EDICIÓN AGOSTO 2025

 



*Foto de Eduardo Francisco Coiro. @educoiro

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRIMER AMOR*

 

Hacía frío en el aula

Era un invierno tan duro

y ya desde muy temprano

el cielo asomaba oscuro

Llueve que llueve, llovía

Noche y noche, día a día

Yo andaba un poco tristón

Mi viejo perro Manuel

ya no quería salir

y apenitas sí comía

En el aula me dormía

Quería volver a casa

y estar con mi amigo perro

¡no en clase de geografía!

Llueve que llueve, llovía

Noche y noche, día a día

Fue entonces que desde atrás

llegó una voz que decía:

- ¿Alguien me daría un lápiz? Se lo devuelvo enseguida

Al darme vuelta la vi

La alumna nueva: Sofía

No llegué a alcanzar sus ojos

ni su piel ni su peinado

ni cuán pequeñas sus manos

ni su carita morena

Solo escuché una voz dulce

hecha de miel y de arena

que se sentó entre mis nubes

como una luna serena

Y se fue el frio

y la lluvia

y mi cansancio

y la pena

Fue entonces aquella tarde

en clase de geografía

que supe que a aquella niña

yo algún día la querría

¿Cómo lo supe? no sé

Lo supe cómo se saben

tantas cosas sin por qué

que nos regala la vida

 

 

*De Silvia Arazi

 

-Silvia Arazi es escritora y actriz. Publicó el libro de relatos Qué temprano anochece, Premio Julio Cortázar de Narrativa Breve. En poesía: La medianera, Segundo Premio del Fondo Nacional de las Artes y Claudine y la casa de piedra. 

Las novelas: La maestra de canto, llevada al cine por Ariel Broitman, La separación, y La voz de la madre. 

Para infancia: La familia Cubierto, El niño de pocas palabras, Vidas de Gatos, La niña que vivía en las nubes, Un hombre interesante, El zapatero que remendaba corazones. La familia Cubierto y Vidas de gatos fueron seleccionados por el Ministerio de Educación y el Plan Nacional de Lecturas para ser leídos en las aulas de todo el país. Sus libros se han publicado en Argentina, España, República Checa, Egipto, Turquía, Emiratos árabes, Macedonia, Alemania, Holanda e India. 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

NOVENA LUNA. *

 

Dos cartas iguales escribí en la noche

para dos ausentes: tu madre y la mía.

Las madres salieron de distintos puntos

Y llegaron juntas al caer el día.

 

Mi madre, del campo, con un cochecito;

la tuya, de lejos, en veloz carruaje;

una con mantillas que compró en el pueblo

y otra con un gorro que tejió en el viaje.

 

Llorando, en la puerta, me besó tu madre;

llorando y riendo me abrazó la mía;

y yo, como niño que no sabe nada,

lloraba con ellas o me sonreía

 

Entraron a verte las dos madres juntas.

En la puerta, solo, me quedé parado.

Y esperé el suceso como si tuviera

que verlo en el fondo del camino andado.

 

Levantóse polvo. Vi en la nube un punto.

Vi en el punto un niño. Vi en el niño a un hombre.

La nube de polvo se elevó hasta el cielo.

Y alzando las manos pronuncié tu nombre.

 

*de José Pedroni.

-Poesías escogidas. Botella 

al Mar. Bs As. 2009.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Perdida

en la ciudad

busco mi cruz del sur.

Era tan ancha

la noche de mi infancia

reflejada en el río,

tan extensa

de horizonte a horizonte.

¿En qué rincón del cielo

confundida

entre la luz urbana

brilla mi estrella?

 

*De Mariana Finochietto. mares.finochietto@gmail.com

 

-Mariana nació en General Belgrano, provincia de Buenos Aires, en 1971. Actualmente vive en City Bell.

Publicó: Cuadernos de la breve ceguera (La Magdalena, 2014)

Jardines, en coautoría con Raúl Feroglio (El Mensú, 2015)

La hija del pescador (La Magdalena, 2016)

Piedras de colores (Proyecto Hybris, 2018)

El orden del agua (GPU Ediciones ,2019)

Madura (Sudestada, 2021)

Quiero sacar la cabeza por la ventanilla de tu coche (Halley Ediciones, 2023)

Patio (elandamio ediciones, 2024)

Poesía reunida (Medusa editores, 2024)

Trinchera (Sudestada, 2025)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

REENCUENTRO*

 

Lentamente giró el picaporte y con un pequeño empujón hacia atrás abrió la puerta.

No había olvidado ese detalle, sin el que era imposible abrirla.

Todo estaba igual.

Las baldosas del living, formando guardas verdes y amarillas, por donde junto a su hermano hacía carreras de autitos los días de lluvia, cuando no había permiso para salir al patio. La araña enorme, con sus cristales blancos y el antiguo reloj cucú. Todo quieto, sin vida, cubierto levemente por el polvo y un penetrante olor a humedad. Recorrió con sus ojos las paredes, descubriendo detalles que había olvidado. Los tres cuadritos de la tía Caty y ese retrato de un abuelo que le daba miedo cuando era pequeño.

Todo parecía haberse detenido, suspendido, en aquella ventosa tarde del pasado.

“Si no te gusta, te vas” – dijo la madre.

Evitó la mirada mansa, silenciosa, del padre. Lo odió por no defenderlo.

Recordó los ojos y el silencio de sus hermanos.

Ninguno dio una señal, un mínimo movimiento para detenerlo.

Nadie contradecía a su madre.

“Sos igual a tu tío”- le había gritado, como un golpe, un latigazo. A pesar del dolor, él no respondió y siguió guardando sus cosas en un bolso.

¿Se creía que era un insulto? Era un honor parecerse al tío Eduardo, “el tarambana”, el único que valía la pena de la familia.

Sintió la boca seca y amarga, lo mismo que aquella tarde.

Después de que se cerró la puerta y comenzó a andar por la calle de tierra, no volvió a mirar atrás y se juró no regresar nunca.

Ese nunca había durado veinticinco años y ahora todo estaba como cuando se fue, en silencio, inmóvil ante la emoción.

Se había ido enterando de algunas cosas por conocidos y algunos diarios que alguien le acercaba.

Supo del casamiento de su hermano, la muerte de su padre, el cierre de la fábrica.

Pequeñas luces que formaban un sendero dentro de la sombra de su enojo y su pasado, y le permitían saber que el pueblo seguía estando allí y su familia también.

Las cortinas a cuadros enmarcaban aún las ventanas de la cocina y se acordó de una taberna en Zurich, donde había visto unas iguales. Hacía mucho frío y la compañía se refugió en ese comedor para cenar y lo primero que él advirtió fueron las cortinas. Eran iguales a las de la cocina de su casa, donde también los días de invierno se reunía con sus hermanos a tomar la leche después de alguna aventura por los baldíos del barrio.

Pero su nombre no sonaba igual cuando lo decían en alemán, en francés o en italiano. Era como si llamaran a otra persona y no al niño flaco, callado, que vagaba durante horas por las calles pedregosas del pueblo.

Subió las escaleras y entró al cuarto de su hermana.

Fue la única que tenía los ojos húmedos cuando él se fue, pero tampoco tuvo el valor de enfrentar a su madre.

Su hermana, tan dulce, la que en la oscuridad le daba la mano desde la otra cama para que no tuviese miedo. Cientos de veces le contaba el mismo cuento y le ponía un gatito en la almohada para despertarlo.

Nadie había tocado nada en su cuarto después del accidente y sus muñecas seguían allí. Esperando el regreso de quien ya no volvería.

Sintió otra vez algo que le oprimía adentro, pero continuó hasta el dormitorio de sus padres.

El olor lo sorprendió. Muchos años habían pasado y ya no estaba la fragancia varonil de la colonia paterna. Todo había sido sepultado por la humedad, la falta de sol, de vida.

Le había tocado la tarea de encontrar viejos documentos, actas de matrimonio, partidas de nacimiento.

Se dirigió sin dudarlo al ropero de su madre, al estante de arriba, el que ellos no alcanzaban. Allí guardaba ella las cosas importantes.

Metió la mano detrás de viejos frascos de perfume y talco y después de tantear unos segundos, sus dedos chocaron contra algo pequeño y suave, que sintió como familiar y lejano.

Suavemente lo sacó a la luz y se quedó inmóvil

Su viejo, querido, conejito de tela.

Su madre se lo había quitado cuando empezó la escuela e insistía con llevarlo en el portafolio. Nunca había vuelto a verlo, a él, su compañero de aventuras y tristezas.

Instintivamente lo estrechó contra su pecho. ¡Tantas veces se preguntó dónde estaría! Le habían dicho que lo habían tirado a la basura y ahora, casi cuarenta años después, lo encontraba allí, en el ropero, arriba de la caja de las joyas.

Esa caja prohibida para ellos, que guardaba cosas de valor. Su madre la sacaba cuando iba a una fiesta y elegía de entre todo lo que estaba adentro, lo que combinaba con su vestido.

No pudo resistir la tentación y tomó la caja.

Nunca la había tocado y ahora estaba solo con ella. Con delicadeza la abrió. Había algunos pocos anillos, pero la caja estaba casi llena de papelas.

La puso sobre la cama y los desparramó, como antes hacía su madre con las alhajas.

Eran recortes de diarios.

Uno a uno, ordenados por fechas, estaba cada uno de los lugares donde él se había presentado.

Algunos eran de diarios extranjeros; otros del país, en los que se comentaba sus éxitos y su fama. Fotos suyas, algunas de cuando recién comenzaba, otras casi actuales. Toda su carrera en esos recortes, guardados celosamente en ese cofre oculto.

Recién después de unos minutos, repuesto de su sorpresa, pudo cubrirse el rostro con las manos y llorar, por tanto tiempo perdido, tanto éxito vacío, tanto amor no dicho.

 

*De Cecilia Inés Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

-De su libro “Luna Negra”

 

 

 

 

 


 

 

 

 

 

 

 

Postales en la calle *

 

Caminando sin destino, encontré cuatro postales tiradas en la calle.

El faro de dos luces, de Hopper era una. Un retrato de la madre Teresa de Calcuta, dedicada a una profesora, era la segunda.

La tercera era el escritorio de Neruda en Isla Negra, Chile.

La última reproducía una foto de pisos de madera, una propaganda de 1957 de una fábrica que la devoró la historia.

Muy viejas y frágiles todas.

Las levanté y me senté en un banco de la plaza.

Frente a mí, un niño intentaba resolver el rompecabezas Chino.

En un banco vecino, una anciana que parecía mí madre, leía un libro que me resultaba conocido.

Me levanté para irme y se puso a llover.

 

*De Andrés Bohoslavsky, vladimirbeat@yahoo.com.ar

Agosto 2025

 

Sus textos & libros

El ghetto de Vincent. texto adaptado para representación teatral / Amsterdam, 2001.

El río y otros poemas  / The River and Other Poems. St. Albans, Inglaterra: Editorial Verulamium Press, 2003.

El pianista del Black Cat y otros poemas.

Editorial La carta de Oliver, 2004.

China ocho milímetros.

Editorial La carta de Oliver, 2009.

Una noche en bosque-poesía y otros poemas.

Editorial Leviatán, 2014.

La camarera que se creía Greta Garbo y el plomero que soñaba ser Lenin y otros poemas.

Editorial “La carta de Oliver, 2016.

Los ojos de Sasha o El fin de un sueño rojo.

Editorial Leviatán, 2017.

Margot, la prostituta que leyó a Bakunin y otros poemas.

Editorial Leviatán. 2019

Medianoche en la plaza de los sueños y otros poemas.

Editorial Leviatán 2021

El mundo es un poema inconcluso y otros fragmentos oníricos.

Leviatán, 2023

Miniaturas en el sendero poético.

Editorial Leviatán. 2025

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El dilema del colapso climático*

 

 

*Por Alejandro Badillo. badillo.alejandro@gmail.com

 

Entramos al segundo cuarto del siglo XXI y las noticias sobre el colapso climático se multiplican. Los informes sobre las altas temperaturas en Europa se agravaron con los incendios incontrolables en España. En Hong Kong, los pobres, hacinados en viviendas minúsculas, luchan contra el calor que les impide, incluso, dormir. La situación en América y África también es alarmante. Mientras esto sucede, la sociedad global es bombardeada por desinformación y las élites respaldan gobiernos cada vez más autoritarios.

A pesar de la información disponible, la gente piensa que el colapso climático (con todas sus consecuencias) es algo que se puede solucionar. Algunos creen que la llamada transición energética —la sustitución de los combustibles fósiles por las llamadas “energías renovables”— logrará que las emisiones de gases de efecto invernadero disminuyan. La realidad es que, según el informe más reciente de la Agencia Internacional de la Energía (IEA, por sus siglas en inglés), las emisiones no han dejado de aumentar ni de romper récords. No sólo eso: el año pasado, la Organización Meteorológica Mundial informó que “aunque las emisiones se redujeran rápidamente hasta alcanzar el cero neto, el nivel de temperatura observado actualmente persistiría durante varios decenios, porque el CO2 es un gas que permanece en la atmósfera durante periodos extremadamente prolongados”.

La inevitabilidad del colapso climático es una suerte de tabú en una sociedad global creyente en el progreso y en la tecnología como salvación. Por esta razón los gobiernos de todo el mundo tienden a ignorar esta realidad, a pesar de que aparezca todos los días en las noticias y de que nosotros mismos seamos testigos de la escasez de agua, la contaminación ambiental, la pérdida de la salud y el estrés térmico. Gobiernos reaccionarios, como el de Donald Trump, niegan abiertamente la crisis en el clima y menosprecian o relativizan sus consecuencias. No sólo eso: también aceleran el capitalismo fósil dependiente del petróleo, el gas natural y el carbón que empeoran el caos en el planeta. Sin embargo, gobiernos considerados de izquierda como el de México reciclan el dogma del desarrollo sustentable, la economía circular, la transición energética, la descarbonización y las energías renovables. Todas estas medidas, además de haberse propuesto hace muchos años, son placebos, pues no cambian un hecho fundamental: la actividad económica depende del petróleo, pues es barato, fácil de almacenar y tiene alta densidad energética. No hay, pues, un “crecimiento verde”: es decir, no es posible sostener y, sobre todo, aumentar la actividad económica reflejada en PIB (Producto Interno Bruto) sin contribuir a los efectos que están trastornado el clima, con todo lo que eso implica para nosotros y las generaciones futuras. El crecimiento económico está indisolublemente ligado a la explotación de la naturaleza, al consumo desbocado de energía y, por supuesto, al calentamiento global.

Muchas personas tildan de “catastrofista” este diagnóstico. Hay, también, una tendencia a ignorar la realidad, como sucede en la película Don’t Look Up del 2021. También hay una crisis en la imaginación para crear un nuevo paradigma después de décadas de pensamiento moldeado por el capitalismo industrial. Una sociedad individualista y fragmentada impide una discusión colectiva del mundo en el que vivimos y los cambios que ya estamos viendo en el planeta. Hay, en la minoría que entiende la gravedad de la catástrofe climática, la intención lógica de evitar el colapso para regresar a una especie de “normalidad”, aunque esa normalidad sea, precisamente, la que nos condujo a un callejón sin salida. Debería haber, en todo caso, una aceptación de la realidad basada en la información científica sobre las consecuencias climáticas que ya existen en nuestro planeta y que ya generan flujos migratorios, inestabilidad social, crisis alimentaria, conflictos por recursos y, particularmente, una desigualdad cada vez más brutal, pues las élites —más allá de su rechazo o negacionismo climático— se aíslan cada vez más, no sólo de la realidad sino de los muchos millones que lucharán por sobrevivir en los próximos años. Aun con la incertidumbre que nos espera, lo que estamos viendo son los primeros asomos del futuro que nos espera y que será, por supuesto, violento, pues se trata del fin de un ciclo que traspasó varios límites en el funcionamiento de la naturaleza y sus ecosistemas. A pesar de la oscuridad de todos los pronósticos hechos por los que han decidido mirar de frente a la realidad y analizarla, queda la tarea de poner los primeros cimientos de las décadas y siglos por venir para que pueda sobrevivir lo mejor de lo humano: la solidaridad, la empatía, el respeto a aquellos con los que convivimos en el planeta. De esta manera le daremos sentido a lo que hacemos en esta fase terminal de la cual somos testigos, sin caer en falsas promesas o ceder al autoritarismo creciente que prospera en épocas de crisis.

 

-Fuente: Revista Común.

https://revistacomun.com/blog/el-dilema-del-colapso-climatico/?

 

*Alejandro Badillo. (Ciudad de México, 1977)

-Es autor de los libros de cuento: Ella sigue dormida

(Tierra Adentro), La herrumbre y las huellas (Eeyc), Vidas volátiles

 (BUAP), Tolvaneras (SC Puebla), El clan de los estetas (Universidad

Veracruzana. Premio Nacional de Narrativa Mariano Azuela),

La Habitación Amarilla por Editorial BUAP.

-Las novelas La mujer de los macacos (Libros Magenta),

Por una cabeza (Premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo). Y

Reconstrucción Ediciones EyC.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VISITAS*

 

 

Estamos comiendo en la cocina

cuando se nos presenta una gran cucaracha.

Pensamos en matarla con una escoba,

mas no tenemos escoba.

Tratamos de exterminarla a zapatazos:

se nos escapa siempre.

La perseguimos con amenazas y puñales,

la perseguimos con determinación.

Desde lo alto

le enviamos maldiciones, migas de pan,

ortigas, hielo.

Desde lo alto le leemos un sermón sobre el pecado,

un larguísimo poema del revés.

¡Todo es inútil, todo!

Pensamos que debemos reconocer nuestro

horrible fracaso.

Ella no responde a nuestra persuasión.

No deja de reírse desde sus ojos feos,

desde su cuerpo negro, desde allí.

Entonces comprendemos que lo mejor

es aprender a amarla.

Y no sabemos cómo.

 

*De Silvia Arazi.

-Fuente: "La medianera. Una novelita haiku". Interzona, 2013.

 

 

 

 

 

 


 

 

 

 

THE GRAVEYARD*

 

Bringing my flowers now, while I’m living/ I won’t need your love when I’m gone. /

Tanya Tucker

 

 

Una vez

se escuche el silencioso

grito quebrando todo,

que no haya

razón para el espanto.

Permítanles a la noche

que anochezca

y al viento que sacuda, implacable,

al viejo pino, mudo testigo

de tantas historias

nunca escritas, porque

qué puede ser la vida

sino una sonrisa breve

o, un ramillete de flores

en unas cercanas manos

desconocidas.

 

*De Daniel Montoly. danielmontoly@yahoo.es

Columbus. Ohio

 

 

 

 





 

 

 

LA MUCHACHA DE DUBAN*

 

 

Tenemos un invitado esta noche, dijo la mujer de mirada cansada.

Los niños miraron con curiosidad al hombre alto, de barba desprolija, que acababa de sentarse a la mesa.

Su piel tenía numerosas marcas, cientos de arrugas y sus profundos ojos pardos apenas se destacaban bajo las canosas cejas.

-Simón es mi primo. Llegó de un largo viaje y vino a visitarnos,

La mujer no lo dijo, pero en realidad, sabía que el viejo Simón venía a despedirse. Hacía más de 30 años que no se veían y ella ya lo consideraba muerto, en algún lugar remoto de Asia o África.

Comenzaron a cenar en silencio, sentados alrededor de la antigua mesa de madera. Hacía mucho frío y la mujer puso en el centro de la mesa una gran fuente humeante con papas, arroz y algunos trozos de pollo.

Afuera la lluvia había parado, pero el viento continuaba castigando furioso las ramas de los árboles.

El viejo Simón miró detenidamente los rostros de los chicos. Los tres tenían ojos pequeños, como los de su abuela y el pelo enrulado, como había sido el de su madre. Nunca habían salido de ese pequeño pueblo y tal vez no saldrían jamás.

La niña se movió incómoda en su silla y trató de iniciar una conversación.

-¡Qué viento terrible! Va a volar el techo de la casa.

La abuela la miró reprobándola.

-Imposible.

Simón aprovechó la oportunidad y exclamó:

-Los vientos más peligrosos son los del desierto. Nadie se atreve a cruzar solo el desierto de Dhufar.

La mujer trató de recordar los lugares del mundo en donde Simón había vivido. Empezó a dudar de la claridad mental de su primo, pero se quedó callada y continuó con la mirada en la comida.

La frase del hombre había logrado despertar el interés infantil. Los tres chicos lo miraron, interrogándolo.

-Viví cerca de allí muchos años. Está en el límite de Arabia Saudita y es temido por sus altas dunas, inhóspitas, sin una gota de agua en miles de kilómetros.

- ¿Estuviste en ese desierto alguna vez?, preguntó el mayor de los varones.

-Si, crucé por allí unas cuantas veces, en caravanas que llevaban mercaderías al otro lado de Muscate, la pujante ciudad de Omán. Lo cruzábamos de día y acampábamos por la noche.

Los niños escuchaban atentamente. Afuera el viento doblegaba los árboles desnudos.

-Voy a contarles una historia. Algo que ocurrió allí, realmente, hace años y si alguno adivina el final, le daré un regalo.

El cálido comedor se iluminó con la sonrisa de los chicos.

Con entusiasmo se prepararon para escuchar.

 “-Hace muchos años, dentro del sultanato de Omán, había una ciudad construida alrededor de un oasis, llamada Duban. La gobernaba una familia un tanto lejana de Abu Said, el imán que echó a los portugueses en el siglo XVIII y cuyos descendientes fueron los monarcas de Omán desde entonces.

El sultán de Duban tenía varias esposas pero su preferida era una hermosa joven que había desposado hacía unos meses. La mujercita era una belleza, varios hombres habían soñado con ella. Su madre la veía crecer con emoción, sabiendo y anhelando un futuro esplendoroso para su hija.

Era la envidia de sus vecinas, nada podía compararse a su hermosura. Cuando tuvo la edad suficiente para casarse, su padre la llevó al palacio y, por supuesto, el sultán la aceptó y pagó por ella muchísimo oro.

Pero la chica no se consideraba dichosa.

La ciudad de Duban tenía grandes palmeras y olivares, parecía irreal en medio del desierto.  Sus construcciones blancas, simples, contrastaban con el mármol y el oro del palacio.

Cuando el sultán adquiría una mujer le ponía en el lóbulo de la oreja derecha un hermoso aro. Era un rubí en forma de flor. Parecía una pequeña granada, roja y brillante como la bandera de Duban. El aro se sellaba por atrás y era imposible quitarlo. Esa joya distinguía a las mujeres del sultán como de su pertenencia, a pesar de que era algo inútil, porque rara vez traspasaban los muros de Duban y nadie podía confundirlas.

La hermosa joven odiaba ese aro. Se sentía como un animal al que su dueño le hubiese tatuado una marca. Y el espíritu de la muchacha, no tenía dueño.

Odiaba también al sultán, y hubiese cambiado las alfombras, las joyas y los exquisitos vestidos que tenía por estar con sus amigas, caminando y bromeando por las calles de Duban cuando volvían con los cántaros de la fuente del agua.

Poco a poco se fue sintiendo peor, como un pájaro maravilloso encerrado en una lujosa y enorme jaula, que sueña con árboles, ríos y estrellas.

Un día, cansada de los caprichos del monarca, decidió huir.

Esa noche sería el festejo del 12 de Rabi al Awat, el nacimiento del profeta. Todos beberían mucho. La muchacha se sacó sus hermosas pulseras y las dejó bajo su almohada para que al día siguiente las encuentre su doncella, que vivía tan presa como ella.

Se dejó todos los anillos en los dedos para sobornar al guardia del portal, al que conocía desde que eran niños.

Cuando amanecía, salió y dio sus joyas a su amigo, que tristemente le abrió la puerta y le dijo adiós. Así escapó al desierto.”

Simón hizo un alto y volvió a mirar las caritas infantiles. Había logrado tenerlos pendientes de su relato. Nada se oía ni adentro, ni afuera de la casa.

“La jovencita empezó a caminar. Poco a poco el sol calentó con mayor fuerza. Sus lujosas sandalias empezaron a desarmarse. Estaban hechas para el mosaico y el mármol, no para la arena. Su sirwall la envolvía como una capa roja y dorada. En la cabeza, el lihaf cubría su largo cabello negro.

El sol era cada vez más poderoso y la joven cada vez más débil.

Sus bellos ojos verdes se empañaban. Sabía que era imposible sobrevivir. Cuando llegara la noche moriría de frío.

Tan hermosa… pensaba. ¿Para qué? Una joya en una vitrina, el ornamento de una corona. Sin vida.

Recordó a su madre, a su hermanita, jugando con las piedras en las abrazadoras tardes en las calles de Duban.

Había llevado una botella con agua y tomó un poco, para poder seguir.

Era imposible salir del laberinto del desierto. No sabía dónde estaba, ni hacia qué punto cardinal caminaba. El sol la mareaba y ya la arena lastimaba sus pequeños pies.

Así, perdida como estaba, era también imposible de hallar. En vano mandaría a los camelleros de la Guardia Real el sultán, no la encontrarían.

Sintió la garganta seca y los ojos húmedos.

Alguien la descubriría así, tendida en el desierto, seca y marchita como una flor, un dibujo rojo. Dorado y verde en el medio de la arena.

Ya no tenía más fuerzas. Su ropa, cosida a mano en preciada seda, se iba enredando en sus piernas cansadas.

Después de varias horas supo que era el final de su corta, hermosa existencia. La reemplazarían por otra, pero el sultán sufriría esa pérdida. Ese sentimiento de revancha le dio un poco más de energía, pero duró poco. Cientos de mujeres como ella, elegidas, compradas, ataviadas como muñecas, usadas.

Con el corazón encogido, pero sin arrepentimiento, se dejó caer en la arena “.

- ¿Qué pasó con ella? Preguntó el menor de los chicos.

-Ustedes díganmelo, niños. A ver si alguno acierta.

La niña aventuró:

- ¿Los soldados del sultán la encontraron y la llevaron de vuelta al palacio?

Simón sonrió.

- ¿Murió en el desierto? Preguntó el menor.

El viejo miró al tercer niño.

Éste sugirió con esperanza:

- ¿Una caravana la encontró y se la llevó con ellos?

El hombre volvió a sonreír y contestó:

-Lo siento. Ninguno acertó. Pero igual les daré un regalo a los tres.

Tomó su gastada mochila y sacó tres chocolates.

Los niños agarraron rápido la golosina y después de devorarla, se fueron a dormir sin preguntar nada más.

La mujer miró a Simón y sonriendo le reprochó:

-Simón… Simón… vos y tus historias… Pero al menos los entretuviste.

El hombre le devolvió la sonrisa y se fue a su cuarto.

Se sentó en su cama y pasó la mano por su arrugada frente.

Luego acomodó su mochila y sacó algo diminuto, del bolsillo interior.  Lo puso en la mesita de luz, al lado de la lámpara y volvió a mirarlo con ternura, como todas las noches de su vida.

Era un aro de rubí, rojo como una flor única, viva, en medio del desierto.

 

*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El VESTIDO AZUL *

 

Encontré un beso olvidado

en el vestidito azul.

Lo encontré ayer por la tarde,

durmiendo en el canesú.

Yo cosía unos botones

con hilo de seda gris,

y el beso se me acercaba,

con algo para decir:

-Estoy perdido, me dijo,

y no tengo adonde ir.

Le pregunté por su casa,

su familia, su país.

-Tuve alguien que me quiso,

alguien por quien sonreír.

Ese amor era mi casa,

mi refugio y mi París.

Después se quedó callado.

(no quiso contarme más)

Y allí está el beso olvidado,

nadie lo quiere llevar.

De noche, escribe canciones.

A veces, lo escucho llorar.

 

*De Silvia Arazi.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

¿Por qué será

que la memoria elige

para ciertas ramas

el lugar de los pájaros?

 

*De Valeria Pariso.  valeriapariso@outlook.com

 

- Valeria publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar", Editorial AqL (2021). “Final francés”, AqL ediciones, 2023

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

Estación Juan Tronconi*

 

 

Como consecuencia de un desastroso año escolar, a los 14 me enviaron a la casa de mi abuela en las vacaciones de verano. Era el exilio: un paraje desconocido en el centro de la provincia, cerca de Roque Pérez, en donde lo único que se destacaba era la estación de tren Juan Tronconi.

Yo estaba convencida de que era un castigo, pero en realidad había sido la solución desesperada que se le ocurrió a mi madre: Las peleas con su esposo eran cada vez más frecuentes y violentas y quería alejarme de ese ambiente hasta que encontrase alguna salida.  En esa época la casa de mi abuela era como el desierto. La única posible diversión: televisión con un solo canal, que caprichosamente nos obligaba a mirar lo que la repetidora transmitía.  Por suerte encontré los libros que mi madre había comprado en su adolescencia, lo que me dio un poco de esperanza.

No sabía quién era Juan Tronconi. Pensaba que era un prócer, un militar o algún ingeniero relacionado con trenes, pero después me contaron que había sido el dueño de las tierras en donde estaba la estación, un inmigrante que llegó a fines del 1800 y tenía una fábrica de chacinados. El tren había dejado de pasar ya hacía varios años y con él se había ido también el poco movimiento que tenía el lugar. Un conocido de mi madre me había dejado en la estación, desierta en medio de altos pastizales y me indicó el camino, al costado, por una calle de tierra.

Mi abuela vivía sola y estaba enferma. No tanto como para internarla, pero sí como para haber suspendido varias de sus labores domésticas y prolongar sus descansos en la cama.

Su casa había enfermado también, Húmeda, oscura, silenciosa. Desde el día en que llegué empecé a abrir las ventanas para que entre el sol. Todas las mañanas, él le daba un poco de vida a los muebles gastados, las cortinas añejas y vetustos retratos familiares.  Si no hubiese tenido 14 años tal vez me hubiera deprimido el imaginar todas las vacaciones en aquel lugar, pero mi curiosidad siempre me había ayudado en situaciones y lugares difíciles.

Pocos vecinos tenía mi abuela: dos o tres casas, a más de 50 metros de la suya. Por supuesto, no pasaba nada interesante en ese lugar. Me di cuenta con sólo verlo.  Pero en una de las casas vecinas algo me había llamado la atención. La ventana de la cocina de mi abuela daba a su patio, en donde cuatro o cinco durazneros estaban totalmente florecidos. Los primeros días me maravillaba verlos, mientras tomaba mi café y corría la cortina para que entre el sol. No había visto nunca, en mi ciudad, algo tan hermoso. Mi abuela notó esa fascinación y al pasar a mi lado dijo susurrando: “Aprovechá a verlos. No durarán mucho”.  Mientras la escuchaba, pensé cómo podía obtener una ramita, aunque sea, cubierta de flores, para el jarrón de nuestra mesa.

Ese día fui caminando despacio hasta el tejido de alambre que nos separaba del vecino y me quedé mirando los árboles. No había una sola hoja en los durazneros. Sólo el rosa indescriptible de las delicadas flores que cubrían las ramas.

Alguien salió de la casa y se acercó. Era un muchacho un poco mayor que yo, como de 16 años. Alto, delgado, moreno. Le pregunté si podría darme una ramita y cortó varias. Cuando me alcanzó ese precioso ramo una tímida sonrisa iluminó sus ojos negros.  Le pregunté su nombre y él el mío y nos saludamos estrechándonos las manos. Así empezó todo.

Una tarde, harta del aburrimiento, salí a caminar. Mi abuela se había acostado y yo sabía que hasta las cuatro, hora en que empezaba la novela, no se levantaría. Ella me había hablado de una enorme planta de tunas que estaba al lado de la estación Juan Tronconi y fui a buscarla, para ver si podía conseguir algunas.

El sol ardía. Caminé un buen rato por ese monótono terreno: pastos secos,  unos pocos arbustos, algún pájaro solitario, hasta que llegué a la desolada estación de tren.  Algunas de las tablas del andén estaban rotas y la pintura de los bancos ya no brillaba. Pero todo parecía haber quedado en suspenso. Hasta el viejo pizarrón en la pared donde se anotaban los horarios del tren estaba intacto.

Ahí lo vi. El muchacho de los durazneros apareció por el otro lado del andén, como si estuviese esperándome.  Me contó algunas cosas sobre la estación. Él era muy chico cuando el tren dejó de pasar y sólo recordaba su silbato. Me relató también que poco a poco la estación había ido agonizando, sin gente, sin vida. Un antiguo empleado del ferrocarril iba una vez por semana a controlar que todo estuviera en orden  y que  nadie hubiese violentado  el cuarto de depósito, él único que estaba cerrado  y contenía papeles, muebles y algunas máquinas y herramientas  que esperaban un destino aún incierto, como un museo o su destrucción.

Recorrimos todas las dependencias de la solitaria estación. Algunos lugares ya tenían moho, telarañas y habían sido visitados por gatos o perros sin dueño, buscando albergue o comida. Matas de gramilla y Dientes de León asomaban entre las baldosas. Aún así, era un hermoso lugar. Yo temía que hubiese ratas, pero Manuel me tranquilizó: Si estuvieran, se esconderían o escaparían al oír nuestros pasos.

El último cuarto al que entramos era pequeño y estaba totalmente vacío. Sus paredes habían sido pintadas de color verde oscuro, como las columnas del andén y por lo reducido y apartado pensamos que tal vez sería la oficina del Jefe de Estación o algo así. Había un ligero aroma dulzón; parecía imposible que hubiese quedado en las paredes tantos años.

Cerré la puerta y puse el pasador y le tendí la mano. Manuel vino hacia mí.

No habíamos planeado nada, ni siquiera hablamos. Sus manos, su boca, todo su cuerpo era mío. ¿Para qué hablar? La calidez de nuestro aliento decía todo. El abrazo era un discurso, el corazón estaba en la palma de nuestras manos y se deslizaba por la piel, enrojecida por el implacable sol de la siesta.  Nos encontramos allí así, sin saber qué hacíamos ni qué teníamos, sin preguntar ni prometer. ¿Hay amor más honesto que ése?

Así pasaron varias semanas. Él observaba el movimiento en la estación y el día después de la inspección del encargado ataba una cinta en la más alta rama del más alto de los durazneros, que ya estaban cubiertos de hojas verdes y frutos dorados.

Nadie lo sabía, nadie lo imaginaba. Jamás podría llevarlo a mi casa, presentarlo a mis amigas. No era un “buen candidato”, como decía mi tía. Ni siquiera era un candidato. Sin pasado y sin futuro. ¿Qué importaba? Entre mis manos, adentro mío, no era lo soñado: era lo real.

A fines de febrero nos descubrieron. Estábamos en el cuarto, casi dormidos. Yo había estirado mi mano para secar el sudor de su cara cuando escuchamos pasos y el ladrido de un perro. Con urgencia nos vestimos, mientras el picaporte subía y bajaba furiosamente y los golpes en la puerta sacudieron el silencio de la estación.

Manuel abrió y el hombre, empuñando una escopeta, nos miró con asombro. El disgusto en su cara era notable. Manuel lo encaró cortante “No haga nada, don. No volveremos aquí”.  El hombre había descartado ya la posibilidad de que fuésemos ladrones y me miró con enojo. Asustada, recurrí a su comprensión:

_ Por favor, no diga nada. Mi abuela es una mujer mayor y podría afectarla este disgusto…

Nos salvó que mi abuela era la curandera del lugar. Había aliviado durante años los empachos y mal de ojo de casi todos los habitantes de la zona y muchos le debían favores y gratitud.

Con la promesa de no volver a acercarnos a la estación Juan Tronconi, nos dejó ir.

Nos despedimos unos metros antes de llegar a casa, todavía conmocionados por el suceso. Vi un lamento en sus ojos oscuros, pero me acercó hacia él por última vez con ese brazo que tantas veces había envuelto mi espalda, que me había sostenido  vibrante cuando lo amaba.

No lo vi más. A los pocos días volví a mi ciudad, a comenzar un nuevo año de escuela, a las interminables peleas domésticas, y a las pavadas de mis compañeras.

Unos meses después murió mi abuela. Mi madre viajó sola hacia allá y la enterró en el cementerio de Roque Pérez.

La casa se vendió al poco tiempo, con los muebles y lo poco de valor que había adentro. Mi mamá trajo algunos libros, fotografías y otras cosas que no tuvo la frialdad de regalar o tirar. Ese año se separó finalmente de su marido y nos fuimos a vivir, las dos solas, a un departamento más chico.

Diez años después volví a Juan Tronconi.

Acababa de comprar mi primer auto. Usado, por supuesto. Recién hacía diez meses que trabajaba y había abandonado la facultad definitivamente. Manejé mucho más de lo que pensaba. Había olvidado lo lejos que quedaba el paraje, la casa, la vida, en Juan Tronconi.

Llegué a la estación, más abandonada que nunca.  Maderas despintadas, tejas salidas, algunos vidrios rotos.  El tiempo y la tristeza me recibían

Apoyé mi cabeza en el volante y suspiré. ¿Qué pretendía? ¿A qué había ido hasta allí? ¿A buscar qué? ¿Qué intentaba recuperar?

No sabía su apellido, ni si aún vivía en ese lugar, ni si seguiría siendo el mismo. Yo misma había cambiado. Diez años en los que me habían pasado montones de cosas. Era diferente por dentro y por fuera. Sin embargo, algo que no podía explicar seguía agitándose en mi pecho.

Ya estaba allí. Había manejado tanto, planeado el viaje tanto tiempo antes, no podía volver sin intentarlo.

Bajé del auto y caminé.

El barrio había progresado poco, nuevas casas se asomaban. No muchas, pero ya no era tanta la distancia que separaba un vecino del otro, La casa de mi abuela había sido pintada de amarillo, le habían agregado otra habitación y una cerca. Me estremeció un poco verla así y saber que no podía entrar, que era una extraña para los que vivían allí.

La casa de Manuel…ya no existía.

En su lugar habían construido un galpón bastante grande, que albergaba una pequeña fábrica de cordones y soguines. No estaba la casa, ni la pirca, ni los gallineros. Y lo peor: ni siquiera habían dejado uno solo de los durazneros.

A quienes pregunté no supieron decirme nada de la familia, ni lo que había pasado con ella. Eran gente nueva en el lugar.

Volví al auto y arranqué, en sentido contrario, hacia mi ciudad.

No quería llorar, no quería pensar. “No durarán mucho”, dijo mi abuela. Los durazneros, Manuel, no sufrirían ya el paso del tiempo. Estarían florecidos para siempre.

La estación Tronconi fue quedando cada vez más pequeña en el espejo, hasta convertirse en un punto difuso, lejano, al que no volvería nunca.  Un sitio que ya no pertenecería al paisaje de mi vida, que sólo podría hallarse, sin brújula, sin mapas, sin datos ni palabras, en el lugar más dulce, más cuidado del corazón.

 

*De Cecilia Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar

 

 

 

 

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