EDICIÓN JULIO 2025
*Dibujo de Erika Kuhn.
https://obraerikakuhn.blogspot.com/
VISITANTE NOCTURNA *
A punto de deshacerse tu pena en mis
cabellos.
Los cubro con sombreros de líquenes y astas
de caribú.
¿Me piensas amor mío? Ay, como rompen las
olas en mis malecones.
Lo miro con ojos de espejismo.
Inmutables....
Mi secreto se esconde en la armadura de mis
pechos.
Aprendí a mentir en aquel enero.
Sobrevivir. Resistir.
La semilla no fue devorada por pájaros.
Luego tu carne. Esa misma, fue inmolada.
No era esa la tierra prometida. La vida es
un búho trasnochado.
Una parodia absurda. Una carrera de galgos.
Y de pronto el apuro. Cortar el cordel con
los dientes.
En la tierra. Debajo de los miedos.
Coágulos de sangre y un berrido.
Pequeña e inocente. Visitante del alba.
Ojos de lince.
Fue la primera vez. De allí no he tenido
vergüenza de mentir.
¿Qué ganaré con la norma de tacuara?
-El paraíso es un árbol con flores
venenosas-
Y me decías mía, y mordía tu boca. Aun no
soy domesticable.
¡Eres Mía! Y me sentía pobre y desnuda en
otros brazos.
Una voz con aromas de cipreses. Un gato
negro.
Soy la loca exclusiva de tus celos. De las
pinceladas de tus manos.
Y me vistes. Me cubres. En ramas. En
cementerios verdes.
En el deslizar de una víbora de arena roja.
Y me desnudo en las breves ranuras de las
piedras del río.
Mis pezones sacrílegos de luto.
Hay un ojo triangular en mi nuca, Lo
siento.
Polifemo mira con mi boca. Escucha con mis
ojos. Un grillo, en sus oídos.
Solo mis manos felinas se salvan y
sostienen la silla y el defalco...
Mujer. Visitante nocturna. El paraíso es un
árbol con flores venenosas.
*De Amelia
Arellano.
San Luis.
Historia de Epidemiópolis,
la ciudad del contagio perenne*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
Me hallaba errando como un extranjero en la
Tierra, abrumada mi paciencia por la tiranía, la sofística y la hipocresía,
cuando llegué a las costas de un país desconocido. Descendí de la nave que
había sido mi hogar durante innumerables jornadas. Un ave miró mis pasos
vacilantes en la playa. El calor inundaba con su fiebre las cosas: mi alforja,
un catalejo medio oxidado y un montón de hojas amarillas, olorosas a humedad,
pero que aún servían para anotar las incidencias de mi viaje. Caminé guiándome
mientras el clima cambiaba, se hacía más frío, se enturbiaba. Estaba atento a
cualquier estímulo: el lento fantasma de una nube o el primer bosquejo de una
ciudad. Atrás quedaba la voz del mar, su vida blanca que me había llevado hasta
esa zona.
Después de dos jornadas de viaje, a punto
de agotar mis provisiones, llegué a una casa solitaria. Llamé a la puerta de
madera. Escuché una voz de mujer murmurando algo ininteligible. Después hubo
pasos que se acercaron a la puerta. Le dije que era un viajero fatigado, harto
de los espejismos del mundo, y que necesitaba un poco de comida y descanso.
Entonces, desde el otro lado, la voz de mujer se aclaró y, liberada de su peso,
me dijo que había llegado a Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne.
Añadió que, a partir de su hogar, había otros más, separados convenientemente
para evitar contagios entre sus habitantes. No podía dejarme entrar, pero me
ofrecería un poco de comida y agua para que pudiera seguir mi camino. Le
agradecí extrañado y con vivos deseos por saber más de su historia.
Se abrió la puerta y una mano temblorosa
empujó un par de frascos con conservas y una botella de vidrio con agua. Esperé
a que la figura, embozada por la penumbra que proyectaba la casa,
desapareciera. Imaginé que la mujer pasaba largas jornadas en soledad y que mi
compañía, aunque lejana, la aliviaba. Al acabar un par de tragos que calmaron
mi sed, la voz volvió: me dijo que en una edad antigua una feroz epidemia asoló
todos los rincones de ese mundo. Los sobrevivientes de esa región, ancestros
lejanos de ella, después de enterrar a sus muertos, trataron de seguir adelante
con sus vidas. La enfermedad que había originado todo, siguió la voz, se había
salido de control, como una bestia que embosca después de haber estado presa
por muchos años. Quizás fue la soberbia de los hombres que subestimaron los
contagios. Quizás fue que la humanidad de ese tiempo había llegado a un límite.
Los que quedaron tuvieron periodos breves de prosperidad. Sin embargo, cuando
creían que la maldición había terminado, la enfermedad regresaba para
diezmarlos. No había medicinas ni estrategias para derrotarla. Cada vez que los
últimos náufragos de la fiebre –unos puñados de dolientes– pensaban que había
llegado su fin, el contagio se interrumpía y recobraban la salud. Varias
generaciones vivieron para sufrir un exterminio que solamente se detenía cuando
ya no había esperanzas.
La voz pareció menguar. Imaginé a la mujer
recolectando, en silencio, los restos dolorosos de su pasado. Continuó su
historia desde el otro lado de la puerta: sin más conocimientos que las
leyendas orales dejadas por sus ancestros, confiaron en el destino y, acaso, en
la frugal interpretación del clima y de los fenómenos celestes. Sin necesidad
de acumular bienes pues la muerte podía llegar en cualquier momento, los
avariciosos comenzaron a repartir los excedentes de su comercio. La única
constante, para toda la población, fue la terrible certeza de que la pesadilla
los seguiría. A pesar de eso, habitaron la ciudad sin interrupciones y reconstruyeron
algunos edificios esperando que la labor les hiciera olvidar, aunque fuera por
un momento, la amenaza que pendía sobre sus cabezas. Para entonces ya habían
olvidado el primer nombre de la urbe y comenzaron a referirse a ella como
Epidemiópolis, la ciudad del contagio perenne. Algún habitante escrupuloso
grabó, en una de las calles centrales, que la enfermedad repetida una y mil
veces era, en realidad, un mecanismo regulador, una cosecha de muerte necesaria
para evitar que los habitantes de Epidemiópolis se fortalecieran, pensaran que
Dios estaba con ellos, y salieran a conquistar el mundo. Era un equilibrio
autoritario, es cierto, pero aceptado paulatinamente por todos.
La voz de la mujer se desvanecía e imaginé
a una viajera luchando contra violentas rachas de viento. Antes de extinguirse,
contaminada por una tranquila locura, alcanzó a decirme que la epidemia era la
vuelta matemática de los astros, el eco monstruoso de una gota, la línea del
mar que siempre vuelve, que erosiona la memoria y que desbasta las piedras
hasta darles formas prodigiosas y continuas. La gloria sea con Aquél que no se
nombra.
*Alejandro Badillo. (Ciudad de México,
1977)
-Es
autor de los libros de cuento: Ella
sigue dormida
(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles
(BUAP),
Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad
Veracruzana.
Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela),
La
Habitación Amarilla por Editorial BUAP.
-Las
novelas La mujer de los macacos
(Libros Magenta),
Por una cabeza (Premio
Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Y
Reconstrucción
Ediciones EyC.
Nadie*
De pronto los pájaros se fueron del cielo y
vino la tormenta,
y supimos que los pájaros estaban en los
árboles agazapados
y mojados y temblando y muertos de miedo
esperando,
y veíamos los árboles sacudirse y a punto
de romperse,
sabíamos que los pájaros estaban ahí y que
no podíamos hacer nada por ellos.
Ahora nosotros estamos igual, encerrados,
aislados, con frío, asustados,
en un árbol nada seguro, esperando por esta
tormenta que no pasa.
Nos hace ilusión de que algo o alguien esté
pensando en nosotros,
en nuestra extrema fragilidad y nos
entienda, pero no hay nadie,
sabemos que no hay nadie e igual
necesitamos creer que sí,
que hay alguien que piensa en nosotros en
esta tormenta,
y qué la tormenta va a pasar y la vamos a
sobrevivir,
pero no hay nadie y nada sabemos.
*De Horacio
Martín Rodio. horaciorodio@hotmail.com
Entrecalles*
*Por Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
La muchacha consultó su reloj de pulsera
mientras avanzaba a paso rápido por la ascendente calleja. Por debajo de la
esfera reluciente, el tosco empedrado parecía retardar su marcha. Sin embargo,
aún disponía de algunos minutos para llegar al lugar al que se dirigía, por lo
que su naciente intranquilidad le resultó de todo punto improcedente, lo cual
no contribuyó a calmarla. En cambio, sentía crecer con lentitud la desazón en
su interior, como nacida de su fina intuición o de algún lejano sueño que viniera
ahora a hacerse presente.
Pero la carta que descansaba en el bolsillo
posterior de sus vaqueros no era fruto de un sueño. Muy al contrario, se
trataba de una carta oficial mediante la cual se le había citado en el
Instituto a las cinco de la tarde para tomar parte en una reunión en la que
habían de tratarse temas de su interés. En la carta no se mencionaba
expresamente el contenido de la reunión, ni se adjuntaba fotocopia del orden
del día. Solo se exigía su presencia en el lugar indicado, a la hora señalada.
En el tono de la misiva se adivinaba una sorda amenaza en caso de no acudir al
Centro.
Solo en ese momento, la muchacha se
preguntó qué le había hecho suponer que se trataba de una carta oficial.
Bruscamente, se detuvo en medio de la calle y extrajo el documento del
bolsillo, no sin cierto nerviosismo. El sobre era de lo más común. Su
superficie blanca, sin anagrama ni identificación alguna, lo delataba como un
artículo corriente, que cualquiera podría adquirir en una tienda. El nombre y
la dirección de la destinataria estaban escritos a mano, con torpes mayúsculas.
Tampoco el folio en el que había sido redactado el escueto mensaje tenía ningún
membrete. Apenas unas indecisas líneas manuscritas en un papel de bajísima
calidad, según podía apreciarse al tacto.
¿Qué fue, entonces, lo que la había
inducido a sospechar que se tratase de una carta oficial? Sin duda, no el
lenguaje empleado, bastante vulgar y hasta diríase que algo confuso, como el de
un niño o el de cualquier persona poco habituada a escribir e incluso a hablar
con fluidez. Quizá fuese la gravedad que se vislumbraba en aquellos pocos
renglones que se iban torciendo cada vez más, pensó.
Ahora, allí parada entre las grises
paredes, casi se sentía ridícula por haber tomado en serio aquel papel un poco
amarillento. En otras circunstancias, lo hubiese arrojado sin dudarlo a la
papelera del olvido, intuyendo alguna estúpida broma, y no hubiese vuelto a
acordarse de ella, pero ahora, precisamente ahora…
Sin embargo, ya era demasiado tarde para
retroceder y, a pesar de que lo más sensato hubiera sido dar media vuelta y
regresar a su casa, algo en su interior se rebelaba con fuerza ante todo tipo
de razonamientos y la empujaba a continuar su camino, a acudir a aquella
extraña cita. De nuevo miró hacia atrás, indecisa. Luego, sintiendo los
acelerados latidos de su corazón y un inusual ardor en las sienes, reanudó su
camino hasta terminar de ascender la angosta calle que lo llevaba,
ineludiblemente, frente a aquel edificio de aspecto casi ruinoso, con los muros
desconchados y llenos de una rancia suciedad de atardeceres invernales; frente
a aquella reliquia de tiempos olvidados que permanecía allí, sin que nadie
pudiese discernir el motivo, mucho tiempo después de que se hubiese ordenado su
demolición.
Impresionada, como la mayoría de las
personas que pasaban cerca del antiquísimo edificio, atravesó el ancho portón
que daba acceso a los jardines; verdes jardines, antaño repletos de frondosos
árboles y césped siempre fresco, como recién plantado; jardines ahora secos,
sin hierba, sin pájaros, con unos pocos árboles deshojados, vencidos; jardines
de tierra y piedras; jardines de silencio apenas turbado por los motores de
algunos automóviles que los utilizaban como aparcamiento.
Cincuenta metros más adelante, junto a la puerta de goznes oxidados por
la que años atrás entraran a diario cientos de alumnos hacia sus respectivas
aulas, un hombre no muy alto, no muy gordo, de aspecto vagamente desagradable,
altivo, de rostro feo y adusto, la detuvo con una pregunta que era, a la vez,
una férrea, aunque pacífica, prohibición:
—¿Dónde va, señorita?
—Vengo a una reunión… —comenzó ella
llevando su mano al bolsillo del vaquero. Más el hombre, con un gesto seco,
interrumpió la frase:
—Sin duda, se ha equivocado de sitio. Hace
ya mucho que dejaron de utilizar el Instituto para reuniones y asambleas —en su
voz se adivinaba un deje de nostalgia—. Ahora es un lugar desierto,
inaccesible. Solo unos pocos vienen, de vez en cuando, a aparcar sus autos. Yo
soy el Vigilante. —al pronunciar estas palabras, se envaró, simulando un
orgullo que probablemente no sentía.
—Pero en esta carta —insistió la muchacha
agitando el arrugado sobre ante los ojos del Vigilante—, dice con claridad que
la reunión tendrá lugar en el Instituto.
—Pues entonces será en el Nuevo Instituto
—aseguró con gravedad el hombre—. Desde que construyeron ese esperpento de
metal y plástico, las cosas no han vuelto a ser como fueron. Ahora debe
marcharse. Ya me ha hecho perder demasiado tiempo.
En efecto, el hombre parecía haber
envejecido mucho en los pocos minutos que llevaban hablando. «Que impertinente»
pensó la muchacha mientras se alejaba con paso firme y el rostro ardiendo de
indignación. Sin embargo, un leve sentimiento de ternura hacia el viejo comenzó
a invadirla, haciendo desaparecer su enfado en pocos segundos. Como tratando de
verificar algún detalle que hubiese provocado su actual estado de ánimo, giró
la cabeza y contempló al hombrecillo, que la miraba desde su inasible lejanía.
En verdad parecía ahora más delgado y pequeño, incluso sus ropas se veían más
viejas y su rostro ya no resultaba («quizá por la distancia» pensó)
desagradable, ni siquiera feo. Tampoco quedaba en él ningún rastro de altivez.
Acaso únicamente una infinita tristeza apenas velada por el gesto con el que
agitaba la mano despidiéndose de ella, pero a pesar de todo, una tristeza
carente de la menor importancia, algo aceptado de antemano, como una rutina
inamovible. La muchacha apreció en ese momento la presencia de una gorra sobre
la cabeza del Vigilante. Una gorra negra y flácida con la visera doblada hacia
abajo, permitiendo así el tránsito clandestino de algunas motas de polvo en su
lenta caída hacia la tierra.
«Llegaré tarde» pensó, reanudando su andar
decidido sobre el empedrado de la vieja calle. Ahora el camino era descendente,
por lo que hubiera debido desplazarse a mayor velocidad. «A pesar de todo» se
repetía una y otra vez «llegaré demasiado tarde. Por una estúpida equivocación,
no voy a llegar». Pero por más que aceleraba el paso, no conseguía llegar al
final de la larguísima calle. A izquierda y derecha, los oscuros portales
parecían sucederse unos a otros con una lentitud exasperante. Se introdujo por
otras calles, tratando de hallar un atajo que, en el peor de los casos, le
permitiera llegar al Nuevo Instituto antes de que acabase la reunión, a pesar
de que no había, en su opinión, demasiadas posibilidades de que le permitiesen
el acceso una vez que hubiese comenzado el acto.
Sumida en las profundidades de la
preocupación que la atenazaba, se dejó llevar por sus angustiados pasos. De
pronto, en el ínfimo espacio de un instante, en el lapso indefinible de un
breve pestañeo, se dio cuenta, con creciente horror, de que se había
extraviado, y supo que jamás llegaría a su destino. Pero al mismo tiempo, se
percató de que la reunión ya no le importaba en absoluto, de que en realidad
nunca le había importado, de que no había sido sino un arduo pretexto para
escapar a la rutina y adentrarse en la quietud de aquellas viejas calles tan
lejanas a la cotidianidad que rodeaba todas las horas de su vida actual.
Sin embargo, la aterrorizaba pensar que
había llegado a perderse entre unas calles que conocía a la perfección, ya que
las había recorrido de forma incansable en sus años de estudiante, en los ahora
lejanos años de despreocupada felicidad. No había una sola que no guardase
algún recuerdo, pero ahora desembocaban unas en otras formando un intrincado e
imposible laberinto del que no le era posible salir. Por más que miraba a todos
lados en busca de algún pequeño detalle que le resultase familiar, que pudiese
orientarla, todo había cambiado, haciéndose irreconocible a sus ojos, que
empezaban a humedecerse. Pudo oír su propia voz musitando: «Me he perdido. Ya
no llegaré jamás. No debí salir de casa. No debí abandonar la comodidad de una
tarde más frente a las monótonas imágenes de la televisión. ¡Si hasta las
calles, mis viejas compañeras, se vuelven contra mí y me acorralan! Las conozco
como a la palma de mi mano. ¿Por qué, entonces, no soy capaz de hallar lo que
busco? ¿Por qué me niegan la salida? ¿Qué voy a hacer ahora? Estoy cansada».
Todavía lo intentó durante un buen rato,
desanimándose más y más a cada paso. Comenzaron a surgir las dudas comunes. Se
sintió desorientada, incapaz de distinguir una calle de otra, un portal de
otro, una esquina entre todas las esquinas, como en una obsesiva pesadilla sin
puertas ni lámparas. Vagamente, pudo notar que la carta ya no se hallaba en su
bolsillo, con lo que se disipó su última esperanza. No lamentó tal pérdida.
Incluso llegó a preguntarse si esa carta había existido en realidad. Urgida por
el cansancio, se dejó caer sobre el escalón frontal de una de las múltiples
puertas que parecían vigilarla, rodearla, acosarla, atemorizándola. Repentinamente,
pero a la vez con una imperturbable lentitud, la puerta, que en otro tiempo
estuvo pintada de gris, se abrió dando paso a una anciana de altura
desmesurada, exageradamente fea, vestida de negro riguroso que contrastaba con
el blanco intenso de sus cabellos desaliñados. Sus manos largas, huesudas, se
veían adornadas por un único anillo carente de brillo, igual que sus ojos, casi
ciegos.
—Levántese de inmediato —le recriminó la
vieja—. Esto no es un banco público. No puede sentarse ahí. ¿No le da
vergüenza? ¿O es que no le gusta caminar? Cuando yo era joven, caminaba horas
enteras y aún lo haría si no me fuera imposible. Pero usted es casi una
adolescente, y parece bastante sana. ¿Qué la detiene, entonces? ¿Qué la
desanima? Vamos, levántese y camine. Camine. Eso es lo que debe hacer, en lugar
de quedarse ahí recostada como una holgazana. ¡Levántese! Esta es mi casa
¡Levántese y váyase de aquí! ¡Fuera! —mientras hablaba, la anciana trataba de
levantar con sus manos arrugadas a la muchacha intrusa, pero el esfuerzo era
excesivo para sus débiles miembros y acabó por darle de puntapiés con sus
gastados zapatos. Demasiado cansada para oponer resistencia, la joven logró
ponerse en pie, con la vieja casi a caballo sobre su espalda y sin dejar de
chillar y golpearle. Tras una corta lucha, consiguió quitársela de encima y se
alejó unos pasos. Luego se volvió hacia ella y, viéndola inmóvil en el umbral,
como un fiero guardián insobornable, le gritó con desprecio:
—Está bien. Ya me voy. Pero no porque usted
me haya echado, sino para no tener que soportar ni un minuto más su fealdad.
¡Si casi da miedo mirarla! —tratando de ser insultante, para liberarse del
agudo sentimiento de humillación que comenzaba a experimentar, la muchacha
cerró los ojos y se los tapó con ambas manos, como espantada por la visión de
aquella vieja, como si, en efecto, su visión le causase el más hondo pavor
—¿Siempre ha sido tan fea?
—¿Fea?… Sí, soy fea. Ahora lo soy, pero
antes… —la vieja agitaba un dedo en dirección a la muchacha mientras seguía
hablando de una forma que no resultaba fácil de entender, como si le faltasen
algunos dientes—. Hace mucho tiempo yo también era joven y hermosa. ¡Tanto como
tú!… Pero qué digo. ¡Yo era mucho más bella! ¡Y tan joven! Mis cabellos eran
largos, negros y sedosos; mis ojos ardían y mis manos acariciaban con pasión.
Los hombres me besaban con ansia, todos me miraban codiciosamente, me deseaban.
¿Sabes? —el tono de su voz, que por un momento se había dulcificado un tanto,
volvió a ser tan áspero como un minuto antes—. Pero ¡basta! Mi voz es ahora
espantosa. Mi pelo se estropeó, se arrugó mi cuerpo. ¿Por qué viene a
martirizarme con esos recuerdos? ¡Váyase! ¡Fuera! ¡Fuera de aquí!
La muchacha se alejó corriendo, intimidada
por la repentina explosión de cólera de la anciana, que había empezado a
gesticular de forma grotesca. Cuando por fin dejó de oír su voz cascada, se
detuvo, apoyándose en una esquina, tratando de serenar su espíritu. Un
creciente desconsuelo se iba apoderando de ella. Un chiquillo se acercaba por la acera, pero
al percatarse de la presencia de la joven apoyada en la pared, se echó a reír y
se alejó corriendo y canturreando una conocida melodía. En la voz que se perdía,
ella creyó identificar la palabra «cuidado». Cuando fue capaz de reaccionar, el
chico había desaparecido por alguna callejuela lateral. En vano trató de
alcanzarlo. En vano lo llamó a gritos, suplicante. Hubiera deseado
interrogarlo, preguntarle el motivo de su canción, averiguar por qué debía
tener cuidado, rogarle que la ayudase a llegar al Nuevo Instituto o a cualquier
parte, lejos de esas calles… Mas no había el menor rastro de él. Un rato
después, fatigada por la estéril búsqueda, presa de una mayor desesperación, la
muchacha se hallaba de nuevo en la misma esquina, en idéntica posición. Y
empezaba a anochecer.
Algunas farolas habían empezado a lucir un
rato antes. Las demás se iban encendiendo con lentitud, una tras otra, como si
un invisible funcionario las fuese prendiendo conforme a un ritual establecido.
No obstante, la luz que ofrecían era escasa, y había tanta distancia entre
ellas que algunas zonas quedaban en una nebulosa semioscuridad, cuando no en
tinieblas. De uno de estos espacios en penumbra surgió de pronto una voz
masculina:
—Te has perdido. ¿Verdad? Debes estar muy
cansada. Ven. Yo te ayudaré.
—¿Quién está ahí? No le veo —gritó ella,
asustada. La farola más cercana pareció brillar un poco más y apareció en su
halo la silueta de un hombre alto, con sombrero y un gabán de color claro,
largo hasta los tobillos, al estilo de las viejas películas en blanco y negro.
La muchacha imaginó que el tipo llevaba allí un buen rato contemplándola, acaso
divirtiéndose a su costa, disfrutando con su impotencia. Por un instante, pensó
en huir, pero el cansancio se impuso al temor y no se movió ni un centímetro.
—¿Qué importa quién soy? Un nombre, quizá
un número. ¿Qué más da? ¿A quién puede preocuparle? Solo estoy aquí para
ayudarte. Pero ¿qué es lo que temes? Vamos, acércate. No debes tenerme miedo.
—¡No se acerque! ¡Váyase! ¡Déjeme en paz o
gritaré! No le conozco. Si apenas puedo ver su rostro —en efecto, el hombre
llevaba unas enormes gafas negras que, además de los ojos, le tapaban casi toda
la frente, así como los pómulos. La parte inferior de su cara quedaba
igualmente oculta tras una espesa barba rojiza que, dependiendo de los efectos
luminosos, se veía del todo negra o adoptaba diversas tonalidades. Otras veces
parecía crecer y tornarse blanca como la de un anciano centenario—. ¿Por qué se
esconde ahí, entre las sombras? ¿Qué es lo que quiere de mí? No tengo nada,
nada. ¡Déjeme! ¡Váyase!
—Está bien, como prefieras —el hombre, con
calma, dio un par de pasos hacia atrás, volviendo a sumirse en la oscuridad y
dejando la calleja en el más absoluto silencio. Ella, al sentirse de nuevo
sola, y perdida además en un espacio desconocido, se acercó con cautela,
temblando, a aquella sombra. Las lágrimas ya brillaban en sus ojos, prestas a
deslizarse sin remedio por sus mejillas encendidas.
—No, por favor. No se vaya. Solo un
momento. Estoy muy nerviosa. ¿De verdad va a ayudarme a salir de aquí? Pero…
¿por qué no me responde? No puede irse ahora. No me abandone… Por favor…
—Puedo —el hombre reapareció en la zona
iluminada—, y debería hacerlo. Me has rechazado una vez. Según las normas,
debería abandonarte a tu suerte, dejarte sola en medio de las calles. Pero las
normas, a veces, son algo injustas. Imagino lo que debes estar pasando —tras
una breve pausa, el hombre siguió hablando—. El miedo no es el mejor consejero
y nos vuelve irritables, desconfiados, pero has de tener fe en mí. Quiero
ayudarte.
—¿Podrá sacarme de aquí? No sé qué está
pasando. Me he perdido. En poco rato he llegado a odiar estas calles en las que
tan buenos momentos pasé cuando era más joven. —La muchacha se había acercado,
todavía con algo de desconfianza, al hombre, que visto de cerca resultaba, en
verdad, muy alto. Tanto, que daba la impresión de que no le iba a ser posible
oír sus palabras de niña atemorizada desde tan elevada estatura y eso la
obligaba a gritar, cuando le hubiese gustado poder susurrar, tal era su
cansancio—. ¿Puede llevarme al Nuevo Instituto? O mejor, a mi casa. Ya es muy
tarde y la reunión a la que tenía que asistir debe haber terminado hace rato.
Hubo un incómodo silencio. Desde detrás de
las inescrutables gafas, él parecía estar sopesando sus siguientes palabras.
—Es mi deber ayudarte y eso es lo que voy a
hacer. Sin embargo, debo advertirte que no conozco ningún modo de salir de las
calles.
—¿Cómo va a ayudarme, entonces? —se burló
ella—. Quizá sea mejor que me deje tranquila. Tal vez encuentre yo misma la
salida en cuanto haya descansado un poco.
—Pero ¿todavía no te has dado cuenta? Ya no
habrá descanso para ti. Ni una sola de esas puertas se abrirá ante tu llamada.
Seguro que no has olvidado lo que ha ocurrido hace un rato, cuando intentaste
sentarte delante de una de ellas. No creas que esa vieja es la única que
reacciona así. Nadie permite que un extraño (y aquí todos lo somos) se acerque
demasiado. ¿Cómo piensas descansar? ¿Tumbada, acaso, sobre la calzada,
arriesgándote a ser arrollada por un automóvil o pisoteada e insultada por los
Merodeadores nocturnos, cuyas burlas solo son comparables al desprecio de las prostitutas
ambulantes? ¿O es que acaso piensas quedarte ahí apoyada durante el resto de tu
vida, en esa esquina donde el viento de la noche es tan frío y cortante como la
misma muerte?
—Pues sí, me quedaré aquí —repitió ella,
obstinada, tratando a la vez de simular un dominio de la situación que se le
había escapado mucho tiempo atrás—. Me quedaré aquí parada a ver si uno de esos
Merodeadores de los que usted habla me toma por una prostituta. Así, por lo
menos, podré descansar en una cama suave y blandita —dos pequeñas lágrimas
gemelas resbalaron por sus mejillas dejando un rastro húmedo. Con rebeldía
adolescente, las limpió con el dorso de la mano, intentando demostrar con ese
gesto que era más fuerte que la inquietante situación en la que se había visto
envuelta.
Él se acercó, tratando de rodearla con su
brazo, pero ella dio un paso atrás y le miró desafiante.
—No te amargues, por favor, déjame
ayudarte. Te lo suplico.
Silencio. Leves convulsiones.
—Sé que son tu miedo y tu rabia quienes
hablan. No te dejes vencer por ellos. Debes ser fuerte. Piensa que, aunque en
verdad estuvieses dispuesta a abandonarte en los brazos del primero que llegue
(y ambos sabemos que no es así) no te serviría de nada. Aquí, nadie (y un
Merodeador menos que nadie) suele equivocarse, sería casi imposible que te
tomasen por una de ellas. Pero aun contando con esa remota posibilidad, rara
vez se aborda en medio de la noche a una mujer desconocida, y aun cuando esto
pudiera llegar a suceder, es extremadamente difícil conseguir una habitación
para retozar, pues todas las puertas están cerradas para los Caminantes. He
oído, sin embargo, viejas historias que hablan de lugares en los que se permite
la entrada a quienes buscan desahogar el ansia de sus cuerpos, pero incluso en
estos casos que, como digo, solo conozco de oídas, los amantes son obligados a
retozar ante la atenta mirada de los Habitantes, ocultos tras un biombo
provisto de mirillas. También se dice que profieren soeces palabras, que
parecen surgidas de los muros, y agrios insultos, tan obscenos que a menudo
impiden que los amantes puedan gozar plenamente del encuentro. Después, apenas
concluido el acto, cuando aún los cuerpos se sacuden y se buscan para un nuevo
acoplamiento o ten solo para disfrutar la dulzura de un cálido beso enamorado,
son empujados de nuevo al frío y a la incomodidad de las calles, que entonces
parecen aún más terribles, más inhóspitas tras la breve tregua del placer.
Una tras otra, las lágrimas, finalmente
liberadas en incontenible torrente, surcaban el dulce rostro de la muchacha,
cayendo luego sobre la blancura de la blusa, donde dejaban marcado un pequeño
círculo de humedad salina.
—¿Y si trato de detener un automóvil?
—preguntó ya sin esperanza—. Quizá haya alguien que tenga un poco de lástima y
se ofrezca a llevarme fuera de este barrio. Después podría tomar un autobús
hasta mi casa.
—Habrás podido comprobar que no son muchos
los automóviles que pasan por estas calles, y aun estos llevan las ventanillas
y puertas cerradas y aseguradas (sin duda, por miedo a los Merodeadores). Si en
verdad lo deseas, puedes intentarlo, pero lo más probable es que mueras
atropellada. Supongamos, no obstante, que alguien se detiene y accede a
hablarte, ¿crees que habrías conseguido algo? Ni por un momento pienses que es
fácil que se te ofrezca la oportunidad de subir a un automóvil, a no ser que
estés dispuesta a hacer cuanto se te pida (y en ese caso, no sería mucho mejor
que haber caído en manos de los Merodeadores). Si a pesar de todo consiguieras
tu propósito, ¿qué habrías ganado? ¿Acaso crees que la suerte de quienes
circulan en flamantes automóviles tiene algo de envidiable? A decir verdad, es
incluso peor que caminar. Aunque el velocímetro indique la máxima velocidad y
el pie ya no pueda ejercer más presión sobre el acelerador, las puertas se ven
pasar a los costados con infinita lentitud. En algunas ocasiones transcurren
varios días hasta que se llega al final de una calle, y esta conduce,
irremisiblemente, a otra todavía más larga y angustiosa. Un conductor experto,
sin embargo, podría llegar al final…
—¿Quiere decir, entonces, que se puede
salir de aquí en automóvil? —en los ojos suplicantes de la muchacha brilló por
un instante una lucecita esperanzada—. ¿Existe, a pesar de todo, esa
posibilidad?
—Yo no he dicho tal cosa. Siento que lo
hayas entendido de ese modo. Al referirme al final, estoy hablando del
aparcamiento que hay en el Viejo Instituto, donde el Vigilante custodia los
autos por unas pocas monedas, mas no permite que nadie se quede en el recinto
una vez que ha aparcado su coche y así, los conductores son expulsados y en
pocos minutos se convierten en Caminantes y deambulan por el barrio
desorientados y resignados.
—¿Insinúa entonces que estoy condenada a
quedarme vagando toda la noche por las calles?
El hombre nada dice. Simplemente la mira,
quizá la compadece. Camina algunos pasos. Ella piensa en las calles, estrechas
y tortuosas, con olor a humedad y podredumbre, calles viejas en que la luz del
sol es apenas la sombra de un recuerdo.
—No solo esta noche —dice él, muy quedo.
—¿Qué…?
—Todas las noches, y todos los días. Ahora
eres Caminante.
—¿Quiere decir que he de permanecer aquí
recluida eternamente, entre estas calles tristes que no me reconocen, rodeada
de gentes a las que no puedo pedir ayuda y que muy bien podrían dañarme o
aprovecharse de mí, sin poder descansar ni un minuto y sin el mísero consuelo
de un diván donde poder suspirar mi amargura? ¿No sería preferible, en ese
caso, la muerte? —la muchacha había dejado de llorar y se iba excitando poco a
poco hasta terminar su frase en tono agresivo. Cogió al hombre por las solapas
del gabán y lo zarandeó, sin dejar de gritar—. Dime, hombre sin rostro y sin
nombre. Tú, que pareces saber todo aquello que ignoro, dime: ¿Por qué estás
aquí todavía? ¿Por qué no poner fin de una vez por todas a tanto sufrimiento?
Si no existe la menor esperanza ¿Por qué soportar el frío, el cansancio, la
desesperación, la soledad? ¿Para qué seguir luchando? Dime, ¿para qué?
—No he negado que exista esa esperanza. Mis
palabras tampoco afirman que sea imposible escapar al frío. La esperanza existe
y es nuestra guía, nuestro móvil, nuestra razón de ser. El hecho de que no se
sepa de nadie que haya encontrado la salida, no quiere decir que no la haya. Es
de todo punto imposible averiguar si alguien ha escapado del laberinto, por lo
mismo que no puede negarse: Por la ausencia de reglas fijas. Es igualmente
fácil encontrarse con una misma persona todos los días, que no volver a verla
nunca más, aunque se halle a pocos metros de distancia. Yo llevo mucho tiempo
aquí. No podrías imaginar cuánto. Todos los que he conocido me han repetido,
con ligeras variaciones, lo mismo: No es difícil llegar a la conclusión de que,
al igual que hay una forma de entrar, de perderse entre las calles, debe
existir, cuando menos, una forma de salir. Desde que yo llegué, he visto
extraviarse a muchos. Al principio, igual que tú, todos se han refugiado, todos
nos hemos refugiado, en la incredulidad, para caer más tarde en la
desesperación, en el terror. A todos nos ha asaltado repetidamente la idea del
suicidio, acompañada a menudo de otras mil cosas horribles que hacen
desbordarse los ojos. Sí, pequeña, todos hemos derramado amargas lágrimas,
todos hemos sido, en algún momento, el mismo espíritu doliente que ahora habita
tu alma —El hombre le ofreció su pañuelo sin que ella acertase a ver de dónde
lo había sacado. Por un instante, tuvo la impresión de que siempre había estado
allí, en la mano que se le tendía como un puente hacia la serenidad. Pero su
mente trabajaba a toda velocidad y no podía demorarse en tales detalles. Todo
era demasiado increíble y a la vez terriblemente real. Debía haber algún modo…
—Pronto te acostumbrarás —siguió diciendo
él—. Deja que sea tu guía. Es mucho lo que puedo enseñarte. Y además… he sido
designado para hacerlo.
—¿Designado? ¿Por quién? ¿Qué nuevo
misterio…?
—En realidad no se trata de una designación
en su sentido más estricto. Verás, funciona así: Hace unos días soñé, o mejor
dicho, presentí tu llegada. Una fuerza desconocida, que actúa desde el
interior, me ha mantenido inmovilizado justamente ahí donde me has encontrado.
Estaba esperándote. No te conozco, jamás antes te había visto, y sin embargo,
es como si supiera de ti todo cuanto puede saberse. Esa fuerza que me ha
obligado a permanecer ahí parado durante días nos mueve a todos de idéntica
manera. (Exceptuando acaso a los Merodeadores) Es por eso que, al sentir sus
efectos, decimos que hemos sido designados, como si ese mandato irresistible
proviniese de una entidad superior que organizase nuestra existencia,
disponiendo a su capricho los destinos de cada uno y también del conjunto de
los Caminantes.
—Dices que soñaste mi llegada. Es posible
dormir, después de todo.
—Solo en cierto modo. Al principio resulta bastante
duro, pero después de un tiempo de aclimatación, nos acostumbramos a lo que
aquí llamamos letargo. Viene a ser un estado semejante al sueño que nos permite
descansar sin perder la verticalidad. De cualquier otro modo sería imposible.
Las aceras son demasiado estrechas como para permitir la cabida de un cuerpo
acostado, y en la calzada existe el riesgo de sufrir un accidente, como te
expliqué antes. Por otra parte, ya has podido comprobar la hostilidad de los
Habitantes hacia quienes tratan de hallar el ansiado descanso en los escalones
de acceso a sus hogares. No es mejor la suerte de aquellos que, con gran
esfuerzo, consiguen encaramarse al alféizar de alguna ventana buscando allí su
acomodo. No solo es casi imposible mantener el equilibrio aun sentándose de
costado, sino que los Habitantes, que parecen estar de guardia constantemente,
les expulsan de allí apenas han conseguido estabilizar su posición.
—Los Habitantes… —ella parecía pensativa.
—Ellos no descansan. Viven en permanente
alerta, como si sus vidas dependiesen de la defensa de sus viviendas, por
deterioradas que estén. Apenas alguien esboza el tímido pensamiento de sentarse
ante una puerta, cuando ya uno de ellos está preparado al otro lado para salir
y evitar, usando la violencia si es necesario, que el Caminante pueda siquiera
recostarse un minuto. Para ellos somos intrusos a los que hay que mantener lo
bastante alejados para que nuestra presencia no pueda poner en peligro su
condición de Habitantes.
—Pero son viejos y débiles. Tal vez estén
enfermos. ¿No podríamos acaso entrar en cualquiera de esas casas y ocuparla por
la fuerza?
—No —respondió él sombríamente—. Eso es
imposible (ni siquiera los Merodeadores se han atrevido a intentarlo jamás).
Por si el mero hecho de quedar condenados al encierro permanente en el interior
no bastase a disuadirnos de tal idea, hay otras dificultades insalvables.
Sabemos que en cada casa habitan varias personas. La que se encuentra más cerca
de la entrada, y por ende, la que trata de expulsar a los intrusos, es la de
mayor belleza. ¿Te sorprendes? Esa abominable anciana que has conocido tiene
fama de ser una de las más hermosas entre todas las Habitantes. A pesar de
ello, no es necesario que te recuerde el asco que su visión ha llegado a
inspirarte. Yo mismo, en una ocasión en la que, despreciando la náusea, traté
de penetrar en el interior de una vivienda, logré ver al segundo Habitante y la
impresión estuvo a punto de lanzarme en brazos de la más exasperante locura.
Tardé varios días en reponerme del horror que me inspiró aquel ser tan
espantoso, aquel engendro de los demonios. Se dice que hubo un Caminante que,
pleno de valor, se introdujo en una casa con los ojos cerrados, llegando al
exacto Centro, donde se encuentra, según los rumores más extendidos, el Último
Guardián, aquel que de ser vencido puede albergar en su casa a quien logre
derrotarle y a cuantos este desee llevar consigo. Al pobre hombre lo sacaron
inmóvil, blancos los cabellos, abiertos los ojos de par en par. Ahora está en
el Instituto, frente a una de las puertas laterales, como una estatua. Sentado
para siempre en extraña postura. No está ciego pero no ve, no está muerto y sin
embargo no vive. Es un vegetal absoluto. La muerte, quizá, hubiese sido un
descanso para su alma atormentada por la vida en las calles. Ahora sufre el
peor de los castigos, el más aterrador de los infiernos.
El hombre guardó silencio durante algunos
minutos, como sopesando el exacto sentido de sus propias palabras. La muchacha,
que comenzaba a aceptar su destino con una resignación nacida del sueño que
comenzaba a apoderarse de ella, recordó entre brumas lo sucedido con el
muchacho que se alejó corriendo y le habló de ello a su eventual acompañante.
Este, algo sorprendido, contestó:
—No sé a qué muchacho te refieres. Al único
que vi pasar cerca de ti fue a un anciano con una larguísima barba blanca.
Ahora que lo dices, recuerdo que, en efecto, parecía canturrear algo, pero
tampoco a mí me fue posible comprender sus palabras. Por lo que he oído decir,
es uno de los Caminantes más antiguos, y siempre trata de avisar a la gente de
lo peligroso que resulta vagar por estas calles. Dicen que perdió la razón hace
años. Por eso no se da cuenta de que su advertencia es estéril, pues solo
aquellos que ya se han perdido pueden escucharlo, y a estos, por desgracia, ya
no les reporta ninguna utilidad.
—Pero se alejó corriendo —insistió la
muchacha—. ¿Qué anciano hubiera podido correr de ese modo? A pesar de que le
perseguí con toda la velocidad que me permitieron mis piernas, me fue imposible
alcanzarlo.
No pudo ver la sonrisa que había nacido en
los labios del hombre al escuchar ese comentario. Llevaban ya un buen rato
caminando juntos, sin dirección. El silencio apenas se veía perturbado por los
pasos lentos que resonaban sobre el humedecido suelo.
—Todo es un problema de adaptación —dijo
él, rompiendo la calma—. Las cosas son
aquí de una forma completamente distinta a como solías percibirlas. El tiempo
transcurre a otro ritmo. Las distancias nada significan, ni los nombres. Formamos
parte de un todo que nos resulta incomprensible. El muchacho que dices haber
visto no era tal, sino, como ya te he explicado, un viejo chiflado. Lo que te
pareció velocidad no era sino un caminar lentísimo. Tardó una eternidad en
llegar a la siguiente esquina, pero tus piernas, todavía faltas de la destreza
que proporciona el largo peregrinaje por las calles, aún desarrollaban menor
rapidez. Cuando creíste correr, apenas avanzabas. Si creíste gritar, tu voz era
un susurro. Ahora mismo, me cuesta un tremendo esfuerzo igualar mi paso al
tuyo.
La muchacha enrojeció levemente, pues un
par de veces había estado a punto de rogarle que caminase un poco más despacio,
ya que tenía grandes dificultades para no rezagarse.
Una niebla espesa, húmeda, cubría ahora
todo, de manera que desde el centro de la calzada, por donde ambos caminaban,
resultaba casi imposible ver las casas de uno y otro lado, a pesar de tratarse
de una calle estrecha, como todas las que les rodeaban en aquel cruel laberinto
sin puertas a la vida.
La chica, acurrucándose de forma
inconsciente contra el hombre, murmuró: «Tengo frío». Entonces él, con un
movimiento súbito, ligeramente cómico en su aparente solemnidad, sacó del
interior de su gabán un abrigo enorme, un abrigo de mujer feo y antiguo, ajado
y descolorido como si hubiese sido usado con asiduidad. Pero ella lo aceptó con
la misma gratitud que hubiera podido mostrar ante el más lujoso visón y se lo
puso al instante sobre la fina blusa, sintiendo expandirse en pocos segundos un
agradable calorcillo por todo su cuerpo. No le importó que la prenda fuese
demasiado grande y arrastrase los faldones por el suelo de piedra, ni que las
mangas colgasen casi un palmo más abajo que sus manos, ni el olor a ropa
largamente encerrada. Solo pensaba en su hogar lejano mientras un dulce sopor
iba invadiéndola, solo soñaba hallarse muy lejos, en medio de calles
desconocidas, protegida por el brazo del hombre, caminando, caminando,
caminando…
Una voz a su derecha la sacó del
adormecimiento en que se hallaba sumida, una suave voz masculina muy cerca de
su oído. En su recién recuperada consciencia tuvo un primer impulso de alegría,
creyendo que había despertado por fin de la siniestra pesadilla… Pero las
palabras que escuchaba desvanecieron su euforia. El hombre seguía caminando a
su lado y le hablaba:
—Una de las cosas más importantes que debes
aprender es la siguiente: Bajo ningún concepto has de volver la vista atrás
mientras caminas. No me preguntes los motivos. Yo mismo los ignoro. Lo único
que puedo decirte es que hubo quienes desafiaron este precepto. Todos ellos se
trastornaron de forma que perdieron el don de la palabra. La voz se ahoga sin
haber llegado a salir de la garganta. Algunos tratan de explicarse por gestos,
pero de un modo tan torpe y lento que resulta imposible captar el significado
de sus desesperados intentos por comunicarse.
Pasan días sin comer. Se olvidan de caminar durante semanas, y al tratar
de reanudar la marcha, sus piernas han perdido toda costumbre y lo más que
consiguen es arrastrarse a medias, agarrados a las paredes, cayendo al suelo en
la mayoría de los casos, con grave riesgo de ser atropellados. Con suerte,
algún otro Caminante les ayuda a incorporarse y vuelven a quedarse parados
sobre sus débiles piernas, apoyados en cualquier muro, aparentemente
insensibles a cuanto les rodea. Esta situación, ya irreversible, suele
prolongarse hasta que un día, de repente, amanece y han desaparecido, sin que
nadie vuelva a saber de ellos. Hay quien tiene la sospecha de que es el Vigilante,
en un rasgo de piedad impensable a la luz del día, quien se los lleva para
enterrarlos en el jardín del Instituto, pero esto no es sino una de las
múltiples hipótesis que corren de boca en boca por todo el Barrio. (También hay
quien afirma que tales desapariciones solo pueden ser obra de los
Merodeadores).
Mientras escuchaba la voz serena de su
acompañante, la muchacha se distrajo un par de veces. Algo le impedía
concentrarse y no atinaba a discernir la causa de su distracción. De repente,
lo sintió en las entrañas. Era el hambre. Notó un gran vacío en el estómago,
algo que no recordaba haber sentido jamás, un hambre voraz, gigantesca,
apocalíptica, un hambre como de siglos, y además… la sed. Su garganta estaba
seca, la sintió como un árido desierto en el fondo de su boca, un desierto en
el que nunca hubiese existido una gota de agua, siquiera un misericordioso
cactus. Por un instante, pensó que no podría volver a hablar si no tomaba de
inmediato algún líquido.
—Tengo hambre y sed —susurró—, ¿podríamos
comer algo? ¿O es qué también eso nos está vedado?
—De nuestro sustento, aunque te parezca
increíble, se ocupan los Habitantes. Veo que te sorprende, pero así es. Esas
mismas personas que con tanta maldad nos desalojan de las puertas de sus casas
y nos castigan con la sola visión de sus horribles rostros, esos seres crueles
que serían capaces de empuñar la más atroz de las armas para impedirnos el
acceso a sus amados hogares, esos deshechos humanos que nos gritan las peores
obscenidades, esos esperpentos cuyo simple aliento parece estar cargado de
quién sabe qué agrias maldiciones, ésos son los que diariamente nos facilitan
la comida sin pedir nada a cambio. Tres veces al día, en esos mismos escalones
de los que siempre se nos expulsa, ellos colocan un plato de comida, un vaso
con agua y unos cubiertos. Porque el número de casas es superior al de
Caminantes, muchos de estos platos quedan intactos, a pesar de que en
ocasiones, el cansancio y el hambre acumulados nos empujan a consumir más de
una ración.
—¡Qué gente más extraña!
—Lo más curioso, si lo pensamos bien, viene
luego, en el momento en que los Habitantes salen a recoger los platos vacíos.
Un observador atento puede percatarse entonces de la insondable tristeza que
empaña los ojos de aquellos cuya generosidad no ha servido a nadie. Es como una
angustia irreprimible que, por un momento, hace parecer más humanos, menos
espantosos, sus abominables rostros. Si, venciendo la natural repugnancia, se
les mira fijamente en esos breves instantes, se puede percibir la verdadera
naturaleza de sus caras, la hermosura que llegan a encerrar tras esa capa de
fealdad que acaso sea voluntaria. Diríanse más jóvenes y amables, hasta sus
ropas adoptan un nuevo aspecto, más elegante. La duda desaparece tras un
parpadeo. Entonces la sensación de dulzura que haya podido empezar a formarse
en nuestros corazones ansiosos se disipa de inmediato y los ojos vuelven a
desviarse ante el aspecto amenazador que nuevamente rezuman sus semblantes. Se
ha sabido de Caminantes que, a causa de su escasa experiencia, se han dejado
engañar por la aparente bondad de sus momentáneos anfitriones ahogados en
tristeza. Llevados por esa impresión, conmovidos por el noble gesto
presenciado, han llegado a acercarse a ellos para rogarles hospitalidad. Como
es natural, siempre han sido rechazados de la manera más brusca, con las más
atroces palabras, pronunciadas con un odio tan profundo como la tristeza
sentida un segundo antes. A la mañana siguiente, no obstante, un nuevo plato
rebosante descansa en cada escalón esperando ser consumido.
—Pero… Es inexplicable.
—Existe una viejísima leyenda oída en
susurros, mil veces olvidada, otras tantas discutida y negada, pero siempre
presente, como una enfermedad. Se dice que los Habitantes, en tiempos remotos,
también fueron Caminantes. (Explicación que suele ser esgrimida para explicar
su amabilidad en lo que se refiere a la comida. Habiendo pasado por ese
sufrimiento, tratan de evitárnoslo). Las casas, según esa teoría, habrían
estado vacías o simplemente no habrían existido. Parece ser que (acaso urgidos
por la acuciante necesidad de ocultarse de los Merodeadores) se fueron uniendo
en grupos reducidos y ocupándolas o construyéndolas (según los diferentes
puntos de vista). Al principio, no fueron muchos los que participaron del nuevo
orden, pues ignoraban los nuevos peligros que podría ocasionar la ocupación,
pero a la vista de que nada malo parecía ocurrirles a los que se habían
decidido por transformarse en Habitantes, muy pronto fueron muchos quienes se
decidieron a cambiar sus hábitos nómadas por el confort prometido por la simple
idea de un hogar protegido del viento, la niebla y la frialdad de la noche. El
precio, que entonces aún no podían sospechar, fue excesivo. Se marchitó su
juventud a gran velocidad, sus cabellos encanecieron, sus rostros perdieron
todo rastro de belleza y se convirtieron en esos que ahora no pueden mirarse
sin experimentar un sincero horror (aunque esto, como ya he insinuado antes,
muy bien pudiera ser tan solo un mecanismo defensivo destinado a prevenir
cualquier peligro proveniente del exterior, pensando quizá en la crueldad de
los Merodeadores). Mas no terminó ahí el castigo sufrido por su terrible
pecado, por la insolente desobediencia a un código nunca escrito pero no por
ello menos inflexible. Hubo algunos que, lejos de resignarse a la lógica
evolución de los hechos, trataron de regresar de nuevo a las calles, pero ya
sus ojos no podían soportar ni siquiera la poca luz existente en las zonas de
sombra, el frío dejaba cruentas marcas en su piel y el mero acto de caminar
unos pocos pasos exigía de ellos un tremendo esfuerzo del que tardaban horas en
recuperarse. Por otra parte, una exagerada lentitud regía todos sus
movimientos. De ese modo, tardaban días en cruzar una calle. El proceso era
irreversible así que, a pesar del terror que les inspiraba la idea de
permanecer encarcelados en las casas por el resto de sus días, hubieron de
resignarse al encierro, a gozar del calor y la protección de un hogar y a un
cómodo lecho donde dormir en las frías noches, pero a cambio de no poder
abandonar ya nunca aquellas pálidas viviendas de paredes húmedas y grisáceas,
de permanente oscuridad. De ahí su malhumor y su rabia desatada contra
nosotros, que a pesar de las penalidades que debemos sufrir, aún podemos
movernos veloces sobre los adoquines, que podemos vagar libremente por el
Barrio aun cuando existan unos límites que no hemos aprendido a rebasar.
La niebla se había disipado un poco y ambos
pudieron ver, en la casa que quedaba a su derecha, un plato de comida todavía
humeante que alguien acababa de poner allí. Compartiéndolo, lo apuraron con
rapidez. Caminando unos pasos, llegaron frente a otra puerta y repitieron la
operación anterior, quedando plenamente satisfechos, lo cual le pareció muy extraño
a la muchacha, ya que el contenido de los platos consumidos era más bien
escaso. Pero no hizo ningún comentario, como si de pronto nada tuviese
importancia. Después, reanudaron su lenta marcha sin dirección. Volvió a caer
la niebla, como si solo se hubiese levantado un momento para permitirlos
alimentarse. Volvió a caer la niebla oscureciendo aún más las calles
silenciosas en las que, de vez en cuando, podía oírse el chirrido de los frenos
de un automóvil lanzado a toda velocidad o el maullido de un gato al ser
atrapado por un muchacho travieso (o peor, por los temibles Merodeadores). Sin
embargo, no era posible distinguir a los otros Caminantes que pasaban a escasos
palmos de ellos, tan cerca que, de haber extendido el brazo, hubieran podido
tocarlos. Algo más tarde (el tiempo se había convertido en algo esponjoso, sin
medida) ella volvió a escuchar la voz a su lado:
—Mira allí, a tu derecha. ¿No ves un
resplandor?
En efecto, al fondo, tras la niebla, podía
intuirse la silueta iluminada de una gigantesca puerta de goznes enmohecidos y
unos agudos hierros en forma de lanza apuntando hacia el cielo. La muchacha no
necesitó hallarse demasiado despierta para saber que se estaban acercando a la
entrada de un Cementerio.
—¿Tanto hemos caminado? —preguntó. Vio entonces,
en el centro justo de la puerta, una enorme cruz negra, cuya inescrutable
opacidad destacaba aun en medio de la oscuridad de la noche carente de
estrellas. El tamaño de la cruz era tal que rebasaba los límites de la puerta,
por lo que resultaba complicado distinguir la una de la otra, como si de alguna
manera formasen parte de una unidad mística cuyo significado escapara a los
sentidos del visitante ocasional. En medio de la húmeda neblina, se fueron
acercando con lentitud hasta encontrar un hueco entre la cruz y el umbral. Por
él penetraron en el desconocido recinto. Solo algunos metros más adelante, pudo
darse cuenta la muchacha de que había amanecido. Si hubiese sido preguntada a
ese respecto, no habría sabido concretar en qué momento había sucedido. En
realidad, si lo pensaba bien, tenía la extraña sensación de que siempre hubiera
sido de día, aunque por otra parte, recordaba nítidamente la agobiante
oscuridad que les envolvía en el instante que vieron la gran puerta que, a
pesar de hallarse en las tinieblas, era fácilmente reconocible en la distancia.
Esa misma oscuridad de la que ellos surgieron con los ojos clavados en los
afilados hierros cuyos extremos superiores no les fue posible distinguir entre
la noche y la niebla.
Pero ahora, en el interior del Cementerio,
todo era luz, y a pesar de que la niebla no se había disipado del todo y no
permitía gozar por entero de la visión del dorado disco solar, podía verse, por
el contrario, a mucha gente paseando entre las tumbas con absoluta tranquilidad.
No era menos cierto que no se tenía en aquel lugar la típica sensación de
ansiedad que suelen despertar la mayoría de los cementerios convencionales. Por
el contrario, se respiraba un ambiente de paz imperturbable que, de algún modo,
incitaba a respirar profundamente y a seguir caminando sin prisa por los
estrechos senderos de tierra. Pudieron divisar a muchos hombres inmóviles, de
pie entre las lápidas, rodeados de innumerables cruces, como estatuas sin
tiempo y sin otra misión que la de permanecer allí, quietos, por los siglos.
Todos ellos iban vestidos con un curioso uniforme, formado por un frac
demasiado ancho y una gorra de aspecto militar, aunque bien mirado, sus
múltiples colores eran demasiado chillones, lo que les otorgaba un aspecto
bastante cómico dentro de su aparente solemnidad.
—Son los Vigilantes menores —explicó el
hombre—, están aquí para impedir que las lápidas puedan servir de asiento o de
tálamo a los Caminantes. Nunca duermen. Apenas se mueven y son increíblemente
poderosos. Solo en el remoto caso de que alguien ose quebrantar las reglas se
les puede observar en acción. Entonces son implacables. Si sorprenden a alguien
tirado sobre el suelo, le zarandean con violencia e incluso le golpean con
rabia entre agudos insultos y soeces palabras que no parecen propias de unos
personajes tan ridículos. Todo lo demás, como puedes comprobar a primera vista,
ha sido construido en vertical y se pierde en las alturas, de forma que no
pueda ser utilizado para sentarse y mucho menos como lecho. Puesto que el final
de las construcciones verticales no puede verse, a nadie se le ocurriría la
insensata idea de intentar la escalada, y aunque alguien desafiara la razón y
probase a ascender por las casi verticales paredes, lo más probable es que en
la cima no haya nada excepto una cruda arista.
Ella contemplaba en silencio todo aquello
que el hombre le iba describiendo con su pausado acento. No pudo evitar el
pensamiento de que aquel lugar parecía bastante más acogedor que el laberinto
de calles. Como si estuviese leyendo su mente, él prosiguió:
—Hay muchos que, cansados de buscar una
hipotética salida entre las calles, deciden quedarse aquí definitivamente. Se
respira mejor, el camino es menos incómodo y no exige la continua atención del
Caminante para no verse arrollado por un automóvil (o peor, sorprendido y
llevado por los Merodeadores). Los días son largos y las noches extremadamente
cortas, tanto que apenas pueden apreciarse a no ser que se esté acostumbrado a
las variaciones que se producen en el interior, completamente diferentes a las
del Barrio. Pero hay, no podía ser de otro modo, una contrapartida: En este
lugar es imposible, así está escrito, hallar una salida. En las calles el frío
es constante y la luz del sol apenas puede verse muy de cuando en cuando, más
existe la esperanza. Quedarse aquí equivale renunciar definitivamente a la
libertad. Quienes permanecen en el Cementerio un tiempo determinado ya no
pueden abandonarlo nunca. Pero no te asustes. Nosotros hemos entrado en calidad
de visitantes y si no nos demoramos, no tendremos problemas en encontrar otra
vez la puerta, lo cual no siempre es fácil, ya que su ubicación cambia
constantemente. ¿Nos vamos?
—Sí, creo que será lo mejor. Siempre
podemos volver aquí si queremos, ¿no?
—Bueno… En realidad no es tan sencillo. No
vayas a creer que te he traído aquí a propósito con la intención de mostrarte
el Cementerio. Ha sido (como la totalidad de las cosas, buenas o malas, que
ocurren en el Barrio) algo casual. Nadie puede predecir dónde le conducirán los
propios pasos. Cuando se ha estado en algún lugar, se cree conocer el camino,
pero al tratar de regresar en otro momento, se descubre que ya todo es
diferente y ya no es posible encontrar aquello que se busca. Mucha gente no ha
estado jamás en el Cementerio. Otros, en cambio, vienen a diario, pero no es su
voluntad, ni la costumbre, lo que los trae de vuelta. No es cuestión de
habilidad o de memoria. Es más bien como si el lugar mismo los invitase a
quedarse, atrayéndoles día tras día y deslumbrándoles con el apacible aspecto
soleado de los caminos de tierra blandita y esas flores que nunca llegan a
marchitarse. Paradójicamente, son estos, los que vienen más a menudo, los que
casi nunca optan por quedarse. Otros, en cambio, deciden permanecer aquí desde
el instante mismo en que franquean la puerta. Por lo general son aquellos que
poseen una voluntad débil, que no se sienten capaces de enfrentar el frío de
las calles y la hostilidad de los Habitantes. En el transcurso de unos días, se
opera en ellos un cambio tal que ni sus más íntimos amigos, si es que puede
hablarse de amistad en un sitio como este, son capaces de reconocerles.
Sin apenas percibirlo, se encontraron fuera
del extenso recinto del Cementerio. La muchacha, pensativa, caminaba con los
ojos fijos en el suelo, asistiendo con incredulidad a la sutil transformación
que se estaba produciendo justo delante de ella. El camino de tierra y
cascotes, salpicado por algunos brotes de hierba pálida y amarillenta, se iba
convirtiendo ante sus ojos en una amplísima calle asfaltada, resquebrajada y
ennegrecida como si hubiesen esparcido carbón. Entonces, al levantar la vista,
pudo reconocer, bajo la opaca luz del atardecer, algunas naves industriales que
parecían abandonadas. Hubiese podido afirmar, sin la menor duda, que se trataba
de un polígono industrial. Por un momento, creyó hallarse de nuevo en una zona
conocida. Exclamó:
—Pero… ¡si esto es…!
—No, no lo digas —gritó el hombre, llevando
con rapidez su mano a la boca de ella—. Nunca digas lo que tus ojos ven. ¿Acaso
es posible que ambos veamos una misma cosa? ¿Cuándo, a través del tiempo, ha
sido así? No pestañees y corre. Tal vez haya llegado tu hora de escapar a esta
pesadilla. —durante el brevísimo instante que duraron estas palabras, el hombre
había empujado con fuerza a la muchacha en la dirección que seguía su mirada,
justo hacia el lugar donde sus ojos permanecían aún fijos, abiertos de estupor,
pero su movimiento no fue lo bastante rápido y ya ella, en medio de su
confusión, había parpadeado, destrozando la escena para siempre.
Nuevamente las sombras se habían adueñado
de todo. El Cementerio había desaparecido por completo, lo mismo que la efímera
visión de la muchacha. Ni siquiera resultaba visible el resplandor oscuro de la
cruz, aquel negro resplandor que les había guiado en medio de la noche sin
estrellas, de la interminable noche sin luna ni esperanza. Solo quedaban las
calles, grises, estrechas, húmedas, miserablemente pobres y antiguas,
angustiosamente solitarias. Las larguísimas calles y el hombre a su derecha
como un talismán divino, como un ángel custodio protegiéndola. Y ella, carente
de fuerzas, helada por la humedad que desprendía la niebla, resignada y
abatida, sumergida ahora en una especie de sueño semiconsciente, sin dejar de
caminar y fatigarse, pero al mismo tiempo descansando, durmiendo, soñando…
Soñando multitudes que pululaban por anchas
y lujosas avenidas repletas de luz y de cristal; soñando parques fabulosos
llenos de niños que jugaban formando un ensordecedor estrépito con sus risas y
sus gritos y el ruido de los columpios al balancearse arriba y abajo, y hasta
el bote rítmico de una pelota rebotando sobre la suave y verde superficie de
césped; soñando aire puro que respirar, lejos de todas las ciudades, en el mar,
bajo la brisa nostálgica de todos los atardeceres, en la sierra, gozando con la
sublime contemplación de las montañas que aún guardaban restos de la nieve
caída en el invierno y también aquellas otras, cubiertas de espesos bosques de
árboles frondosos y lozanos, habitados por ardillas y osos y zorros que se
escondían en sus madrigueras al sentir la presencia humana, y más arriba aún,
donde las montañas se mostraban completamente desnudas, talladas en piedra
gris, gris como sus propios pensamientos, como sus esperanzas, gris como las
calles que la rodeaban, gris como la fea fachada gris que sus ojos contemplaban
ahora, lejos ya de las nebulosas regiones del sueño. Una suave luz se filtraba
entre los altísimos muros que flanqueaban la calle por la que ahora caminaba,
mas la niebla no había desaparecido por completo, por lo que apenas se notaba
la diferencia con el día anterior, con los días que sin duda habrían de seguir.
Guiada por la naciente costumbre, miró a su
derecha, buscando con la vista la elevada silueta de su compañero, pero a su
lado no había nadie. Con un ligero estremecimiento que hipócritamente atribuyó
al frío, estiró el brazo hasta tantear la pared. Durante un rato, su
desconcierto la privó del uso de la palabra. Después, con cierta timidez, se
atrevió a llamar:
—Oiga, no me deje sola, por favor. Me da
miedo la soledad. ¡No se esconda! Por favor. ¡Salga de donde se haya metido,
por lo que más quiera! ¡Hábleme! No puede imaginarse la angustia que siento. Ni
siquiera sé su nombre. No juegue más conmigo, por favor. ¡Vuelva! ¡Estoy
asustada! Hace mucho frío. Por favor, no me abandone…
Las palabras se habían ido transformando
lentamente en llanto. Desde muy lejos, apagada, triste, grave, casi ahogada, se
oyó la voz:
—Por desgracia, es inevitable mi partida. Mi
misión ha concluido. Ya sabes cuánto yo puedo enseñarte. No existen otras
reglas, excepto las que tú inventes. No hay ventajas para nadie. Todos hemos
aprendido a sobrevivir en soledad. Puedo asegurarte que ya estás preparada para
afrontar todos los peligros que puedan presentarse en tu camino. Lo que aún no
conoces, lo aprenderás con dolor y abundantes lágrimas, pero es el único
camino. Te prometo que no puedo hacer nada para facilitar las cosas. Así ha
sido siempre, así debe ser y así será. Ya conoces tu destino. Camina, camina
sin descanso. Otras calles esperan mis pasos. Quizá volvamos a vernos. Ojalá
que sea así, pero ahora es hora de separarnos. Adiós y buena suerte.
Y entonces, de pronto, el silencio. El
silencio como nunca lo había sentido, el silencio alrededor y dentro de ella
como si todo hubiese dejado de existir. Solo el largo camino por delante. La
muchacha, con los ojos brillantes, aspiró profundamente el aire enrarecido de
los callejones y reanudó su lenta marcha poseída por una resignación de la que
nunca se hubiese creído capaz y una tristeza sin llanto royéndole las entrañas.
Abajo, en el suelo, el empedrado, sucio e irregular, pasaba despacio ante su
mirada, confundiéndose con sus propios pensamientos. La niebla cedió un poco.
Un gatito maulló en alguna parte. A lo lejos, en el horizonte estrecho de la
calle, parecía brillar, agónica y débil, una pequeña lucecita.
© Copyright de Sergio Borao Llop para NGC 3660, Mayo 2019
-Fuente: https://ngc3660.com/entrecalles/?
NOCHE DE AZULES*
Escribe un verso,
háblame
de brújulas y barcos
de papel,
rosas amarillas en tu
infancia
y ese rostro que ves
reflejarse en los espejos,
el aroma a misterio de
las catedrales,
la eufonía de campanas
que brota
en las noches azules
del desierto…
Sobre la lluvia que
acude a borrar
el caos ordenador de
la memoria
donde anida un
invierno que no quiere ser evocado,
pero vuelve, en la
respiración de mi amante
dormido junto a mi
vigilia, y ese matiz arcano
que tienen los olivos
centenarios cuando sueño.
Deja fluir el anima
mundi hacia mis dedos,
no temas las
evocaciones,
nada es locura en este
mundo irracional,
nada existe más allá
del árbol que florece en mi ventana,
mi mente es el vacío
que llena todo espacio.
Contempla la luz
oscura de mis ojos,
ven, asómate al pozo
del recuerdo.
Somos bidimensionales
dibujos en papel,
nuestra esencia anida
en otra conjunción,
todo pudo haber sido
real, ¿y qué lo es?
Dejo ir a quien amo,
por si Amor toma su
mano y lo regresa.
Dime si fuimos uno en
otra vida,
si lo somos, si nos
reencontraremos…
Pero no me dejes morir
en los estruendos de la nada,
no hay tormento peor
que ese silencio
donde las palabras
pugnan por ser vistas:
Cántale al hambre y a
los duelos,
Cántale a la orfandad
del universo.
Hay tanta soledad… tan
sin remedio,
que ya ni Dios se
asoma a vernos.
*De Marié
Rojas Tamayo.
La Habana. Cuba.
INGRAVIDEZ*
Escribir pintando, con una paleta de
colores en una mano, el pincel en la otra, el lienzo todavía sin trazo. Esa
posibilidad absoluta de decir lo que jamás se dijo, lo que no figura en
catálogos o lo que ha sido dicho miles de veces pero que necesita una nueva
imagen más ajustada a nuestra percepción de época.
Y nada al fin de cuentas, si decir algo es
resumir y recortar.
Y qué decir cuando afuera llueve, cuando el
espejo es irremediable, cuando los cuandos son todos a contrapelo.
La belleza de los reflejos del agua en un
vidrio de cien años, magnífico en sus colores netos, en la sutil complejidad de
flores en relieve. Debería ser motivo de dicha. La seguridad de un ambiente
cálido con las bruñidas superficies de la costumbre. Qué más requerir a la
confusión de lo aleatorio. Nada alcanza hoy cuando la lluvia es el invierno y
la absurda desazón de creer que hay una felicidad que podría estar pero se
aleja, que debería estar pero a la vez es decepcionantemente ilusoria.
Todos han dejado por escrito y por cantado
que la felicidad de uno es el reflejo de los vínculos felices con personas que
nos atañen. Y quememos de una vez para siempre los librejos del ámate a ti
mismo, que no funciona cuando el espacio está vacío y la puerta tiene llave.
Quién soy cuando no ocupo lugar en ninguna vida. Puedo pesar ciento cuarenta
kilos, no habrá gravedad que me retenga sobre el suelo.
Caminata sobre la luna.
Escafandras de buzos en la profundidad.
Trajes neumáticos.
Esa imposibilidad de contacto con gente que
parece estar ahí delante pero que también, esto es así, está protegida de mí
por su propio traje de sospechas, entretejido de pasado y de palabras dichas y
gestos supuestos y capa sobre capa de su propia atmósfera.
Hoy llueve, los cables hacen perceptible el
viento, mi madre escucha abajo y detrás de ventanas cerradas su música
compleja. Hoy es invierno y llueve. Hoy no hay remedio para los destinos
divergentes fuera de esta vinculación monógama y única, lo poco seguro y
estrecho dentro de un mundo absolutamente amenazador. Mi madre y yo, decididas
a perdonarnos cualquier agravio, a presuponer buenas intenciones, a sostener
las penas de la otra para darnos un respiro con el aire compartido.
Seguiremos intentando mañana o la semana
que viene hacer esos esfuerzos por estrechar alguna mano sin guantes. Mientras
tanto, la cocina con el trapito debajo de la mesa para la Gutxi es la cueva
contra la intemperie, el mate tibio y la tostada cristalizan el punto de
reunión a nivel del suelo, el lastre benigno que permite sentir peso y
presencia.
Habrán sido demasiado débiles, será que las
sogas que até a tantas amarras pecaban de fallas de elaboración. No es la
humanidad toda un innumerable conjunto de seres conjurados en contra de una
única buena persona. Mi ingravidez me pertenece y debo de haber elaborado
constante y eficazmente mi propio traje de astronauta. Qué cosa rara, creo que
no me gusta caminar en el aire y sin embargo parece un destino visceralmente
propio.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
*
Siempre hay algo que
no queremos saber de nosotros mismos y que de intuirlo muy brumosamente no lo
compartiríamos jamás con nadie, porque ni siquiera sabemos demasiado de qué se
trata, pero a la vez una parte de nosotros siente que es fundamental. Lo
escribimos sin saberlo en historias o poemas (hasta ensayos) y sale con una
nitidez que nos deja pasmados. Sale para volver a escaparse de nuestra lógica y
nuestras explicaciones.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
Estación
Riachuelo*
A Martín
Rébora
*Por Alberto
Di Matteo. licaldima@gmail.com
La madrugada se hacía sentir fría y ventosa
dentro de los sucios talleres ferroviarios. Marcos Reed, camarógrafo
free-lance, sabía que resultaría inusual aquella incursión planeada por Luis
Quintana, un singular productor televisivo que ya le consiguiera varias
“changuitas” en el pasado. Aunque nada le permitía presagiar esa noche, a bordo
de esa vetusta locomotora diesel, lo que acechaba desconocido, más allá del
faro frontal que horadaría la noche.
A Luis Quintana, sus amigos le decían
Droopy, aquel personaje animado que solían proyectar junto con Tom & Jerry,
porque siempre aparecía de improviso en todos lados; además, era un loco de la
guerra. Mucho más que Marcos, lo cual ya era mucho decir… Recién un par de días
antes, y vaya a saber dónde, Droopy había conseguido el contacto para realizar
aquella travesía: filmar las villas miseria cercanas al Dock Sud, únicamente de
noche, a fin de rodar las tomas iniciales para una serie de documentales
referidos a la marginalidad urbana.
El asunto olía un tanto turbio. Droopy
trabajaba cual mercenario para quien pagase, sin importar el producto obtenido,
por lo que las condiciones de trabajo podían ser harto azarosas. Tampoco
quedaba claro a nombre de quién operaba tal ramal, escondido y casi
clandestino. Sin embargo, Marcos no se acobardó. Muy por el contrario, el
detalle le daba a dicha incursión un sabor muy excitante. Además, necesitaba
cobrar cuanto antes. Las deudas se agrupaban a su alrededor al riesgo del
infarto.
Gastón Robles era el nombre del maquinista.
Al momento de partir, desde algún impreciso punto geográfico situado entre los
talleres de Lanús y Gerli, les puso un par de condiciones ineludibles: que
jamás lo enfocara la cámara, y que su identidad nunca fuese revelada en los
títulos de la nueva producción.
—Me juego el laburo, ¿viste? —fue su único
argumento.
Eran pasadas las dos cuando la ruidosa
locomotora se puso en marcha, rumbeando hacia las antiguas refinerías del Dock,
rechinando aguda sobre los rieles, cuyo mantenimiento se adivinaba casi nulo.
Remolcaba tres vagones, uno cargado y dos vacíos; Marcos y Droopy hicieron
silencio al respecto. Pero al acercarse a los cambios de vías cercanos al
Riachuelo, Robles les pidió que se agacharan dentro de la cabina de la
locomotora, para impedir que alguien los viera.
“¿Quién
podría vernos, a esta hora y con tan poca luz, en este lugar de mierda?”, pensó
Marcos, intuyendo también que el solo hecho de opinar de manera diferente al
maquinista podía llegar a ser peligroso.
En la semipenumbra, Quintana y Reed
alcanzaron a divisar las sombras irregulares que identificaban a los
emplazamientos del caserío, levantado a la vera misma de la vía, donde entre
las precarias paredes de cartón y chapa apenas existían unos centímetros de
distancia respecto del paso de la locomotora. Aunque disminuyese la velocidad,
la máquina atravesaba aquel corredor conteniendo el aliento. A pesar de la
estrechez, Reed pensó que aquel detalle también hablaba de la persistencia de
aquel servicio ferroviario en la zona; de no ser así, la vía hubiese sido
ocupada también por dicha precariedad.
—¿Cómo pueden vivir así? —llegó a decir
Droopy, incapaz de creer dónde se encontraban.
—¿Cómo quiere que vivan? —respondió Robles,
como si la respuesta fuese obvia. —Empezaron a llegar en tandas, sin
importarles si había lugar acá para ellos, o no. Y así fueron levantando estas
casuchas, como pudieron. Mire, mire: a veces las ponen tan cerca de la vía, que
cuando vuelvo cargado y los vagones se bambolean, más de una vez me llevé
puesta una pared y arrastré todo lo que venía detrás…
—¿Gente también? —bromeó Marcos, ahogado
por la impresión.
—No. Cuando arrastro casillas, no. Pero me
pasó que de pronto se abra una puerta que da a la vía, y aparezca alguien
delante de mí. Imaginesé: un viejo, anciano, que ya no puede orientarse, ni
siquiera dentro de su propia casa, se levanta de noche para salir al baño,
tantea a oscuras las paredes, llega hasta la puerta, abre. Y resulta que se
equivocó… Que la puerta que daba a la letrina común era la otra. Y sale a la
vía, a ese pasillito que se forma ahí al costado, justo en el momento en que
paso yo. Entonces, las luces lo encandilan, la sorpresa es tan grande, y todo
pasa tan rápido, que no llega a reaccionar, ni amaga a tirarse dentro de la
casilla. ¡Y “me lo llevo puesto”…!
—No me joda… —sonrió Marcos, incrédulo.
—¡Es la pura verdad! —afirmó Robles,
mirándolo de costado, casi ofendido. —Si quiere le cuento pelotudeces que se
cuentan por acá para que pongan en el programa. Pero me parece más justo que
les diga lo que vivo cada vez que vengo, ¿no?
—Seguro, amigazo, seguro —terció Droopy,
palmeándole el hombro a Marcos para que se calle y escuche, sin arruinarle
semejante fuente de información.
—Ni le cuento lo que siento cada vez que la
locomotora tritura los huesos… —acotó Robles, con un susurro sombrío.
La visión del pasillo a través del
parabrisas o las pequeñas ventanillas de la locomotora, encajonando la vía,
parecía de una película de terror. La sola posibilidad de que se abriese alguna
puerta y alguien apareciera delante de ellos de improviso, a Marcos lo llenaba
de espanto. Supuso que podría sentir algo de adrenalina al estar inmerso dentro
de algo “clandestino”, pero esto superaba cualquier clase de expectativa.
De pronto, le pareció que aquel tren
nocturno aparecía en medio de la noche como una irrupción infernal, casi de
otro mundo, que quizá sirviera como “cuento del Cuco” que narraban los adultos
para asustar a los críos que vivían en aquel lugar y mandarlos a la cama, sin
que salgan de la casa. La idea le hizo sentir escalofríos, pero no por eso dejó
de filmar algunas escenas de aquella vía encajonada, ajustando al máximo
posible el lente de la cámara para utilizar hasta el último resto de luz,
material que quizá sirviera para ilustrar los títulos del documental.
Una vez que traspusieron aquel villorrio,
continuaron la marcha hacia el Dock. Los contraluces de la madrugada resultaban
siniestros. Y el viento, cada vez más helado, no ayudaba a que pudiesen sentirse
a resguardo del paisaje. El silencio se materializó entre ellos, apenas
fragmentado por los sorbidos sobre la bombilla del mate amargo, que circulaba
de mano en mano, cebado con una sola mano e inusual destreza por Robles,
mientras continuaba operando con su mano restante la palanca del acelerador de
la locomotora.
Al fin, luego de atravesar un ralo
descampado, y oliendo el característico aroma putrefacto del Riachuelo,
ingresaron en un ámbito de mayor pesadilla que el anterior. Las construcciones
ya no eran desiguales, sino que parecían armadas por opacos bloques de
material, aunque éstos no parecieran ser muy sólidos. Apenas se recortaba
alguna torre, último vestigio de las refinerías que solía haber desperdigadas
por la zona, antiguo reducto industrial de un extinto proyecto de país. Las
borrosas siluetas estremecían gradualmente a Marcos –dudoso respecto de lo que
continuaba filmando, a raíz de la escasa luz imperante-, aunque ni él ni su
productor se animasen a decir nada.
—¿Dónde estamos? —consiguió decir Droopy,
venciendo sus recientes temores.
—Supongo que para los planos del Municipio
esta zona ni siquiera está urbanizada —comentó Robles. —Los vecinos la llaman
“Villa Batería”, porque la construyeron como todas, con materiales en desuso. Y
como acá hubo una fábrica de baterías eléctricas, los bloques de las casillas
son eso: baterías en desuso.
Marcos y Droopy se miraron con espanto.
—¿Y la contaminación? —preguntaron al
unísono.
—¿Qué contaminación? —repreguntó el
maquinista. —Los que viven en este lugar ni siquiera saben que esa palabra
exista.
“¿Sabrán
que ellos mismos existen?”, se estremeció Marcos. Y la sola idea de imaginar la
clase de gente que pudiese vivir en un lugar así, expuesta a los venenos y las
radiaciones, desarrollando quizá hasta mutaciones inconcebibles, le generó
náuseas. “¿Se sentirán desahuciados, respirando apenas mientras aguardan que
les llegue la muerte, sin proyecto alguno a futuro, o tampoco sabrán lo que ese
concepto signifique?”.
El panorama resultaba desolador, aunque
quizá estuviese potenciado por la desbordante imaginación de aquellos hombres,
temerosos de ver aparecer entre las montañas de baterías corroídas y apiladas
cualquier silueta que pareciese deforme, incluso teñida de verde y con algún
ojo de más…
Robles avanzó otro centenar de metros y detuvo la formación, haciendo chirriar los frenos y resoplar el motor. Delante de ellos se extendían las oscuras y aceitosas aguas del Riachuelo, abundantes en petróleo, carentes de vida alguna. Se hallaban cercanos a la desembocadura en el Río de la Plata; aquella zona debería estar custodiada por la Prefectura Naval. Aquel era el destino final de Robles.
—Pueden bajar y trabajar tranquilos —les
informó. —Yo tengo que esperar a que dentro de un rato llegue un cargamento,
hacemos el intercambio de mercadería, y nos volvemos por donde vinimos.
—¿Cómo lo traen? —preguntó Marcos, aunque
al terminar la frase sabía que había dicho una obviedad.
—Navegando —masculló Robles, mirándolo de
costado, casi apenado ante su ignorancia o ingenuidad.
Indagar acerca de la legalidad de aquel
cargamento resultaba casi una broma de mal gusto, por no decir una falta de
respeto. Droopy le hizo una seña, y ambos descendieron de la cabina,
transportando el equipo de filmación, mientras Robles encendía un Particulares.
—Estamos en pedo si pensamos hacer alguna
toma en este lugar —le advirtió Droopy. —Y más en pedo por haber venido sin
chequear en detalle las características del lugar. Que nos afanen todo sería lo
más suave que nos pudiera pasar.
—Ese es tu trabajo —se atajó Marcos.
—Sí, ya sé. Pero el Gordo me repudrió con
que tenía que traerle algo pronto para armar el programa piloto. Ni se me
ocurrió que nos íbamos a encontrar con esto.
—¿Y por qué no se lo vendemos a alguno de
estos tipos que hacen periodismo de investigación?
—Porque necesitamos algo más que esto para
hacer una denuncia, boludo. Y porque con esa VHS del año del pedo no vamos muy
lejos con la calidad de imagen.
Marcos miró la cámara que transportaba en
la diestra y volvió a preguntarse qué clase de tomas podrían hacer con esa luz,
sin quitarle “naturalidad” al paisaje cuando proyectaran los flashes de los
focos que cargaba en la mochila.
—Vos quisiste venir hasta el Infierno a
como diera lugar —le señaló a Droopy.
“¿Qué estarán contrabandeando?”, se preguntó. Aunque la respuesta tenía el mismo grado de certeza que preguntarse acerca del origen y destino final del alma humana: cualquier opinión era válida, y carecía de importancia.
Hicieron un breve rodeo, sin alejarse
demasiado de la locomotora. El lugar les generaba bastante aprensión, casi como
si hubiesen penetrado en una casa abandonada, famosa en el relato de los
vecinos por encontrarse embrujada. Utilizaron la escasa luz de un foco de
alumbrado para filmar apenas un rincón de esa lúgubre villa, sintiéndose
vigilados por ojos insomnes. Sabían que debido a las pésimas condiciones de
filmación cualquier material que llevasen sería descartado de plano en la “isla
de edición”, pero preferían mantenerse ocupados antes que reconocerse transitando
por aquel lugar. Y menos aún pensar que los acechaban los cuatreros…
La barcaza arribó a la media hora,
piloteada por un marinero hosco y extranjero. Descendieron cuatro hombres,
gruesos e inexpresivos, que los miraron con recelo. Marcos apagó la cámara de
inmediato, intimidado por aquellas miradas. Pasaron junto a ellos y abrieron
las puertas del único vagón cargado. Las cajas en su interior carecían de
sellados o etiquetas, al igual que las que comenzaron a bajar de la barcaza.
Robles se sumó a la tarea cuando terminaron de vaciar ese vagón; quizá también
recibiese un porcentaje, aventuró Marcos. De a poco, los tres vagones de la
formación se iban llenando con el transporte de la barcaza.
Y de pronto, la idea que tuvo fue tan clara
que le resultó la mayor obviedad que se le pudiese ocurrir en toda la noche.
Sólo faltaba que los misteriosos habitantes de aquel lugar les armaran un
piquete con las ruinas de antiguos chasis de automóviles sobre los rieles,
impidiendo la salida de la formación y “mejicaneando” el botín, para que toda
la escena fuese el fiel reflejo de la cruel pauperización a la que los
sucesivos gobiernos habían llevado al país. Un sistema carcomido por la
corrupción, una población indigente y al borde de la muerte, un horizonte oscuro
y sin atisbo alguno de futuro… Si no fuese por su constante y progresivo
escepticismo, podía haber llegado hasta a sentir náuseas.
Entonces volvió a encender la cámara, sin
que nadie lo notase –ni siquiera Droopy, absorto en el monótono ir y venir de
los changarines-, y filmó como al descuido, sin llevarse la cámara al hombro,
apenas enfocando con la lente desde la cadera, ignorando si alguna imagen
nítida podría llegar a tomar la película, pero con el pecho oprimido a partes
iguales entre la indignación y la naturalidad de una escena, que ocurría allí,
más allá de toda descripción o análisis. Deseoso de testimoniar algo, de captar
hasta el último detalle de una vivencia irrepetible, aunque supiera que tal vez
no sirviese para nada, salvo para llegar a dormir tranquilo el resto de las
noches por venir…
-Alberto
Di Matteo. Escritor por vocación, y psicólogo de profesión.
Escribe desde principios de su escuela
secundaria. Su papá le contaba cuentos (inventados por él) antes de dormir, y
de allí Alberto intuye que le surgieron las ganas de contar. Ha participado en
diversos certámenes literarios.
-Ha publicado en Inventiva Social cuentos
para la serie InvenTren en recorridos literarios iniciados en el año 2002.
Hace suyas las palabras de John Cheever, "escribo para entenderme y entender el
mundo".
-Próxima estación:
ESTACIÓN GOYENECHE.
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial:
GOBERNADOR
UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
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