben,
dediqué el resto de mis días al negocio funerario. Por extraño que pueda
parecer, las muertes ajenas no me impresionan. Veo esos rostros inertes sin la
menor emoción, los acompaño a su última morada y casi se puede decir que vivo
entre ellos, testigo ajeno del tráfago diario del mundo y sus circunstancias.
Del mismo modo, puedo afirmar que veo con total indiferencia cualquier película
por mayor carga de violencia que pueda tener; no hay masacre ni catástrofe que
me eche para atrás. Sin embargo… Han pasado más de cincuenta años desde que
participé en aquel rodaje, han emitido esa película varias veces, tanto en el
cine como en televisión, pero no he sido capaz, lo confieso, de asomarme a esas
profundidades que aún me atormentan.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
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FRANCISCO A. BERRA.
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