Edición 27
*Foto de Noelia Ceballos. @noe_ce_arte
*
Podría ser que luego,
muy luego,
mucho
más luego
de lo que el temblor
recuerde
se den cuenta
de que nosotros,
los huérfanos,
desarmados,
inocentes de ardor y
de sombra,
no estábamos
equivocados
al temblar.
*De Valeria
Pariso. valeriapariso@outlook.com
-Poema del libro “Del otro lado de la noche”
(2015) Editorial El Mono Armado-
Antes del fin
5.0*
Cuando subía por última vez la cuesta en
dirección al Puente de Piedra, me abordó una jovencita. Explicó que su moto la
había dejado tirada y necesitaba un euro para gasolina.
Inútilmente registré mis bolsillos. Negué
con la cabeza, pero ella no se movió: Un cansancio infinito se insinuaba en su
mirada.
Deduje que también su camino estaba
cortado. Como el mío. Que ambos estábamos al borde.
Fue entonces cuando oí los pájaros. En ese
canto anárquico creí adivinar que la matemática es sabia, que menos por menos a
veces es más, que dos finales pueden representar un principio.
Extendí mi mano, que ella tomó con algún
recelo, y bajamos hasta el río. Nada más. Nos sentamos en la hierba y nos
pusimos a contemplar la corriente, a sentir la música del agua, sacudida de
cuando en cuando por el chapoteo de algún pez extraviado, a impregnarnos de ese
perfume milenario cuyo nombre no figura en los catálogos profanos de los
hipermercados. Luego vino la noche. Y su silencio. Pero nosotros seguíamos
allí, escuchando.
*De Sergio
Borao Llop. sbllop@gmail.com
32*
Como la gota
que horada
mi lengua.
Como la niebla
que cubre
el camino.
Como el silencio
que aturde
en tu ausencia.
Como el otoño
que empaña
mi ventana.
Como la turba
empantanada.
Impotente
ante los otros
que son otros muy
lejanos,
muy distantes
muy distintos.
*De Paula
Novoa. novoapaula8@gmail.com
-Poema de Hija de mala madre.
Cave Librum Editorial. (2016)
(Cuentos)*
*Por Miriam
Cairo
El mundo es un buen lugar para llenarlo de
heroísmo y terquedad, para no saber a dónde ir, para inundarlo de algo que se
desarma, se desajusta se desintegra, por obra y gracia de un suspiro o de un
movimiento inofensivo, ausente de toda desgracia, arrastrando el ala del amor
para sacarlo de sus terribles caminos y guarecerlo no de la noche sino del alma
rota, del alma que se salió del sexo y se agrisa como algo que empieza a
romperse, como otro sol que apremia al sol de siempre.
*
El mundo, en vez de apasionarse con el
lugar, con la gran huella en la superficie, sigue ocupado en recorridos, en
aproximaciones medias, plenas, de nuevo medias, otra vez plenas, con hombres
atestiguando la vigilia y el insomnio, con un ritmo rotatorio de bailarina
ilesa que gira sobre sí misma en el escenario atmosférico de la lluvia, en una
masculinidad que se afemina, se enternece en la sola manera de girar sobre sí
mismo, misma, con la mano adentro de su azul profundo, con la boca llena de una
sed que se derrama en el lapso que va desde la noche del mundo hasta la
bailarina del alba.
*
El mundo es un buen lugar para coleccionar
palabras, prenderlas fuego en las noches como antorchas, dejarlas arder hasta
que se consuman, y al día siguiente esparcir sus cenizas en el parque como un
guano celeste, para que la hierba crezca más verbal y poliédrica que nunca, y
los amantes se recuesten sobre ella, sobre los acentos prosódicos, verdes y
húmedos, sobre las hebras nacidas del silencio de las palabras que germinaron
en hierba para besarse hasta no saber cómo es posible que esas letras
sonámbulas puedan sostener tanta poesía.
*
El mundo suele tener mares hondísimos donde
ahogarse y ser alimento de los peces, para que los atunes, las merluzas y los
salmones engorden junto con las nereidas y Poseidón hasta caer en las redes de
los pescadores azules, que con un cuchillo brillante y sangrador los abren al
medio, les quitan sus vísceras, los acuestan sobre un lecho de hielo para que
los peces muertos, para que las Nereidas muertas y Poseidón lleguen intactos,
sin sobrevida al mármol del cocinero que arrulla las eses y casquea las erres
mientras corta el cadáver del pez, el cadáver del dios y de las sílfides en
aros de oro, de rubí, de luna, y los coloca en un plato tallado sobre relieve,
y los comensales estiran el cuello de las bellas artes hasta los mares donde
los dioses de las profundidades lloran a las nereidas, a Poseidón, a los
atunes, y a los salmones, mientras apilan los huesos de los náufragos junto al
fogón abisal.
*
Ese viejo imaginario llamado mundo, es apto
para llenarlo de magia, coronarlo de perlas, para hablarle en cualquier lengua
y decirle que también el miedo es redondo, y la luna redonda, y Mozart redondo,
y el silencio redondo, apto el mundo para tejerle un lenguaje de letras
incendiadas y hacerlo aparecer de noche rodando como un pan resplandeciente por
el alero de la sombra, como una flor de luz mínima que sueña su segunda vida y
al mirarse en el espejo retrocede, gira para verse la columna vertebral,
recorrida por pasos de fantasmas más reales y consistentes que la voluble
realidad de los hombres.
*
El mundo es un buen lugar donde separar la
luz de la sombra, lo real de lo irreal, lo Magritte de lo falaz, el pecado de
la penitencia, lo Pirandello de lo posible, la paz de la guerra, Alejandra de
la imitación, los fantasmas de las alucinaciones, lo Cheever de lo DeLillo, la
política de la ambición, pero también el mundo es un buen lugar para unir lo
desunido, para no saber si es o no es mundo el mundo, para pensar que acaso el
mundo sólo sea la bailarina que gira sobre sí misma, queriendo ser y no ser,
acorralada en su intemperie, estremeciéndose hacia el norte, hacia el sur,
hacia el este y el oeste, estremeciéndose desesperadamente, a toda prisa, como
una enamorada contra-reloj.
*Fuente: Rosario/12.
*
Fui yo quien
desanudó
una a una las hojas
la enredadera del
patio grande
hebra por hebra
como un hada
frente al muro de
lianas
verde retorcido
tentáculos colgando de
ladrillos.
Fui yo quien
con mis manos
diminutas
de ser misterioso
desenmascaró la
humedad
la pared me miraba
y yo
absorta niña poseída.
Me hice grande
empecinada en lo
imposible
y el verde desterrado
anidó en el suelo
y los ladrillos
transpiraron aire denso
y las cáscaras de
pintura sofocada
en el sopor
cayeron sobre el nuevo
jardín
yo seguía retorciendo
suavemente las hojas
como un juego
milenario
se formó un prado
se liberó la pared de
su opresión añosa
y yo sonreía como si
hubiera sido
algo de todos los días
algo tan habitual
como si
lo hubiera hecho
toda la vida.
Y lo hice.
La niña que fui
surge de una voz
que me dice
ya es hora
ya está
la enredadera seguirá
trepando
(siempre trepa la
enredadera).
Y yo
crezco
entierro mis pies en
el barro
me salen flores
de las orejas
debajo de las uñas
ramitas negras
las piernas
troncos
mis ojos verdean
y el amarillo de mis
párpados
florece en pétalos
turquesas
y ya no sé cómo
liberarme
cómo
desenredarme de mí.
*De Lorena
Suez. suezlorena@gmail.com
-De Intemperie-
Viajera Editorial. 2016
PREDESTINACIÓN*
Los amos/ tal como los
poetas/ aman la poesía/
que los mata/ como marineros/
que se ahogan en el mar./
Derek Walcott
Tal como
la enredadera ama treparse a los muros
tal como al perro le gusta
ladrarle al viento
dentro de un automóvil en marcha
tal como el padre
espanta la mosca de la boca
de su hijo enfermo
tal como el ciego roza la piel
que desea con las yemas de los dedos
tal como el poeta juega
con la palabra. Tal como
yo hurgo ahora
en este mar que los poetas navegan
hasta ahogarse
*De Daniel
Montoly.
Columbus. Ohio
LEGADO*
Le dejo a su sobrino sus cuadernos por
legado. Le llegaron embalados en una caja y atados con hilo de yute. Son
cuadernos comunes de hojas rayadas y espiral que vienen con su título en la
tapa. El hombre elije abrir el que dice “Amor”.
Son frases sueltas. Según parece muchas
eran propias, del propio saber del tío gestado en años de andar por la vida.
Otras escuchadas. A veces frases subrayadas con resaltador en un recorte de
diario.
Esta todo prolijamente anotado con su letra
cursiva grande y clara, que le elogiaban tanto en su empleo de revisor de
cuentas.
El hombre va al final del cuaderno. Esa es
la última frase. Tiene una aclaración:
“Me dicen en el bar
que lo dijo la Rosa Montero en un reportaje. No es textual, la escribo con mi
memoria no tan buena…"
Lo verdaderamente heroico es querer al otro
tal cual es.
"Tal cual el otro es" -Escribe
para dar énfasis a la frase.
Luego sigue una reflexión:
“Cada vez seremos más
los viejos solitarios. Hasta que lleguemos a estar sentados en el geriátrico
mirando un Potus. Con suerte habrá una ventana para ver el movimiento de la
calle.
Y en una mañana
cualquiera, una viejita se siente al lado nuestro. Nos tome la mano. Y sea
tarde para casi todo, menos para sonreír”
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
EL GIGANTE*
*Por Alejandro
Badillo. badillo.alejandro@gmail.com
No sabemos cómo llegamos aquí. Simplemente
estamos muy juntos. Vivimos codo con codo, en filas apretadas y rectas. En
algún momento, suponemos, tuvo que existir un origen. Sin embargo, creemos que
es tan remoto que no hay ninguna señal, ningún rastro que nos lleve a alguna
historia. Nadie ha esbozado alguna teoría o posibilidad creíble. Apenas
balbuceos o divagaciones que se diluyen en nuestros cuerpos hacinados en este
cuarto. Estamos aquí desde que existimos. A lo mejor éramos, antes de tener
conciencia, luces apagadas. Eramos un brillo apenas, una lumbre que no mengua y
que busca, por su misma naturaleza, algún contagio. Y de repente uno de
nosotros se encendió, abrió los ojos, y el que estaba a un lado comenzó a
parpadear y a hacerse una idea de lo que era y de dónde estaba. Otro despertó
junto a ellos y, sin poder hacer nada más, miró hacia el frente, justo para
encontrarse a uno como él, muy similar en complexión y en tamaño. No pudo
investigar más porque le daba la espalda. Adivinó que el extraño tenía vida
(quizás por el leve estremecimiento que surgió en los hombros) y le supuso
rasgos parecidos a los suyos. Después, miró a los lados: una larga fila de
hombres, calvos y de mediana edad, se extendía hasta perderse en la oscura
orilla del cuarto. Había varias filas; todas conservaban el orden y estaban
apretujadas hasta el límite de la asfixia. Todos sus integrantes, sin
excepción, miraban al frente. Sin una idea clara de su apariencia, sólo
pudieron pensar en su rostro como un concepto, apenas preciso, como las
imágenes que restan después del sueño. Quizás, uno de aquellos, uno de los
primeros que despertaron, intentó huir del cuarto, pero pronto se dio cuenta de
que no podía dar un solo paso. Estamos tan apretados que sólo podemos mover un
poco la cabeza y el torso. Cualquier intención de escape lastima al otro y,
además, consume una cantidad considerable de energía. Cada uno es obstáculo de
los que lo rodean. Alguno aventuró que nuestra existencia es una operación
matemática, quizás calculada durante mucho tiempo, en la cual cada elemento es
imprescindible. Si alguien falta este universo se destruye y por eso estamos
aquí, uniformes, mirando hacia el frente, como un batallón inmóvil. Nuestra
condena –si podemos llamarla así– es mirar la espalda del otro que, a su vez,
repite el mismo destino con el cuerpo de alguien más. Suponemos que, los que
están al frente, sólo pueden contemplar el límite de la pared y ese mundo es lo
único que conocen. Como los soldados que están en la vanguardia de una guerra
absurda, sufren accesos de soledad o de silenciosa locura. Quizás intuyen la
presencia de los que estamos atrás, confirmada de cuando en cuando por algún
carraspeo o un aliento que se desboca y deja un eco. Se asumen –lo creemos así–
como una formación rocosa que enfrenta la violencia contenida del mar y que
está sumida en un letargo complaciente, acaso reflexivo, y carente de cualquier
voluntad. Sin necesidad de comer o de realizar otra función corporal más que
respirar y tener conciencia de nosotros mismos, esperamos que los primeros de
la fila comiencen a mostrar los signos de una erosión lenta y progresiva. Tal
vez, en algún momento, alguien se desvanecerá entre nosotros, como una vela que
comienza su declive por falta de aire, y la reacción en cadena hará que
regresemos al punto de inicio: un montón de cuerpos en fila; objetos estancados
en lo profundo, viviendo en el légamo oscuro. Mientras tanto sólo podemos estar
de pie, sin cansarnos, apoyando el peso de nuestros cuerpos en los otros.
Conocemos hasta el mínimo detalle la espalda del que está enfrente. La parte
posterior de su cabeza es un planeta revisitado miles de veces, una superficie
en la que podemos soñar aunque nuestros sueños, cuando ocurren, son réplicas
exactas de nuestro mundo: filas y filas de hombres; cuerpos sosegados y
uniformes; gestos repetidos en otros gestos. En esos sueños también ignoramos
la diferencia entre el día y la noche. Tampoco sabemos el lugar que ocupa el
cuarto en el universo. Por eso en ocasiones no queremos dormir y enfrentamos,
con ojos muy abiertos, el persistente horizonte de cabezas, como si fuera la
línea de la costa, siempre invariable; una imagen que se repite mil veces hasta
formar una sola evocación, un punto fijo en la marea.
Con el tiempo descubrimos que hay algunos
más altos entre nosotros. La diferencia no es muy grande, pero suficiente para
que destaquen. Desde su posición pueden contemplar el gran campo de cabezas.
Ellos, de alguna forma, comprueban las pequeñas variaciones que existen entre
los integrantes de las filas. Quizás las orejas, el perfil de la mandíbula, la
forma de la nariz. Ellos, a quienes llamamos “los vigías”, nos han contado
detalles importantes del cuarto: dicen que las paredes están pintadas de color
amarillo y que es un cuadrado perfecto. También dicen que no hay puertas y
ventanas y que, justo en el centro, existe un foco apagado. Algunos, los más
cercanos a esta área, han podido comprobar esta afirmación. Dicen que el foco
apenas destaca en la penumbra y que despide un destello inocuo y aún
perceptible. Y nosotros llevamos la idea más allá e imaginamos una voz que nos
confunde desde lo alto, un elemento que nos conmina al silencio cuando nuestras
voces establecen intercambios demasiado extensos. Hay algunos que hablan
dormidos y sus historias bullen en el cuarto: refieren que el filamento del
foco es un insecto detenido en el tiempo cuyas alas, algún día, volverán a
vibrar. Mientras tanto espera como nosotros. Espera oculto en la hendidura, en
el filo congelado que marca el centro de su cárcel traslúcida. Y podría ser, en
efecto, una hendidura, pero también la marca que deja una hoja cuando cae en la
arena o la línea que perturba el agua mientras pasa un barco.
Uno de los misterios que más nos intrigan
es la fuente de luz que nutre la penumbra del cuarto. Si no hay entrada ni
salida deberíamos estar en una oscuridad total. Quizás emitimos, sin saberlo,
un débil resplandor. Quizás nuestras respiraciones producen reacciones químicas
en el ambiente entumecido. La penumbra parece ir y venir, alimentada por el
movimiento de nuestros pulmones. Cuando está a punto de desaparecer un nuevo
hálito le imprime fuerza y la oscuridad vuelve a su condición de crepúsculo.
Otro enigma es el origen del aire que circula y que evita la corrupción de la
atmósfera. Quizás las paredes que nos rodean son una frontera maleable y por
ahí ingresan elementos extraños: volutas de polvo, el nervio de algo vivo que
desaparece cuando lo miramos. Por esta razón –más como una intuición que un
conocimiento– creemos que hay una realidad distinta afuera del cuarto. Estamos
atentos a las probables señales que llegan a nuestro mundo. Pero después de un
tiempo nos aburrimos, perdemos la concentración y volvemos a enfocarnos en
nuestros cuerpos. Hemos pensado tantas veces en ellos que deseamos, a toda
costa, olvidar que tenemos brazos, manos y piernas. Hasta el filo redondeado de
las uñas se vuelve, de pronto, intolerable. Por eso intentamos evadirnos aunque
sea un ejercicio imposible. Sólo nos queda matizar nuestras sensaciones y
llevarlas a escenarios lejanos. Jugamos a desprendernos de nuestros cuerpos
hasta lograr un leve entumecimiento y, de pronto, somos almas flotando, globos
aún sujetados por la mano de un niño. Y dan ganas de reír por la idea. Sería un
buen experimento: todos riendo en nuestros lugares, como una vibración inútil
pero que nos reconcilia, por un instante, con nuestro destino. De alguna manera
esa risa lejana, aún posible, puede romper el equilibrio del cuarto. Por eso
nos contenemos, apretamos los labios y proseguimos la irrevocable tarea de
existir. Como revancha, como un absurdo ajuste de cuentas, acrecentamos
nuestros murmullos, pensamos en nuestras voces y elaboramos teorías aún más
alucinadas: el cuarto es un lenguaje secreto y nosotros su alfabeto. La
curvatura del foco es la frontera de un territorio nuevo, un planeta diminuto
en el que viven otros como nosotros. Ahí están, mirando el vacío sin
descubrirnos, elaborando una cartografía de la penumbra que contemplan y que da
forma a su firmamento. Y quizás algún día ambos mundos se conecten. Cuando esto
suceda habrá un fogonazo de luz y, al término del evento, seguiremos aquí,
tratando de recolectar cualquier huella, buscando cualquier brillo para ocupar
con algo nuestra memoria.
A veces sentimos que formamos parte de algo
más grande, que somos los engranajes de un enorme e indescifrable mecanismo.
Quizás, mientras permanecemos inmóviles, ocurre una secreta transformación:
nuestras células interactúan, nuestras mentes se reúnen en un solo camino.
Tarde o temprano nuestros latidos serán iguales. Los pensamientos serán raíces
que se entrelazan y que prosperan en la tibia órbita del cuarto. Uno de los
vigías nos dijo que somos fragmentos de un gigante que, algún día, despertará. Cada
uno de nosotros, continuó, es una parte de él: acaso la palma de una mano
poderosa, las líneas de su rostro que brotan y le confieren una vaga identidad
mientras duerme. Por ahora sueña a través de nosotros, pero algún día tendrá
control sobre todos sus miembros y emergerá de su molicie, como una figura que
se libera de su sombra. Cuando llegue ese momento, el foco se prenderá y
recordará un ojo que vuelve de su oscuridad para derrotar a la ceguera. El
gigante comenzará a parpadear con lentitud, y a lo lejos alguien pensará en un
faro que manda señales confusas, en la luna intermitente por el paso de las
nubes. Con dificultad se apoyará en sus piernas y mirará con su única luz todo
lo que lo rodea. Insatisfecho, se levantará por completo mientras el techo del
cuarto se hace pedazos y las paredes amarillas se estremecen y se derrumban. El
cuarto en el que vivimos será una serie de fragmentos, elementos desvinculados,
huyendo de su centro como los restos de una explosión estelar. El gigante,
nutrido por la luz del sol, sentirá a plenitud cada parte de su cuerpo.
Después, convencido de su propia fuerza, saldrá a conquistar el mundo.
-De “La
Habitación Amarilla” (cuentos) por Editorial BUAP. -2021-
Lo esquivo*
Las palabras y las cosas no se parecían,
es decir, no se sostenían en sus estados
ni en las condiciones en que se decían.
Uno se hacía a la idea de que al amor
era una espera y se dormía con esa idea.
Pero al despertar la espera se acercaba
demasiado a la palabra desesperación.
El amor que nunca acontecía era similar
a la indiferencia y semejante al olvido,
todo mutaba y no había que dar nada
por entendido. Claro que, al amanecer
hambriento rodeado de olvido producía
sensación de abandono y era doloroso.
Aunque con el tiempo el dolor era algo
mucho más parecido al resentimiento.
Es decir, que el sentido ideal se perdía,
lo único inmutable y seguro era el caos,
y la palabra espera era solo el sinónimo
de un engaño personal no comprendido.
Quiero decir que el lenguaje no decía.
*De Horacio
Rodio. horaciorodio@hotmail.com
LA TIERRA DE
LOS DESAMPAROS*
Ella sueña con los ojos abiertos.
Un hombre. Un pájaro. Un ojo.
Descienden a su cama. Despacio.
Hay rocío y helechos. Y mirra.
-Respírame la nuca, amor-
Un piélago de roedores la cubre.
El hombre se confunde con el viento.
El pájaro se convierte en piedra.
Solo queda el ojo y su mano ciega.
-Me miras y te miro, amor-
¿Dónde van las miradas cuando mueren?
El flautista no viene…
Su cabeza le dice que no está.
Su ánima le grita, volverá.
-El lecho del río está prohibido, amor-
Ella, muñeca rota. Pechos partidos.
La ciudad está desierta.
No es inocente la tierra de los desamparos.
Y no hay savia. Ni abrazos. Ni un destello.
-Bríllame, amor, no dejes que me apague-
¿Adónde va la noche cuando el alba muerde?
¿Las serpientes en las venas, donde?
¿Los labios y los espejos rotos?
¿Las llaves de la lluvia, los relámpagos?
Deja que sueñe con los ojos abiertos,
-Respírame la nuca, amor-
*De Amelia
Arellano.
San Luis.
Neurosis*
Contaba mi abuela que en Silvano. Su pueblo
natal a orillas del río D'Orba el hombre lobo era fácilmente ubicable. Llevaba
atada de una de sus patas traseras a la luna llena. Por eso su andar era torpe
y siempre estaba delatado por la luminosidad. Como quien camina seguido por la
luz de un farol sobre su cabeza. Los hombres del pueblo no querían cazarlo
porque era demasiado sencillo. Además, creían que era uno de ellos. Un vecino
que saltaba de su cama para cumplir un designio tan repetido como la neurosis,
claro que mi abuela no decía neurosis. Creía que la misma repetida maldición alcanzaría
a quien matara a un vecino que tenía la desgracia de tirar de la luna vestido
de lobo.
*De Eduardo
Francisco Coiro.
https://www.facebook.com/CansadoDeTriunfar/
SUS OJOS*
No
había nada detrás de sus ojos
sólo un mar sin movimiento
un mar
de aguas oscuras
con peces nadando en cámara lenta
y sirenas desmenuzadas
en un fondo sin fondo
entre montañas hundidas
que alguna vez fueron
remotamente
animales que el tiempo extinguió.
Sus ojos
a pesar de todo
buscan
en mí
otro mar
parecido y distante
para acariciarlo con su mirada.
*De Irma
Verolín. irmaverolin@hotmail.com
-De “LOS
DÍAS”
Primer Premio Concurso
de Poesía “Horacio Armani”
Fundación Victoria
Ocampo 2014.
Araucaria*
-Para
Eduardo Coiro, querido amigo
Una vieja amiga de la familia vino a
saludarnos, un mes después de la muerte de mi padre. Nos daba un poco de
vergüenza hacerla pasar: los sillones del living estaban desteñidos y tenían
vencidos los resortes. Los muebles estaban cubiertos de polvo y los pisos
necesitaban desde hacía mucho tiempo, una buena fregada. De todos modos, le
servimos una taza de té y recordamos algunas anécdotas de muchos años atrás.
Ella nos contó algo que me dejó pensativo: en la familia se contaba que mi
abuela había recibido, no se sabe cómo, algunas libras esterlinas y luego había
podido comprar algunas más. Las había escondido, para preservarlas de su
esposo, que quemaba todo lo que encontraba para apostar a los caballos.
Mi abuela tenía una voz prodigiosa. Si
hubiese sido otra la época, tal vez hubiera triunfado en el canto lírico. Pero
sus padres no la dejaron ir a estudiar a Buenos Aires y sólo hasta la capital
provincial había llegado, en celebradas presentaciones. Mi madre contaba que su
esposo, el abuelo, había malvendido todos los trajes y zapatos de actuación de
mi abuela para apostar. Ella ni siquiera se refería a ellos y, muchos menos, a
su talento o al abuelo.
Acompañamos a nuestra vieja amiga a tomar
su tren. Cuando ya partía, le pregunté algo que súbitamente me vino a la
cabeza: ¿cómo había hecho para llegar a nuestra casa sin la dirección? Entre
los gritos y la sirena del tren que partía, ella contestó sonriendo: tu papá
dijo que el árbol de su patio era el único que se veía, en este pueblo chato,
desde la estación del tren.
Yo no recordaba haber vivido en otra casa
más que ésa. La había construido mi abuelo cuando era joven, antes de perderse
por la bebida y el juego. Mi mamá y mi papá se habían instalado ahí cuando mi
abuela estaba a punto de morir. Siempre había sido nuestra casa. Ahora nos
habían llegado noticias de un tío que andaba por la provincia de San Juan y nos
sobrecogió el temor de que viniera a reclamar algo. ¿Qué pasaría si esa casa se
vendía? ¿Qué sería de nosotros? Pensé en la biblioteca, en todos esos libros
que yo conocía desde chico. ¡Los había leído tantas veces! Todos tenían las
hojas amarillas, algunas de las tapas dobladas…Pero siempre habían estado ahí,
seguros. Algunos escritos en hebreo, otros en francés, otros en latín. Los
libros de mi infancia. No eran relucientes como los que yo traía de la
biblioteca municipal todas las semanas. Esos iban y volvían, pulcros, bien
armados. Los nuestros no. Pero ¿qué iba a ser de ellos si vendíamos la casa?
La preocupación por mi tío dio paso a un
pensamiento más urgente: ¿dónde estarían escondidas las libras esterlinas? Yo
apenas si conseguía algunos trabajos de marquetería. Era prolijo y detallista,
pero a la gente no le gustaba venir hasta nuestra casa y cada vez eran más
escasos los encargues. Mi hermano tenía una pensión por discapacidad, y no
había otra entrada. Mi padre había muerto y con él, su jubilación.
Buscamos en todos los posibles lugares.
Arriba de los roperos, detrás de los cajones. No encontramos nada. Lo único que
nos quedaba era revisar la temida piecita del fondo.
Ese día todo había salido bastante bien.
Eran como señales. Me habían hecho un
descuento en la panadería, me sonrió mi vecina cuando salí a caminar… Lo tomé
como un buen augurio. No era un día maldito.
Entonces cuando mi hermano se despertó, de
su larga noche de sueño, le propuse que juntos fuésemos a la piecita y
buscásemos en algún mueble, las libras esterlinas. Me miró con extrañeza y
preocupación. ¡Pero necesitábamos tanto el dinero que hubiésemos levantando las
tablas del piso si yo se lo proponía!
Con decisión cruzamos el patio y rodeamos
la araucaria para llegar hasta la solitaria piecita de los trastos, en el fondo
de la casa. Siempre me había parecido insólito que un árbol como ese estuviera
en nuestro patio. ¿Qué hacía una araucaria en una zona como ésta? Vivíamos en
el centro del país. Llanura. Humedad. Jamás había nevado ni nevaría en mi
ciudad. ¿Por qué una araucaria en ese lugar? Después averigüé, que muchos años
atrás, siglos, en esta región había araucarias. Este árbol era un
sobreviviente. Hacía casi mil años que estaba ahí. Y mi abuelo había construido
su casa alrededor de él. Cuando éramos niños la considerábamos un árbol inútil.
No nos podíamos trepar, no daba buena sombra, no tenía flores ni perfume e
ignorábamos el altísimo valor proteico de sus frutos. No tenía ninguna razón de
ser ese árbol en ese lugar. Recuerdo que una vez un amigo de la familia trató
de convencer a mi padre para que lo cortara.
Había empezado a llenarle la cabeza de ideas trágicas: que el árbol
podía caer sobre la casa, hundir el techo y ocasionar una catástrofe, humana o
material. Pero después mi padre se informó que las araucarias tienen grandes y
profundas raíces, algunas de hasta una extensión de 20 metros y como era un
árbol sagrado para los pueblos originarios, decidió conservarla. Era casi
imposible que un viento fuerte la derribara.
Ahí quedó, firme, derecha, elevándose,
destacándose de entre todos los árboles de la cuadra. Alta, inútil. Un símbolo,
vaya a saber de qué. De un pasado que ya no estaba. De una época en la que no
existían ni siquiera los primeros habitantes de esta región.
Era el mediodía, el sol estaba bien alto,
cuando llegamos hasta la piecita. Primero nos fijamos a través de los vidrios
de su puerta verde y luego, con muchísimo cuidado, bajamos el picaporte. Desde
afuera no se veía nada raro. Era una habitación muy pequeña… Igual dejamos la
puerta abierta, bien abierta, para poder correr si algo raro aparecía. El olor
a humedad era intenso. Todo estaba tan quieto, tan inmóvil…
Empecé a pensar que tal vez era desmedido
el temor que había paralizado durante días la decisión de entrar allí. La razón
me decía; ¿Qué era lo que podía encontrar dentro de la piecita que me diera
miedo? ¿Ratas? Casi imposible. No había rastro de comida alguna. ¿Alacranes,
tal vez, o arañas? Eso no me daba miedo. Podía pisarlos. Pero siempre me
aterrorizaba, en lugares como ése, que abriera una puerta o un cajón y algo
extraño, algo negro, peludo, con brillantes ojos rojos y afilados dientes,
saltara y me mordiera la mano. Es
gracioso. Sé que es un pensamiento infantil, un miedo irracional, pero no podía
evitarlo. No había nada dentro de mi mente que me respondiera que estaba en lo
correcto, que el miedo que tenía no era infundado. Sin embargo, era imposible
no sentirlo. Era la piecita el lugar al que amenazaban con encerrarnos cuando
nos portábamos mal. Y en realidad no
había nada adentro, salvo dos o tres muebles. Pero el silencio, el encierro, el
aislamiento era tanto más temeroso que cualquier monstruo que podría haber
habitado esa pequeña pieza.
El único mueble que podía contener algo era
una cómoda grande.
Uno a uno fui abriendo los cajones. Mi
hermano me cubría las espaldas. Miraba sobre mi hombro, pero tenía un pie
afuera de la puerta. Yo no metía la mano: había llevado un palo y con él
revolvía toscamente las cosas que estaban dentro del cajón. Nada interesante.
Viejas cartas, ropa manchada por invisibles cucarachas, trajecitos de bautismo,
collares, rosarios, hasta un misal con hojas doradas. Pero nada de lo que
nosotros buscábamos. Ningún papel importante, nada de oro. Nada.
Hasta que llegamos a las dos puertas que
estaban en la parte inferior del mueble. No me iba a arriesgar a abrirlas con
mi mano. Si saltaba el monstruo estaba demasiado cerca mi brazo de sus
dientes. Así que busqué un alambre,
bastante grueso, y enganché con él una de las manijas de las puertitas. Una vez
que estuvo bien agarrado, le avisé a mi hermano y los dos, expectantes, en
silencio, contuvimos la respiración y tiramos del alambre hacia afuera. Yo noté
que algo empujaba desde adentro, lo que me atemorizó bastante, pero no le dije
nada a mi hermano. Tiré un poco más fuerte y la abrí. Un manojo de ropa brillante
saltó afuera del mueble una vez cedida la presión de la puerta y detrás de él
una vieja pelota de cuero. Mi hermano la
reconoció enseguida. Habíamos jugado un partido en el patio con los chicos de
la cuadra y la fuerte patada del Aníbal había tenido un efecto funesto:
atravesó el vidrio de la ventana y rompió una estatuita de un monje chino que
mi madre tenía sobre la mesita de luz.
Se acabaron los partidos en el patio, nos fuimos a la cama sin cenar y a
la pelota no la volvimos a ver nunca.
Pero yo me concentré en la ropa. Eran
varios vestidos de una hermosa tela. Seguramente sería seda, o algo así. Daba
gusto tocarlos y uno de ellos, el azul, tenía en el escote algo que brillaba.
¡Sí señor!¡ Era una especie de gargantilla
de oro, que adornaba el vestido! Imposible confundirme. Conocía muy bien el
color del oro.
Mi hermano seguía detrás mío cuando
volvimos a la cocina. Llevaba apretado contra su pecho el vestido con la cadena
de oro. Ya no había tanto sol. Se había nublado y un suave viento del sur empezaba
a soplar.
Atravesamos el patio. Mientras caminábamos
hacia la cocina, mi hermano comentó que le iba a pedir el diario al vecino para
fijarse en la cotización del oro. Lanzó una risita nerviosa y después se calló.
Ni siquiera miramos la araucaria. Cuando llegamos a la puerta me pareció
escuchar un sollozo. Me di vuelta y lo miré: se estaba limpiando su aniñada
cara, cubierta de arrugas, con la brillante tela del vestido de seda.
El pago por la gargantilla nos dio un
respiro, pero seguíamos pensando en las liras esterlinas ocultas por mi abuela.
¿Sabría mi madre dónde estaban? Ese pensamiento me llevó al recuerdo de sus
últimas semanas de vida. El Alzheimer le había arruinado sus músculos, su
memoria, su claridad mental. Era como una niña. Volvió a hablar con su padre,
ya muerto y enterrado hacía mucho tiempo, y no nos reconocía. Poco a poco se
fue apagando, encerrándose en sí misma y en un tiempo pasado en el que había
sido feliz. Si conocía el paradero de esos billetes, se había ido con ella.
Mi hermano se había vuelto cada vez más
sombrío. No le preocupaba lo económico, eso era más una intranquilidad mía,
pero el no tener la presencia de mi padre en casa lo hacía sentir indefenso.
Siempre mis padres lo protegieron, debido a su discapacidad. Su desarrollo
mental se había detenido cuando era un niño y todos estábamos acostumbrados a
ello. Mi padre era la figura segura que lo acompañaba cuando salían a caminar y
evitaba las burlas o las miradas de quienes se cruzaban en su paseo. No era
violento sino todo lo contrario. Nos llevamos bien siempre, pero yo sabía que
en esta ocasión, él no podría ayudarme.
El único talento de mi hermano era el
dibujo. Mi madre no se había animado a llevarlo a alguna escuela de artes, o a
contratar un profesor. Pero mi hermano se entretenía, a veces durante horas,
dibujando en las hojas blancas que le conseguíamos, y sus dibujos eran
realmente impresionantes: dibujaba lo que veía con una exactitud increíble.
Eran casi fotos, sombreadas, con una perspectiva y profundidad que no sabíamos
de dónde había aprendido. Hasta las caras de las personas y las miradas eran
asombrosamente reales. Su limitación era que no podía dibujar algo que nunca
hubiese visto, o que no estuviese frente a sus ojos. La imaginación, el
recuerdo de algún lugar, no tenían cabida en la incomprensible mente de mi
hermano.
Cuando estaba en segundo grado, su maestra
llamó una tarde a mamá y estuvieron hablando las dos, a la salida de la
escuela. Mi hermano y yo esperábamos en la vereda, tirando a la zanja bolitas
de paraíso. Yo espiaba a las dos mujeres mientras hablaban y no olvido la
mirada de angustia de mi madre. Las puertas de la escuela ya habían cerrado.
Luego, mi madre vino hacia nosotros y volvimos caminando muy lentamente a casa.
Fue el último día que mi hermano asistió a
la escuela. La maestra le había dado
como tarea describir algún ambiente de la casa y mi hermano no pudo hacerlo.
Pero, en lugar de eso dibujó lo que más le gustaba: el patio. Y en su centro la
araucaria, sin pájaros y con algunos, escasos frutos. El dibujo nunca llegó a la escuela, pero mi
madre, que adoraba a mi hermano, lo consoló enmarcándolo y colgándolo en el
comedor de la casa. El único trofeo que mi hermano tuvo en su vida, su efímero
paso por la educación formal.
En pocos días llegaría el otoño y esta vez,
sin los quejidos de mi padre y el perfume de su tabaco, los árboles parecerían
más desnudos, los días más tristes. Mi
hermano y yo seguíamos solos, príncipes de un ruinoso castillo poblado de
libros deshojados y muchos recuerdos.
Mis pensamientos siempre estaban corriendo:
iban y venían, tratando de encontrar algo, una solución para nuestra precaria
economía. Ya no podría comprarle chocolates a mi hermano como todos los fríos
sábados de invierno, la única golosina que lo ponía feliz.
Abril comenzó con lluvia y con la lluvia
las goteras de siempre. Ahora había una penosa novedad: una nueva gotera en
nuestro dormitorio. Esa noche pusimos
una olla bajo de ella y nos fuimos a dormir. El viento era fuerte, pero
habíamos asegurado bien las persianas y los dos nos dormimos profundamente,
como cuando éramos niños y la tibia cama alojaba nuestros sueños.
De pronto tuve un sueño providencial: mi
padre, joven, golpeaba con furia las raíces de la araucaria. Veinte metros,
murmuraba. Yo podía ver el esfuerzo en su cara, en sus manos y su cuello. Los
golpes eran acompasados, uniformes…como los de la gotera. Me desperté y me
senté en la cama. Mi hermano dormía. En la olla enlozada, las gotas caían
rítmicamente, como los golpes del pico de mi padre en el sueño. De un salto me
levanté y me fui hasta la ventana que daba al patio. La araucaria, lustrosa por
la lluvia, no se movía con el viento. ¿Estaría ahí el tesoro?
Me senté mientras mi cabeza galopaba.
¿Estarían enterradas bajo la araucaria las libras esterlinas? ¿Mi padre las
habría ocultado allí? Yo era el único lúcido de la familia. Me esforcé por
tener sentido común, por pensar algo lógico…
No, no podía haber sido mi padre quien las
escondiera. Recordé muchos momentos de nuestra vida (incluso después de la
muerte de mi madre) en los que necesitamos dinero y de tenerlo, él lo hubiese
sacado de allí. Lo más probable era que ni siquiera supiera que esos billetes
existían. Fue un secreto, no había duda, entre mi abuela y mi madre Entonces…
¿mi madre lo habría escondido entre las raíces del árbol? Me pareció imposible
que lo haya hecho sin que alguno de nosotros la hubiese sorprendido en tal
extraña tarea. No tenía herramientas ni fuerza; mi madre sólo apelaba a su
sagacidad, para cualquier acción de su vida.
Traté de pensar como ella ¿Qué era lo que
más le preocupaba a mi madre? Como lanzado por una invisible mano me dirigí al
comedor. Con sumo cuidado descolgué el dibujo de mi hermano y con mayor esmero
aún, despegué el papel posterior del marco. Allí, envueltos en un fino papel
barrilete blanco, estaban las libras esterlinas.
Mucho más de lo que yo había imaginado.
Cuando parara la lluvia iría hasta la ciudad a cambiar el dinero.
Con delicadeza, conmovido hasta las
lágrimas volví a recomponer el cuadro. Todo lo que yo consideraba inútil, nos
había salvado. Mi hermano dormía
tranquilamente y la gotera seguía, con su melodía, golpeando el fondo de la
olla.
*De Cecilia
Zanelli. ceciliaines_zanelli@yahoo.com.ar
Santo Tomé. Santa Fe
¿Escuchaste? *
Miraba la luna
y
fue tu cara la que brilló
Miraba el lago
y tu
mano fue la que se asomó
Miraba el cielo
y
tus ojos entonces titilaron
Miraba el futuro
y tu
nombre fue el que susurré
¿Escuchaste
mi
llamado?
*De Ana
Romano. romano.ana2010@gmail.com
-Fuente: Efímero silencio.
© Ágora127 Libros.
Guadalajara, Jalisco, México. Agosto, 2025
*
Escribir para que las
frases no se resequen en la lengua. Escribir o leer a los que escriben para no
ser manoseado por los poderosos o por el simple universo que nos pudre de a
poco. O pintar. O hacer cualquier arte. O disfrutar cualquier arte. O amar. O
reírse de todo.
*De Liliana
Díaz Mindurry. lidimienator@gmail.com
Inventren
https://inventren.blogspot.com.ar/
EL TERCER
HOMBRE*
Pensé que en la estación anterior quizás
habrían desenganchado el vagón, pero supuse que no y me limité a recorrer el
tren de compartimiento en compartimiento, como si fuese a algún lugar preciso y
no estuviese buscando algo ignoto.
Cuando encontré la carga de bicicletas,
todas colgando en la penumbra de ganchos del techo, casi doy media vuelta y me
resigno a finalizar la aventura, pero me atreví a cruzar ese espacio oscuro
para encontrar en el vagón siguiente una oscuridad mayor: el vagón de cineclub
donde, como la vez anterior, ya estaba la película en plena proyección.
En esta oportunidad de inmediato reconocí
el film. Era "El tercer hombre".
Llegué antes, pero no pasó mucho tiempo
para que Orson Welles llevase al protagonista hasta el parque de diversiones.
Era de noche allí, y tal circunstancia casaba perfectamente con la negrura
espesa del vagón donde, como la otra vez, apenas se adivinaban cinco o seis
figuras silentes.
El parque de diversiones de la pantalla
tenía una reminiscencia de los parques de Bradbury; como si algo maligno se
asociase, se pegase pringosamente a lo relativo a la niñez. Esa cosa de la
inocencia que no se sostiene frente a la nocturnidad que la desnuda. Y Welles,
ominoso y encantador, hizo entrar a su acompañante a la cabina de una
gigantesca vuelta al mundo.
Mientras la enorme rueda giraba en la
pantalla, el movimiento del tren me hacía subir a mí también, transformándose
el traqueteo horizontal en el lento escalar hacia la cima.
Desde allí Welles le mostró -nos mostró- la
gente desde arriba. Meros puntos móviles. Dijo con terrible certeza que si uno
de esos puntos dejase de moverse, tal cosa no sería significativa. Expuso con
simpleza la visión desde la cima del poder, las gentes comunes meras hormigas,
acaso números ínfimos, partículas elementales.
Recuerdo haber experimentado el vértigo de sentirme arriba y de saberme
abajo. Atroz desdoblamiento del comprender sin justificar. De temerse a una
misma si las circunstancias fuesen otras. ¿Quién sería, yo, en la cima?
De la primera fila me llegaba el olor del
whisky, y el hombre corpulento que había estado bebiendo comenzó a roncar con
fuerza.
Cuando me retiré en la oscuridad pensé que
le habrá gustado ver una película de su tío, Sir Carol Reed.
*De Mónica
Russomanno. russomannomonica@hotmail.com
-Próxima estación:
ESTACIÓN GOYENECHE.
-Continuidad literaria
por el Ferrocarril Provincial:
GOBERNADOR
UDAONDO.
LOMA VERDE.
ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.
GOBERNADOR DE SAN JUAN
RUPERTO GODOY.
GOBERNADOR OBLIGADO.
ESTACIÓN
DOYHENARD.
ESTACIÓN GÓMEZ DE LA
VEGA.
D. SÁEZ.
J. R. MORENO.
EMPALME ETCHEVERRY.
ESTACIÓN ÁNGEL
ETCHEVERRY.
LISANDRO OLMOS.
INGENIERO VILLANUEVA.
ARANA.
GOBERNADOR GARCIA.
LA PLATA.
InventivaSocial
Plaza virtual de escritura
-Editor
responsable: Lic. Eduardo Francisco
Coiro.
Blog histórico & archivo: https://inventivasocial.blogspot.com/
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