EDICIÓN MARZO 2025

 


*Foto de Noelia Ceballos @noe_ce_arte

 

 

 

 



 

 

*

 

Vengo a nombrar la tristeza

del sereno fulgor de la magnolia

en el espejo oscuro de la noche

su derroche de plata

            su silencio inmenso

vengo a pensar en el blanco

sobre blanco en blanco

en otra cosa

que me aleje del agua y su tormenta

de la vida que se quiebra en un tallito

con la inundación

Blanco sobre blanco

 la magnolia

y su pétalo mustio

pero la pena es oscura

                           es sigilosa.

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

-Mariana nació en General Belgrano, provincia de Buenos Aires, en 1971. Actualmente vive en City Bell.

Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena, 2014)

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016)

Piedras de colores (Proyecto Hybris, 2018)

El orden del agua (GPU Ediciones ,2019)

Madura (Sudestada, 2021)

Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche (Halley Ediciones, 2023)

Patio (elandamio ediciones, 2024)

Poesía reunida (Medusa editores, 2024)

-Coordina Microversos, talleres de exploración literaria.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRELUDIO DE GARZAS SALVAJES*

  

Desperté dormida en el mar de tus brazos.

Ay, el preludio de garzas salvajes en el alba.

Giran, como caligramas blancos,

Escriben tu nombre que desbordado cae.

Torrente de magnolias de lluvia.

Prólogo.

Tan blancas sabanas, amor, tan negra ausencia.

La costa tan lejana.

Los árboles de pie intentan elaborar su duelo.

Duelo oscuro de pañuelos bancos.

El mar no existe, amor. Lo sé.

Quizás escondido en un edén, espere.

En las oscuras rocas de los desnudos mares.

Entre los peces muertos y el ballenato azul.

Entre los vórtices de abrazos circulares.

Entre los brazos de los vientos alisios.

Entre mares australes y océanos boreales

Entre los arrecifes de coral pasión.

Entre los fantasmales barcos.

Entre tesoros de recónditos piratas.

Entre los lagartos marinos y la soledad de los Galápagos.

Cabalgando suavemente en los vientos de Índico

Hay un epilogo de algas que en oleajes verdes

Te buscan y me buscan

La rosa de los vientos desdibuja bahías.

Sé que no estás, quizás nunca estuviste.

Pero hay un preludio de garzas salvajes en el aire.

Que me hacen vibrar hasta morir.

 

*De Amelia Arellano.

San Luis.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EN EL CIELO LA MUERTE*

 

Miro el suelo debajo de los grandes árboles y el guano de pájaro es realmente una alfombra blanca con olor a gallinero.

Hay muchos pájaros en la plaza de la Municipalidad. Yo, que vivo cerca, contribuyo seguramente a la proliferación de gorriones, torcazas y negruchos, cuando con mi mamá les ofrecemos arroz para que traigan un poco de cielo al jardín.

Comprendo que son muchos, que es insalubre tanto guano allá debajo de la arboleda.

Pero estos hermosos, limpios, mortales halcones encapuchados que trajo el intendente no me provocan simpatía. Como los asesinos a sueldo de las películas, me causan impresión, me parecen peligrosos y bellos, pero mi sentimiento profundo está del lado de las avecillas desprotegidas, que comen sus semillas y sus bichitos, y tienen picos y patas amables, no afiladas guadañas ni feroces tijeras.

Comprendo que habría que controlar de alguna forma el número de los pájaros. Me respondo que los que somos demasiados y hemos proliferado hasta el extremo de exterminar a los otros seres somos los humanos, y que el guano en el piso no puede compararse ni remotamente a las enormes montañas de

nuestros basurales. De allí sí que surgen enfermedades, pestes, olores nauseabundos. Lo uno no quita a lo otro, me dirán, y puedo acordar con la lógica, no con el corazón.

Sé que el envenenamiento u otros medios son menos ecológicos para mantener el número de aves, pero no me convence ninguna de las formas civilizadas del exterminio.

Escucho el escalofriante chillido de las rapaces de ojos de cuenta de vidrio. Me imagino, tiemblo, me estremezco si me imagino gorrión.

Nos han traído la muerte encapuchada, nos introducen sanitariamente el concepto de la matanza. Dicen que no los matan, sino que los ahuyentan.

¿Adónde? Eso dijeron de los aborígenes cuando les sacaban las tierras. Los llevaban simplemente a otro lugar, no los mataban. No era para tanto. Claro que en ese otro lugar no había comida, ni tierra fértil, ni nada de nada.

Pero no los mataban. No. Sólo los corrían del lugar que ocupaban.

Escucho un chillido en el cielo repentinamente tan helado. Mi madre que ama a los pájaros sueña ahora con escopetas.

 

*De Mónica Russomanno. russomannomonica@hotmail.com



 

 

 





 

 

 

Macario, el barrendero cantante, y otras historias conmovedoras*

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

Hace unas semanas, se hizo viral la historia de Macario, un barrendero de la CDMX que subió a su cuenta de TikTok un video de él cantando “Sueña lindo, corazón”. La canción, de su autoría, tiene al día de hoy más de un millón de reproducciones en Spotify, luego de la difusión masiva de aquel video. Como es normal, los medios comenzaron a difundir su historia. La gente festejó que el talento del barrendero —quien había intentado, por cierto, entrar a la universidad— haya llamado la atención en internet y que ahora tenga suficientes reflectores como para entrar en la programación de estaciones de radio, además de participar en algunos festivales de música.

Macario y su éxito ocurrido de la noche a la mañana son parte de un fenómeno propio de las redes sociales: un video, si es lo suficientemente visto, puede sacar del anonimato, así sea por un breve periodo, a cualquiera de sus usuarios. A veces, la situación surge de forma incidental: en el 2016, Francisco Orihuela Martínez, conocido a partir de entonces como “Paco, el de las empanadas”, se hizo viral gracias a un video en el cual ofrecía su producto en Acapulco. Fue tal su fama que Arturo Elías Ayub, yerno del magnate mexicano Carlos Slim, le ofreció ayuda. Como suele suceder, la historia estuvo algún tiempo en las redes sociales, hasta que fue sustituida por otro fenómeno viral. Tiempo después, Paco volvió a ser noticia —aunque sin alcanzar el éxito de antes—, al contar los abusos y malos tratos que sufrió a manos de su padrastro

En el tiempo de la emocionalidad potenciada por las redes sociales, la apuesta existencial de aquellos defraudados por la meritocracia es llamar la atención en internet y convertirse en el siguiente fenómeno viral, aunque su naturaleza sea efímera. Por otro lado, la gente está ávida de historias que muestren que la justicia sí existe. Esperanzados en los algoritmos, hay cada vez más competidores deseosos por llamar nuestra atención para monetizar la fama. Algunos, como Macario, apuestan por la música; otros apuestan por cualquier tipo de conducta extravagante. Sea como fuere, hay un mensaje problemático en las historias de fortuna que aparecen cotidianamente en nuestras pantallas: la idea de que hay una suerte de justicia que, tarde o temprano, llegará para quien sea lo suficientemente talentoso o trabajador. Si te esfuerzas y eres creativo, los engranajes de las redes sociales se moverán para que asciendas en la escalera del éxito. Muchas veces, como se puede comprobar en estas historias que emocionan a los internautas, es necesario vender tu talento acompañado por una biografía que muestre, por medio de la intimidad, que la adversidad es sólo una etapa anterior a la felicidad. El remate de la aventura de Macario no pudo ser mejor para los espectadores sedientos de escenas conmovedoras: el ahora cantante se reunió con sus excompañeros en la CDMX. Vestidos con sus chalecos fosforescentes y rodeados por escobas y otras herramientas de su trabajo, los barrenderos ovacionaron a Macario. La noticia, por supuesto, fue transmitida por Televisa.

La historia del barrendero cantante me remite al libro del antropólogo David Graeber Trabajos de mierda. Una teoría. El intelectual —fallecido en el 2020— hace una necesaria reflexión sobre el valor del trabajo en el capitalismo. Por un lado, hay una casta de empleados pertenecientes a la élite, cuyo aporte a la sociedad es mínimo —y el cual, incluso, puede ser nocivo—. Estos empleados de lujo viven sus existencias vacías ganando sueldos de ensueño. Sin embargo, si ellos no acudieran a su trabajo, las ciudades seguirían funcionando. Debajo de la pirámide están los barrenderos, choferes, agricultores, dependientes de supermercados, enfermeras… Sometidos a jornadas extenuantes, tienen que sobrevivir con salarios cada vez más precarios. Muchos de ellos son trabajadores de un Estado cada vez más sometido a políticas empresariales, como el rendimiento y la austeridad. Sin embargo, las ciudades colapsarían si estos trabajadores faltaran a su jornada. El grado de dependencia hacia estos empleados que hacen labores, en apariencia, “poco calificadas”, se pudo comprobar durante la pandemia por el Covid-19.

Por estas razones hay algo agridulce en la historia de Macario y de muchos otros trabajadores, invisibilizados por una sociedad que idealiza a aquellos que amasan grandes fortunas sin importar cómo lo hagan. Un barrendero cumplió su sueño —al menos de forma momentánea—, ¿pero qué será de los demás? Parecería que el único escape es luchar por un espacio en las redes, grabar un video, vender una vida conmovedora y esperar la ansiada popularidad. Es, por supuesto, una dinámica en la que por cada ganador hay millones de perdedores: una especie de lotería que nos ofrece una idea de justicia social. Los barrenderos amigos de Macario pensarán, quizás, que llamar la atención en las redes —propiedad de dos o tres magnates— es la única forma de sobresalir para escapar de la pobreza.

En lugar de la organización colectiva para dignificar trabajos esenciales para todos, queda la singularidad, la extroversión, la exhibición de la intimidad o la tragedia: cualquier cosa que sirva para mover las emociones de la persona que está frente a la pantalla de su celular o su computadora.

 

*Fuente: Revista Común.

https://revistacomun.com/blog/macario-el-barrendero-cantante-y-otras-historias-conmovedoras/?

 

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

 (Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

(BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela),

 La Habitación Amarilla por Editorial BUAP.

-Las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta),

Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Y

 Reconstrucción Ediciones EyC.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

He viajado tanto con la imaginación que frente al campo experimento

pasiones encontradas

kilómetros de nada

no hacen un país

el paisaje traspasa los ojos

y algo queda en el fondo

de la retina. Pero qué.

El paisaje es como un cuerpo

extensión con vacas

espalda con lunares

el trazado

de una constelación particular.

De vez en cuando hay agua

la noche tiende

su manto de piedad sobre vacas

y hombres que le rezan en silencio a un dios sin rostro.

Pero los kilómetros solos no hacen un país

la experiencia no se forja en un viaje.

A veces hay que clavarse

en el pie una astilla de vidrio

sufrir una caída

vislumbrar un pozo

dejar que el látigo del amante penetre en la carne

para que la vida se parezca a la vida.

 

*De Mercedes Álvarez. alvamercedes@gmail.com

 

-Mercedes nació en Tandil, provincia de Buenos Aires, en 1979. Vivió en Mar del Plata hasta los diecinueve años. Entre 1998 y 2006 residió en España, donde se licenció en Sociología por la Universidad Pública de Navarra. Realizó un máster en Gestión Cultural. Publicó los libros Vecinos (Baile del Sol, España, 2010), Historia de un ladrón (Caballo de Troya, España, 2010), Imitación de los pájaros (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2013), Ficciones súbitas (comp., Eds De aquí a la vuelta, Buenos Aires, 2013) y Saigón (Zindo & Gafuri, Buenos Aires, 2015). En 2013 con el relato Grow a lover ganó el premio Edmundo Valadés de cuento latinoamericano.

-Su libro de cuentos Grow a lover fue editado por Pensamientos Literarios (www.pensamientosliterarios.com)

 

 

 

 

 


 

 

 

 

Araucaria*

 

-Para Eduardo Coiro, querido amigo

 

Una vieja amiga de la familia vino a saludarnos, un mes después de la muerte de mi padre. Nos daba un poco de vergüenza hacerla pasar: los sillones del living estaban desteñidos y tenían vencidos los resortes. Los muebles estaban cubiertos de polvo y los pisos necesitaban desde hacía mucho tiempo, una buena fregada. De todos modos, le servimos una taza de té y recordamos algunas anécdotas de muchos años atrás. Ella nos contó algo que me dejó pensativo: en la familia se contaba que mi abuela había recibido, no se sabe cómo, algunas libras esterlinas y luego había podido comprar algunas más. Las había escondido, para preservarlas de su esposo, que quemaba todo lo que encontraba para apostar a los caballos.

Mi abuela tenía una voz prodigiosa. Si hubiese sido otra la época, tal vez hubiera triunfado en el canto lírico. Pero sus padres no la dejaron ir a estudiar a Buenos Aires y sólo hasta la capital provincial había llegado, en celebradas presentaciones. Mi madre contaba que su esposo, el abuelo, había malvendido todos los trajes y zapatos de actuación de mi abuela para apostar. Ella ni siquiera se refería a ellos y, muchos menos, a su talento o al abuelo.

Acompañamos a nuestra vieja amiga a tomar su tren. Cuando ya partía, le pregunté algo que súbitamente me vino a la cabeza: ¿cómo había hecho para llegar a nuestra casa sin la dirección? Entre los gritos y la sirena del tren que partía, ella contestó sonriendo: tu papá dijo que el árbol de su patio era el único que se veía, en este pueblo chato, desde la estación del tren.

Yo no recordaba haber vivido en otra casa más que ésa. La había construido mi abuelo cuando era joven, antes de perderse por la bebida y el juego. Mi mamá y mi papá se habían instalado ahí cuando mi abuela estaba a punto de morir. Siempre había sido nuestra casa. Ahora nos habían llegado noticias de un tío que andaba por la provincia de San Juan y nos sobrecogió el temor de que viniera a reclamar algo. ¿Qué pasaría si esa casa se vendía? ¿Qué sería de nosotros? Pensé en la biblioteca, en todos esos libros que yo conocía desde chico. ¡Los había leído tantas veces! Todos tenían las hojas amarillas, algunas de las tapas dobladas…Pero siempre habían estado ahí, seguros. Algunos escritos en hebreo, otros en francés, otros en latín. Los libros de mi infancia. No eran relucientes como los que yo traía de la biblioteca municipal todas las semanas. Esos iban y volvían, pulcros, bien armados. Los nuestros no. Pero ¿qué iba a ser de ellos si vendíamos la casa?

La preocupación por mi tío dio paso a un pensamiento más urgente: ¿dónde estarían escondidas las libras esterlinas? Yo apenas si conseguía algunos trabajos de marquetería. Era prolijo y detallista, pero a la gente no le gustaba venir hasta nuestra casa y cada vez eran más escasos los encargues. Mi hermano tenía una pensión por discapacidad, y no había otra entrada. Mi padre había muerto y con él, su jubilación.

Buscamos en todos los posibles lugares. Arriba de los roperos, detrás de los cajones. No encontramos nada. Lo único que nos quedaba era revisar la temida piecita del fondo.

Ese día todo había salido bastante bien. Eran como señales.  Me habían hecho un descuento en la panadería, me sonrió mi vecina cuando salí a caminar… Lo tomé como un buen augurio. No era un día maldito.

Entonces cuando mi hermano se despertó, de su larga noche de sueño, le propuse que juntos fuésemos a la piecita y buscásemos en algún mueble, las libras esterlinas. Me miró con extrañeza y preocupación. ¡Pero necesitábamos tanto el dinero que hubiésemos levantando las tablas del piso si yo se lo proponía!

Con decisión cruzamos el patio y rodeamos la araucaria para llegar hasta la solitaria piecita de los trastos, en el fondo de la casa. Siempre me había parecido insólito que un árbol como ese estuviera en nuestro patio. ¿Qué hacía una araucaria en una zona como ésta? Vivíamos en el centro del país. Llanura. Humedad. Jamás había nevado ni nevaría en mi ciudad. ¿Por qué una araucaria en ese lugar? Después averigüé, que muchos años atrás, siglos, en esta región había araucarias. Este árbol era un sobreviviente. Hacía casi mil años que estaba ahí. Y mi abuelo había construido su casa alrededor de él. Cuando éramos niños la considerábamos un árbol inútil. No nos podíamos trepar, no daba buena sombra, no tenía flores ni perfume e ignorábamos el altísimo valor proteico de sus frutos. No tenía ninguna razón de ser ese árbol en ese lugar. Recuerdo que una vez un amigo de la familia trató de convencer a mi padre para que lo cortara.  Había empezado a llenarle la cabeza de ideas trágicas: que el árbol podía caer sobre la casa, hundir el techo y ocasionar una catástrofe, humana o material. Pero después mi padre se informó que las araucarias tienen grandes y profundas raíces, algunas de hasta una extensión de 20 metros y como era un árbol sagrado para los pueblos originarios, decidió conservarla. Era casi imposible que un viento fuerte la derribara.

Ahí quedó, firme, derecha, elevándose, destacándose de entre todos los árboles de la cuadra. Alta, inútil. Un símbolo, vaya a saber de qué. De un pasado que ya no estaba. De una época en la que no existían ni siquiera los primeros habitantes de esta región.

Era el mediodía, el sol estaba bien alto, cuando llegamos hasta la piecita. Primero nos fijamos a través de los vidrios de su puerta verde y luego, con muchísimo cuidado, bajamos el picaporte. Desde afuera no se veía nada raro. Era una habitación muy pequeña… Igual dejamos la puerta abierta, bien abierta, para poder correr si algo raro aparecía. El olor a humedad era intenso. Todo estaba tan quieto, tan inmóvil…

Empecé a pensar que tal vez era desmedido el temor que había paralizado durante días la decisión de entrar allí. La razón me decía; ¿Qué era lo que podía encontrar dentro de la piecita que me diera miedo? ¿Ratas? Casi imposible. No había rastro de comida alguna. ¿Alacranes, tal vez, o arañas? Eso no me daba miedo. Podía pisarlos. Pero siempre me aterrorizaba, en lugares como ése, que abriera una puerta o un cajón y algo extraño, algo negro, peludo, con brillantes ojos rojos y afilados dientes, saltara y me mordiera la mano.  Es gracioso. Sé que es un pensamiento infantil, un miedo irracional, pero no podía evitarlo. No había nada dentro de mi mente que me respondiera que estaba en lo correcto, que el miedo que tenía no era infundado. Sin embargo, era imposible no sentirlo. Era la piecita el lugar al que amenazaban con encerrarnos cuando nos portábamos mal.  Y en realidad no había nada adentro, salvo dos o tres muebles. Pero el silencio, el encierro, el aislamiento era tanto más temeroso que cualquier monstruo que podría haber habitado esa pequeña pieza.

El único mueble que podía contener algo era una cómoda grande.

Uno a uno fui abriendo los cajones. Mi hermano me cubría las espaldas. Miraba sobre mi hombro, pero tenía un pie afuera de la puerta. Yo no metía la mano: había llevado un palo y con él revolvía toscamente las cosas que estaban dentro del cajón. Nada interesante. Viejas cartas, ropa manchada por invisibles cucarachas, trajecitos de bautismo, collares, rosarios, hasta un misal con hojas doradas. Pero nada de lo que nosotros buscábamos. Ningún papel importante, nada de oro. Nada.

Hasta que llegamos a las dos puertas que estaban en la parte inferior del mueble. No me iba a arriesgar a abrirlas con mi mano. Si saltaba el monstruo estaba demasiado cerca mi brazo de sus dientes.  Así que busqué un alambre, bastante grueso, y enganché con él una de las manijas de las puertitas. Una vez que estuvo bien agarrado, le avisé a mi hermano y los dos, expectantes, en silencio, contuvimos la respiración y tiramos del alambre hacia afuera. Yo noté que algo empujaba desde adentro, lo que me atemorizó bastante, pero no le dije nada a mi hermano. Tiré un poco más fuerte y la abrí. Un manojo de ropa brillante saltó afuera del mueble una vez cedida la presión de la puerta y detrás de él una vieja pelota de cuero.  Mi hermano la reconoció enseguida. Habíamos jugado un partido en el patio con los chicos de la cuadra y la fuerte patada del Aníbal había tenido un efecto funesto: atravesó el vidrio de la ventana y rompió una estatuita de un monje chino que mi madre tenía sobre la mesita de luz.  Se acabaron los partidos en el patio, nos fuimos a la cama sin cenar y a la pelota no la volvimos a ver nunca.

Pero yo me concentré en la ropa. Eran varios vestidos de una hermosa tela. Seguramente sería seda, o algo así. Daba gusto tocarlos y uno de ellos, el azul, tenía en el escote algo que brillaba.

¡Si señor!¡ Era una especie de gargantilla de oro, que adornaba el vestido! Imposible confundirme. Conocía muy bien el color del oro.

Mi hermano seguía detrás mío cuando volvimos a la cocina. Llevaba apretado contra su pecho el vestido con la cadena de oro. Ya no había tanto sol. Se había nublado y un suave viento del sur empezaba a soplar.

Atravesamos el patio. Mientras caminábamos hacia la cocina, mi hermano comentó que le iba a pedir el diario al vecino para fijarse en la cotización del oro. Lanzó una risita nerviosa y después se calló. Ni siquiera miramos la araucaria. Cuando llegamos a la puerta me pareció escuchar un sollozo. Me di vuelta y lo miré: se estaba limpiando su aniñada cara, cubierta de arrugas, con la brillante tela del vestido de seda.

El pago por la gargantilla nos dio un respiro, pero seguíamos pensando en las liras esterlinas ocultas por mi abuela. ¿Sabría mi madre dónde estaban? Ese pensamiento me llevó al recuerdo de sus últimas semanas de vida. El Alzheimer le había arruinado sus músculos, su memoria, su claridad mental. Era como una niña. Volvió a hablar con su padre, ya muerto y enterrado hacía mucho tiempo, y no nos reconocía. Poco a poco se fue apagando, encerrándose en sí misma y en un tiempo pasado en el que había sido feliz. Si conocía el paradero de esos billetes, se había ido con ella.

Mi hermano se había vuelto cada vez más sombrío. No le preocupaba lo económico, eso era más una intranquilidad mía, pero el no tener la presencia de mi padre en casa lo hacía sentir indefenso. Siempre mis padres lo protegieron, debido a su discapacidad. Su desarrollo mental se había detenido cuando era un niño y todos estábamos acostumbrados a ello. Mi padre era la figura segura que lo acompañaba cuando salían a caminar y evitaba las burlas o las miradas de quienes se cruzaban en su paseo. No era violento sino todo lo contrario. Nos llevamos bien siempre, pero yo sabía que en esta ocasión, él no podría ayudarme.

El único talento de mi hermano era el dibujo. Mi madre no se había animado a llevarlo a alguna escuela de artes, o a contratar un profesor. Pero mi hermano se entretenía, a veces durante horas, dibujando en las hojas blancas que le conseguíamos, y sus dibujos eran realmente impresionantes: dibujaba lo que veía con una exactitud increíble. Eran casi fotos, sombreadas, con una perspectiva y profundidad que no sabíamos de dónde había aprendido. Hasta las caras de las personas y las miradas eran asombrosamente reales. Su limitación era que no podía dibujar algo que nunca hubiese visto, o que no estuviese frente a sus ojos. La imaginación, el recuerdo de algún lugar, no tenían cabida en la incomprensible mente de mi hermano.

Cuando estaba en segundo grado, su maestra llamó una tarde a mamá y estuvieron hablando las dos, a la salida de la escuela. Mi hermano y yo esperábamos en la vereda, tirando a la zanja bolitas de paraíso. Yo espiaba a las dos mujeres mientras hablaban y no olvido la mirada de angustia de mi madre. Las puertas de la escuela ya habían cerrado. Luego, mi madre vino hacia nosotros y volvimos caminando muy lentamente a casa.

Fue el último día que mi hermano asistió a la escuela.  La maestra le había dado como tarea describir algún ambiente de la casa y mi hermano no pudo hacerlo. Pero, en lugar de eso dibujó lo que más le gustaba: el patio. Y en su centro la araucaria, sin pájaros y con algunos, escasos frutos.  El dibujo nunca llegó a la escuela, pero mi madre, que adoraba a mi hermano, lo consoló enmarcándolo y colgándolo en el comedor de la casa. El único trofeo que mi hermano tuvo en su vida, su efímero paso por la educación formal.

En pocos días llegaría el otoño y esta vez, sin los quejidos de mi padre y el perfume de su tabaco, los árboles parecerían más desnudos, los días más tristes.  Mi hermano y yo seguíamos solos, príncipes de un ruinoso castillo poblado de libros deshojados y muchos recuerdos.

Mis pensamientos siempre estaban corriendo: iban y venían, tratando de encontrar algo, una solución para nuestra precaria economía. Ya no podría comprarle chocolates a mi hermano como todos los fríos sábados de invierno, la única golosina que lo ponía feliz.

Abril comenzó con lluvia y con la lluvia las goteras de siempre. Ahora había una penosa novedad: una nueva gotera en nuestro dormitorio.  Esa noche pusimos una olla bajo de ella y nos fuimos a dormir. El viento era fuerte, pero habíamos asegurado bien las persianas y los dos nos dormimos profundamente, como cuando éramos niños y la tibia cama alojaba nuestros sueños.

De pronto tuve un sueño providencial: mi padre, joven, golpeaba con furia las raíces de la araucaria. Veinte metros, murmuraba. Yo podía ver el esfuerzo en su cara, en sus manos y su cuello. Los golpes eran acompasados, uniformes…como los de la gotera. Me desperté y me senté en la cama. Mi hermano dormía. En la olla enlozada, las gotas caían rítmicamente, como los golpes del pico de mi padre en el sueño. De un salto me levanté y me fui hasta la ventana que daba al patio. La araucaria, lustrosa por la lluvia, no se movía con el viento. ¿Estaría ahí el tesoro?

Me senté mientras mi cabeza galopaba. ¿Estarían enterradas bajo la araucaria las libras esterlinas? ¿Mi padre las habría ocultado allí? Yo era el único lúcido de la familia. Me esforcé por tener sentido común, por pensar algo lógico…

No, no podía haber sido mi padre quien las escondiera. Recordé muchos momentos de nuestra vida (incluso después de la muerte de mi madre) en los que necesitamos dinero y de tenerlo, él lo hubiese sacado de allí. Lo más probable era que ni siquiera supiera que esos billetes existían. Fue un secreto, no había duda, entre mi abuela y mi madre Entonces… ¿mi madre lo habría escondido entre las raíces del árbol? Me pareció imposible que lo haya hecho sin que alguno de nosotros la hubiese sorprendido en tal extraña tarea. No tenía herramientas ni fuerza; mi madre sólo apelaba a su sagacidad, para cualquier acción de su vida.

Traté de pensar como ella ¿Qué era lo que más le preocupaba a mi madre? Como lanzado por una invisible mano me dirigí al comedor. Con sumo cuidado descolgué el dibujo de mi hermano y con mayor esmero aún, despegué el papel posterior del marco. Allí, envueltos en un fino papel barrilete blanco, estaban las libras esterlinas.

Mucho más de lo que yo había imaginado. Cuando parara la lluvia iría hasta la ciudad a cambiar el dinero.

Con delicadeza, conmovido hasta las lágrimas volví a recomponer el cuadro. Todo lo que yo consideraba inútil, nos había salvado.  Mi hermano dormía tranquilamente y la gotera seguía, con su melodía, golpeando el fondo de la olla.

 

*De Cecilia Inés Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

27 /02/22

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Ahí va mi padre silbando en la noche. Es primavera. No alcanza con el canto cíclico de los zorzales. Mi padre se acompaña silbando. Es una melodía que alguna vez le escuche cantar en italiano, habla del amor perdido por una napolitana. Para mí cada vez que lo escuchaba silbar aquella melodía era como si hablara en él la tristeza de lo irremediable que tenía adentro.

Mi padre un hombre de silencio. De pocas palabras, las justas y necesarias.

Ahora que volvió la primavera los zorzales cantan un enamorado insomnio. Mi padre vuelve a caminar a la madrugada hasta la avenida bajo estrellas o tempestad para ir a trabajar a la fábrica. Está sólo. Se acompaña silbando al amor perdido.

 

*De Eduardo Francisco Coiro. inventivasocial@hotmail.com

-Eduardo Francisco Coiro. Lomas de Zamora, 1958. Licenciado en Sociología de Universidad de Buenos Aires. Escritor.

-Editor de Inventiva Social.

https://incoiroencias.blogspot.com/

 

 

 


 

 

 

 

 

Sin destino en la ciudad*

 

Caminar sin destino en la ciudad

es una forma de recuperar estampas,

vacíos antiguos, veladas ruinas.

 

La luz de una vidriera nos dice quienes fuimos,

ajustamos el paso a las baldosas

blanquinegras que adornan las aceras,

todo retorna a su vieja asimetría.

 

Caminar sin destino entre las gentes,

bajo el ruido que reina en la ciudad,

es una forma de saber que estamos vivos.

 

A nuestro alrededor los rostros deambulan,

en los gestos hay un rastro de armonía,

puede sentirse el calor entre las calles.

 

Pero alguna vez todo calla de repente:

cesan las conversaciones que nunca sucedieron,

se apaga el brillo de los escaparates,

nadie ríe, nadie celebra, nadie canta,

nadie grita sobre el silencio del asfalto.

 

Y entonces uno sabe que todo forma parte

del mismo sueño que incesantemente se repite

(como una siniestra tortura de los dioses)

sobre las turbias almohadas de la noche.

 

*De Sergio Borao LLop. sbllop@gmail.com


- Sergio Borao LLop.

-Narrador y poeta. Nacido en Mallén (Zaragoza, España) en 1960.

Miembro de Poetas del Mundo, del directorio REMES, del movimiento internacional Los Puños de la Paloma y del Club de Cronopios (Literatuya).

Colaborador habitual o esporádico en varias revistas y boletines electrónicos (Letralia, EOM, Almiar-Margen Cero, Inventiva social, Gaceta Virtual, NGC3660, El Cronista de la Red, ELFOS, Narrativas). Presente en diversas webs de contenido literario (Poesi.as, Literatuya, Cayo Mecenas, Proyecto Patrimonio, Artepoética).

Finalista en los certámenes de poesía y relatos Ciudad de Zaragoza (1990).

Seleccionado en algunas antologías de poesía y prosa en español (Versos sin bandera, El club de los relatores, Haikus desde casa, Poemas quietos, etc.).

Obra publicada: EL ALBA SIN ESPEJOS (relatos) (Literatúrame, 2013)

LA MANO EN LA PALABRA (selección y prólogo) (MediaIsla, 2015)

DESDE LAS PROFUNDIDADES (prólogo) (Black Diamond Ed. 2013)

http://sergioborao2011.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

El mediocre usa las palabras para sus fines y es usado por ellas. Sus fines se resumen en el poder, que es una torpe manera de afirmar la muerte.

 

*De Liliana Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

FURGÓN DE CARGA*

 

En el oscuro furgón de carga,

repleto

de bicicletas viejas y triciclos,

viajan

los cansados y los desolados

del tren.

Hablan a media lengua, en

un lunfardo

duro, en voz alta, mientras

sube

un espeso olor a yerba, que

comparten.

Pero en el fondo, reina el

vacío,

que el país de estos años

inventó.

Hay momentos en que crece

el silencio,

que se hace de piedra en los

rostros,

mientras las estaciones van

pasando,

y es como si todos dijeran

algo

íntimo y muy triste a la vez,

que nadie escucha.

 

*De Eduardo Dalter.

 

 

 

 

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ESTACIÓN GOYENECHE.   

 

GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.  

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.  

 

ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.   

 

J. R. MORENO.   

 

 EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  

 

LISANDRO OLMOS.

 

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GOBERNADOR GARCIA.

 

 

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