¿Cuánto viento es necesario para acercar a dos pájaros que tiemblan?

 


Valeria Pariso.

-Foto de @victorio_d_gagliano

 

 

 

 

 

16*

 

 

Bajo la estrella mínima del alba,

cuando el trabajo es todavía

las horas por venir,

sin más refugio ni esperanza

que su propia incertidumbre,

desde hace miles de años,

día tras día,

hombres y mujeres

cantan.

 

*De Valeria Pariso.  valeriapariso@outlook.com

-De la trilogía: “Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen"-

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Cuánto viento es necesario para acercar a dos pájaros que tiemblan?

-Poesía de Valeria Pariso-

 

 

 

 

 

 

 

1*

 

Ese viento que te tocó la cara

¿Cae?

¿Cae y vuelve a subir?

¿Con qué piedras golpea,

con qué historia?

Ese viento que ahora mismo

mueve una flor frente a tus ojos,

ese viento, digo,

qué se lleva

y qué te deja puesto

que no sepas.

 

*Poema “1” de “Triza”.

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

La ilusión se apoya en creer que eso

que está sujeto al mástil

desde el día en que nos conocimos,

y el viento mueve,

y golpea con el aire, con los bichos,

con las bolsas plásticas, con el frío,

no es tu corazón,

no es mi corazón.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

El poema debe respirar. ¿Respirás del mismo modo si pensás en la palabra lluvia que en la palabra muerte? ¿Necesito el mismo aire, el mismo tiempo entre inhalación y exhalación, si pienso en la palabra inhóspito que en la palabra corríamos? Si el poeta presta atención y reconoce su propio ritmo respiratorio, podrá trasladar al poema su respiración. Con esto dejará en el poema un sello de agua, un código, que será leído por quien sepa leer los sellos de agua, los códigos etéreos.

 

*Apuntes sobre escritura.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

27*

 

Hay que devolver

intacta

la rosa al mundo

como si en la desesperación

no nos hubiésemos comido

uno a uno,

los pétalos.

 

*De Uva negra.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

11*

 

 

De a poco, como ocurren las tragedias silenciosas,

mi cuerpo comprendió que seguía vivo.

¿Qué pasó?

Me mantuve de pie y el cuerpo se mantuvo.

Un contrahecho.

De repente estaba mar adentro.

Me abracé al viento y mi cabeza golpeó

contra el mascarón de proa

del barco más viejo del mundo.

Yo recuerdo el ángel de madera, su boca abierta,

la palabra Albricia debajo de su cara.

Mi cuerpo sobrevivió a mi muerte.

¿Qué significaba la palabra amor?

Ahora vengo a celebrar con mi fantasma

su poca idoneidad en estos menesteres.

Me canta.

Le canto.

Entre vino y vino, hablamos de los puertos.

Hay hombres y mujeres que se levantan

al amanecer

y cantan para que alguien vuelva.

Bailamos.

Pero bailamos sin que el roce casual

nos incomode.

El fantasma no me toca.

Es extraño no ser tocado por nadie.

No hacer temblar a nadie.

A veces recuerdo el mascarón de proa

y repito: “Albricia”.

Mi vida se ha vuelto un contrahecho.

Querido Arlt,

lo que queda es la parte feroz de la joroba.

Mi cuerpo no entiende dónde empieza.

 

 

*De Mascarón de Proa

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Les diré:

el vínculo amoroso rara vez

apoyará su paso por la línea

emocionada y blanca que trazamos.

Sin pudor, romperá nuestras costillas,

y torcerá el circuito de la espera.

Hablo del vínculo:

amigas, hijos, esposos, amantes,

madres, padres, hermanas, todos.

¿Cómo saber si el amor es suficiente

como para que el muelle se sostenga

y no caigamos tristes bajo el agua?

¿Cómo saber si es jactancia o abandono

el mensaje que se perdió en el río?

Infortunados del verano,

la vida está llena de nieve.

Solo nos queda confiar.

Estamos vivos,

el amor nos habla en lengua extranjera

y no hay quién entienda

el pedido de auxilio.

 

*de Final francés

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Dos o tres palabras en el lugar correcto

son capaces de iluminar un cementerio.

Una vez prendida,

no hay viento capaz de tirar la lámpara.

Las flores se vuelven brillantes

y empiezan a tener sentido

los nombres, los cuerpos.

Dos o tres palabras en el lugar correcto

tienen la ferocidad que abre un jardín.

No importa si está vivo o muerto.

 

Ahora estas son mis manos.

Todos los fósforos buenos fueron tirados al mar.

 

 

*Poema de “Triza”

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

He arrojado todo al precipicio.

Ningún orden es posible ahora, dije.

¿Cuánto pasó desde entonces?

No lo sé.

No tengo seguridad del tiempo

desde que cayeron los números.

Parecían piedras tiradas al vacío.

Lo hice más de una vez:

me paré sobre el filo,

miré el fondo,

y tiré todo con los ojos cerrados.

Me impresiona lo que pasa con la ausencia:

cae inmensa como un cóndor,

no hace ruido,

se mezcla con el viento,

y una vez que toca el suelo

vuelve.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Lleva años conocerse la respiración. Lleva años detectar cuándo necesitamos aire porque una palabra nos conmueve y entonces, el aire que tenemos en el cuerpo resulta insuficiente.  Entonces es necesario exhalar y volver a inhalar. Ayuda leerse en voz alta, grabarse leyendo, para reconocer los movimientos de la respiración y trasladarlos al poema. Es fascinante: tu respiración sobre el poema funciona como un holograma. Quiero decir: alguien lee tu poema, lo respira, el poema respira, crece, y a través del paso de la voz es posible escuchar no sólo la voz del lector, sino que el lector puede escucharte, como si vos mismo estuvieras ahí, leyendo con él tu poema en voz alta.

 

 *Apuntes sobre escritura.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Miro con insistencia los castaños nevados.

Hace mucho tiempo que los miro.

Ahora cae la nieve sobre las ramas y el patio.

Cae desordenada y majestuosa,

como caen los hechos que no esperamos.

Todo es movimiento, me digo,

es preciso atender a la naturaleza.

Los castaños reciben la nieve

pero no hubieran podido anticiparla.

Eso es,

debe ocurrir lo mismo con ciertas decepciones.

Nadie puede ver la nieve antes de que empiece a caer,

ni siquiera los castaños,

ni siquiera los pájaros más altos,

ni siquiera los mineros que saben todo

sobre los estallidos y los temblores

podrían haber visto la nieve

antes de que empezara a nevar.

¿Sabrán las monjas cómo se ven de tristes

con su ropa negra caminando sobre la nieve?

 

¿Acaso ve el ciervo la cuna del cazador?

Así aparecen gestos,

actos, omisiones asombrosas

desmoronándose sobre nosotros.

¿Lo hubiéramos podido prever?

Nieva.

Nieva porque hay cosas

que solo existen cuando caen.

 

*Poema de Final francés

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

6 *

 

 

¿De qué ternura guarda tu memoria

la fiesta del silencio?

Todo tu cuerpo contra el muro y nada:

no se rompe, no se cae.

Otra vez, por vigésima vez:

todo tu cuerpo contra el muro y nada:

no hay derrumbe.

Se acaba el mundo, el muro sigue ahí,

tu cuerpo sigue ahí, y en tu silencio

seguís abrazado a algo pequeñito,

que sonríe.

 

*De “Triza”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Como quien pone una flor carnívora en las manos de un niño, en el poema cada palabra muerde, con delicado fervor, tu culpa o tu esperanza.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Podría ser que luego,

muy luego,

mucho

más luego

de lo que el temblor recuerde

 

se den cuenta

 

de que nosotros,

los huérfanos,

desarmados,

inocentes de ardor y de sombra,

 

no estábamos

equivocados

al temblar.

 

 

 *del libro “Del otro lado de la noche”

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

Poco a poco fuimos descubriendo

cómo se pone sal sobre el silencio

y agua detrás de las palabras.

Y nos gustó callar para decir la ausencia.

Y nos gustó decir para temblar la calma.

Pero el amor.

El amor crudo.

Y ya no supimos qué se hacía

con el desierto,

con los signos,

con la sed.

 

 

*del libro "Del otro lado de la noche".

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

¿Por qué será

que la memoria elige

para ciertas ramas

el lugar de los pájaros?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

DESCRIPCIÓN DE UN NUDO*

 

 

Como si estuvieras

con los pies descalzos sobre el borde

de cara al precipicio

y el viento te moviera los tobillos.

 

Estás vos ante el polvo,

vos ante lo hermoso del abismo

con el grito pegado a la garganta,

tu grito que subió

desde tus pies descalzos,

tus pies descalzos de punta al precipicio

y con el viento que sigue dando vueltas

metido en tu cabeza.

A esta altura el viento está metido

en tu cabeza, en tu coraje, en tus tobillos

y el grito crece ahí

llenando tu garganta.

El grito ahí.

Ahí.

El grito entero ahí

cerrado en la garganta.

Un alarido atado y luminoso

hace una cruz adentro de tu boca.

Vas a soltarlo cuando te das cuenta

de que entre tus brazos

hay un bebé

que duerme.

Y no gritás.

No gritás, dios mío, no gritás.

Eso es un nudo.

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Anoche soñé que el viento nos hablaba. Soñé que nos mostraba con qué facilidad podía hacer volar una ciudad. Con qué rapidez podía sacarnos del medio, tirarnos lejos. En un segundo miramos por la ventana y nos vimos volar a más de 130 Km por hora. Es un mensaje, pensé. El viento nos seguía hablando. Nos decía que la capacidad de juntar es más difícil que la capacidad de separar. Que juntar dos elementos exige cuidado, fuerza, precisión. Pero juntar, nos decía, exige sobre todo otra cosa: delicadeza. Lo decía con la suavidad de quien toca a un recién nacido. Delicadeza en la fuerza, en la luz, en el tiempo. Lo último que recuerdo es haber visto uno de mis vestidos abierto como un pájaro contra los rombos de un alambrado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

No olvides

la terrible belleza del silencio

que precede al rompimiento de una ola:

esas dos o tres palabras calladitas en tu miedo.

Esas dos o tres palabras verdaderas.

No olvides

de dónde nace el grito inmóvil

que no rompe, que no cae,

que no diste.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

16*

 

Dicen que le fue concedido a la mujer desnuda

con su espalda arqueada sobre la proa

el favor de amansar la furia de los mares.

Y que no nos fue concedido

a las mujeres vestidas

con las espaldas erguidas sobre la tristeza

el favor del olvido.

 

*De Mascarón de Proa

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Saberes que estaban en silencio *

 

Una mañana del año pasado me desperté y dije: ¡Yo sé coser! Nunca antes había pensado en hacerme una prenda sencillamente porque creí conocer lo que sabía hacer y lo que no. Tuve una abuela modista y otra que dicen que cosía muy bien pero jamás las vi hacer un molde, ni siquiera ajustar un botón. En fin, la cosa es que ese día me senté en la cama y lo supe. Me compré tela, hice sobre papel madera un molde, corté y cosí. Así salió el vestido verde jade al que llamé Amalfi, lo nombré así porque fue al volver de mi luna de miel en la costa amalfitana que me pasó esto de despertar con esa certeza. Creí que había sido la alquimia de un sueño raro pero luego siguieron otras prendas. Este año surgió el conjunto marrón al que llamé Alhambra, en honor a una amiga que justo estaba en Granada subiendo fotos de La Alhambra y me recordó el viaje que habíamos hecho con mi hermana Carola a Granada, tierra de Lorca, en 2009.

No les puedo explicar la felicidad que me da hacer esto que no sé de dónde viene ni cómo apareció en mí a los 54 años.  Siento que soy más auténtica con mi ropa hecha a mano, porque ni máquina de coser tengo. No sé cuánto durará esto que no entiendo de dónde viene.  Sólo sé que si vivimos en un espacio que nos da paz aparecen saberes que estaban en silencio esperando el momento para asombrarnos.

 

*Posteo de Valeria para sus redes sociales. 

(El título es audacia del editor del blog)

 

 

 

 


 

 

 

 

25*

 

Supe con ellos

que ninguna palabra

abre la tierra.

Ningún sonido

devuelve

los bordes de las aguas.

La espera es una letra muda.

Lo que precede a un sismo

es el silencio.

 

*Poema de Uva negra.

 

 

 

 

 

 

 

 

*

 

 

Quién olvidó decir

cuidado

con la resurrección de las palabras.

Quién olvidó decir

estamos en alerta

por el fuego que hicimos

en ese bosquecito

donde una o dos palabras

se incendian

todavía.

 

 

 

 

 

 

7*

 

¿Cuánto viento es necesario

para acercar

a dos pájaros que tiemblan?

 

*De Uva negra.

 


 

**

 

- Valeria publicó los libros de poesía: "Cero sobre el nivel del mar" Ediciones AqL (2012), "Paula levanta la persiana", Ediciones AqL (2013); "Donde termina esta casa", Ediciones de la Eterna (2015), "Del otro lado de la noche" (2015) Editorial El Mono Armado, "Triza" (2017) Editorial Detodoslosmares, "La trilogía: Uva negra/ Mascarón de proa/ El castillo de Rouen", Vela al viento Ediciones patagónicas (2018), Segunda edición AqL (2020), Zarmina, Primer Premio del Concurso de Letras, categoría poesía, del Fondo Nacional de las Artes, año 2019, Ed. Mascarón de proa (2020); "Flores para no regar", Editorial AqL (2021). “Final francés”, AqL ediciones, 2023

 

 

 

 

 

Inventren

https://inventren.blogspot.com.ar/

 

 

 

 

 

PASAJERA*

 

 

- No me gustan las despedidas - había dicho mi amigo Luis.

Después me abrazó con impaciente levedad y se alejó hacia la calle, sin volver el rostro, sin mostrar la menor emoción. Dejando atrás los reflejos de los innumerables cristales, salió de la estación y se dirigió con prisa hacia el aparcamiento. Sonreí. Le conocía bien. Las separaciones le resultaban tan dolorosas como a cualquier otro, pero le molestaba emocionarse. Por ese motivo, siempre que era capaz de prever algún conato de abrazos prolongados y frases empalagosas, escapaba a la situación alegando una prisa que no siempre era fingida. Por otra parte, apenas faltaba un mes para que comenzase la nueva temporada: la rutina de los entrenamientos, el descubrimiento de las virtudes y de los defectos en los jugadores nuevos, la épica de los partidos, los problemas con la directiva... Y ahí íbamos a estar un año más, codo con codo, lidiando con jugadores, directivos y árbitros, empeñándonos en sacar adelante al equipo, sufriendo acaso alguna decepción en forma de final perdida, llenándonos de orgullo cada vez que alguno de nuestros jugadores llegaba a las ligas superiores. De ahí, del esfuerzo común, provenía nuestra amistad. A través de la enorme cristalera, vi pasar su auto, lanzado ya hacia la costa.

Consulté el reloj. Aún faltaban quince minutos para la salida del tren que debía tomar. (Tomar un tren - pensé - lo mismo que quien toma café o un aperitivo) Volví a comprobar mi billete; apuré el cortado que se enfriaba sobre la barra de la cafetería; compré algunos diarios; me dejé mecer por una apacible nostalgia.

Había terminado mi semana. L´ Estartit quedaba ahora allá atrás, arrinconado en los estantes de la memoria. Quedaban pequeños detalles, instantáneas fugaces que fui atrapando y colocando cuidadosa, ordenadamente, en el archivador de recuerdos gratos: Los paseos en barca, la inefable calma de las mañanas de pesca, los atardeceres frente al mar, en la terraza del club náutico o al otro lado del puerto, junto a la playa... Ahora todo era una bonita película en colores cuyas escenas desfilaban a cámara lenta, fotograma a fotograma, ante mis ojos agradecidos. La arena, el inequívoco olor del mar, las islas...

Pero en este lado, los minutos pasaban implacables. Aferré la bolsa de viaje y bajé las escaleras, al asalto del tren.

Un andén no difiere en exceso de cualquier otro. Los de esta estación, sin embargo, me resultaron particularmente hostiles (porque me alejaban del mar, de las tranquilas calas, de los inquietantes acantilados, del oleaje y las Medas. Porque me arrojaban de vuelta a la rutina, al trabajo agotador, al rostro siempre huraño y desconfiado del patrón, a la inacabable monotonía sonora de la máquina, a la nave oscura, a los hierros y a tantas cosas que aborrezco y de las que aún no he aprendido a prescindir)

Mi tren estaba llegando. Puntual como una calamidad. Silencioso como el sueño. Lento y poderoso, hizo su entrada en la estación, se detuvo, escupió algunos viajeros, permitió el abordaje de otros, cerró

impasiblemente sus puertas y partió con el mismo sigilo con que llegara, igual que si estuviese huyendo del bullicio de las estaciones, buscando acaso el anonimato de los raíles.

Desde mi asiento, pude contemplar cómo la ciudad se iba diluyendo entre árboles, cómo los edificios se transformaban en bosque y las calles dejaban paso a los senderos. "Esta es - pensé - una ciudad de hermosos contrastes. Hay agua, hay vegetación, aire. Es cuanto se necesita para vivir. Hay asfalto, hay civilización. Es cuanto se precisa para ser desdichado".

Tratando de huir de la tristeza que imperceptiblemente comenzaba a embargarme, indagué con disimulo los rostros de mis escasos compañeros de viaje. Ninguno de ellos consiguió llamar mi atención. Me resigné a los diarios.

Bombardeos en Mostar, corrupción gubernamental, hambre en alguna parte (o en muchas partes) de África y en otros lugares de difícil pronunciación, violaciones sistemáticas de los derechos humanos, no menos atroces violaciones de muchachas solitarias en parques nocturnos o garajes o zaguanes oscuros, nuevos atentados... Compruebo sin entusiasmo la fecha, sabiendo de antemano que es inútil. Que la fecha puede ser la de hoy, pero el horror no es nuevo, es el mismo que se repite sin descanso, día tras día, sin que nadie mueva un dedo por cambiar el signo de las cosas, sin que podamos aferrarnos ni siquiera al mínimo consuelo de una remota esperanza.

Agobiado, guardé el diario y busqué una revista de humor, tratando de huir de la espantosa realidad. Con disgusto, con desaliento, comprobé que no tenía ninguna. Se habían quedado atrás, en el hotel o en casa de mis amigos, encerradas en el tiempo de las vacaciones, ajenas al devenir del ajetreo, aparentemente inocentes de las malas noticias que me traían de vuelta a lo cotidiano.

Estábamos llegando a Barcelona. De nuevo los enormes bloques de viviendas levantándose a izquierda y derecha, como otros tantos nichos alineados frente al pálpito cansado de mis ojos, delatando la presencia de la concentración humana, certificando de alguna manera el fin del verano.

Luego, los túneles sumiendo al tren en las entrañas de la ciudad, entre vistosas pintadas distribuidas por los muros. Alegría o decepción coloreando los rostros de los viajeros que llegaban al final de su viaje y se apiñaban con sus maletas en los pasillos, prestos al abandono de los vagones, resignados al inaplazable retorno a la rutina, de algún modo impacientes por terminar con ese incómodo interludio que separa el verano del resto de los días.

Lo que siguió fue un barullo de gentes bajando a los andenes, abrazándose, despidiéndose, estorbándose, subiendo con prisa, casi con precipitación, a los vagones detenidos, buscando acomodo para sus maletas y para sí mismos, todo como una película antigua, de ésas en que los personajes se movían a una velocidad insólita y casi ridícula, pero nada de ello me pareció gracioso. Por el contrario, las prisas, el cruce de miradas fugaces, la disimulada lucha por un determinado asiento, los movimientos de cabeza en busca de una ubicación idónea, los gritos, las carreras por los pasillos, no hicieron sino contribuir al desánimo que había ido asentándose en mi alma en los últimos minutos.

Entre el gentío, me llamaron la atención dos mujeres. Ambas viajaban sin compañía. Una de ellas era rubia, bonita, de ojos inexpresivos.

No supe si lamentar o celebrar que pasase a mi lado sin mirarme. La otra no era hermosa, pero su larga melena negra, sus formas poderosas y un algo exótico en su rostro, en su atuendo, obligaban a mirarla con detenimiento.

En mal español, preguntó si el asiento contiguo al mío estaba libre. Me apresuré a ofrecérselo.

Cuando el tren se puso en movimiento, noté con asombro que el bolso de mano que descansaba en su regazo se movía. Una diminuta cabeza canina asomó por la abertura. Sonreí con disimulo ante aquella transgresión de las normas. En ese momento, entró el revisor en nuestro vagón. Ella me miró con sus enormes ojos negros. Puso su dedo índice sobre los labios carnosos, pidiéndome silencio, convirtiéndome en su cómplice, llenándome de una extraña ternura.

Alentado por ese gesto de confianza, me atreví a contemplarla casi con descaro. Su pelo basto, muy oscuro, la voluptuosidad de las nalgas, los labios llenos, gruesos, delataban la raza negra en algún recodo de su árbol genealógico. Todo lo demás parecía claramente occidental. Cuando por fin el revisor hubo contrastado los billetes y abandonado el vagón, le ofrecí un cigarrillo, que ella rehusó, y charlamos. Por sus palabras, supe que venía de Lisboa, que su nombre era Andrea, que regresaba, como todos, de unas cortas vacaciones junto al mar, que siempre viajaba con su perrito y que vivía en una pensión desde que se separó de su novio. Su voz destilaba bondad. Nada dijo acerca de su profesión. Sospeché oscuramente que era prostituta. Tuve ganas de abrazarla. Yo le conté a grandes rasgos las trivialidades que se suelen confiar a alguien que acabamos de conocer. (Pero ya intuía que no se trataba de una extraña, que ese gesto suplicante había tendido un puente entre nosotros, un puente que nos unía y que nos elevaba sobre el murmullo de las conversaciones a nuestro alrededor, separándonos de esas otras voces, de esos otros rostros que no formaban parte de nuestra pequeña isla en medio de las vías) Ella me hablaba de su Lisboa, de su pasado. Después, la conversación derivó hacia las tópicas generalidades.

Hubo momentos de cálido silencio, de miradas.

El tren se deslizaba veloz sobre los raíles acercándonos a la inevitable separación. En cada pueblecito atravesado, en cada estación, yo le contaba cosas de aquellos lugares, historias que a menudo inventaba para ver el gesto de maravillada sorpresa en el rostro de mi amiga, todo en pos de unos minutos más de conversación, de escuchar una vez más aquella voz con acento portugués que tanto me relajaba, que conseguía arrullarme llevándome a esa dimensión en la que todo es aún posible, donde cabe la ilusión de un mañana, de una flor renaciendo entre los escombros. Otras veces, fue ella quien hizo preguntas, tal vez por idénticas razones. En un par de ocasiones, pronunció mi nombre, atándome a su voz, llenándome de felicidad y desazón porque ya Lérida había quedado atrás y mi ciudad iba acercándose sin compasión. Yo deseaba prolongar aquel viaje, permanecer allí sentado junto a Andrea que me miraba lánguidamente y cuyas manos oscuras de larguísimas uñas rojas despertaban mis viejos instintos primordiales.

Un silencio de campos vertiginosos corría paralelo allende las ventanillas.

El sol bañaba los rastrojos y los montes lejanos, pero en el interior del vagón no había más luz que la que irradiaban los ojos de Andrea, que a ratos parecían estar buscando algo en el fondo verdoso de los míos. El tren lanzado era una sádica resta de minutos y yo no encontraba las palabras precisas. Me iba perdiendo entre explicaciones casi absurdas sobre los cultivos y el clima, disertaciones inexplicables acerca de la vida en las aldeas de mi tierra y en sus asfixiantes ciudades y exposiciones sinceras de las maravillas existentes en los tan amados Pirineos, pero todo ello como un alejamiento a pesar de los cuerpos tan cerca, de los rostros casi juntos y las manos rozándose en la división de los asientos. Cada estación era como una siniestra zarpa cayendo sobre mi rostro y desgarrándome. Uno tras otro, iban pasando los kilómetros, el paisaje se iba transformando, la angustia crecía hasta límites intolerables. Ya se divisaban, al fondo, los edificios que marcaban el final de mi viaje, los pétreos sepulcros verticales que iban a sumirme, de nuevo, en la más insoportable tristeza. Pensé, deseé, estuve a punto de pedirle que se bajase conmigo, que renunciase a su Lisboa, que se quedase a mi lado en esta ciudad, que compartiese mi vida.

En cambio, sólo atiné a decir: "Estamos llegando a Zaragoza. En medio de aquellos edificios altos está mi casa" El tren se hundió en las profundidades de la tierra, bajo el ajetreo de la ciudad; fue reduciendo la velocidad, prolongando cruelmente los minutos finales, aquellos en los que ya nada es posible. Por fin, quedó parado entre las luces falsas de la estación. Aun fui capaz de una última inspiración: No me apearía, seguiría con ella hasta Madrid, o hasta Lisboa o al fin del mundo. Un beso en la mejilla me separó de Andrea para siempre. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, aún pude ver sus ojos clavados en mi rostro, como formulando una pregunta de imposible respuesta.

Después, recomenzó el decurso de los días de absoluta normalidad.

Regresé a mis obligaciones, a la inmovilidad de una vida sedentaria, enmarcada entre las crudas aristas del trabajo y la soledad.

Sé que nada es perdurable. Que todo es un tren que viaja incansable entre las innumerables estaciones, deteniéndose efímeramente en alguna de ellas, atravesando otras sin ruido y arrebatando miradas de nostalgia, suspiros. Sé que la vida no es sino un compendio de recuerdos, un asombrado catálogo de estaciones que fuimos dejando atrás. Pero ahora que el tiempo ha pasado, el recuerdo de aquel viaje, de Andrea, vuelve a mí con insistencia, tiñendo de melancolía los atardeceres, y llevándome incomprensiblemente a ese banco del andén, desde el que, cada tarde, contemplo con atención el tránsito engañoso de los trenes.

 

*De Sergio Borao Llop. sbllop@gmail.com

 

 

 

 

 

-Próxima estación:

 

ESTACIÓN GOYENECHE.   

 

-Continuidad literaria por el Ferrocarril Provincial:

 

GOBERNADOR UDAONDO. 

 

LOMA VERDE.  

 

ESTACIÓN SAMBOROMBÓN.

 

GOBERNADOR DE SAN JUAN RUPERTO GODOY.

 

GOBERNADOR OBLIGADO.

 

ESTACIÓN DOYHENARD.  

 

ESTACIÓN GÓMEZ DE LA VEGA. 

 

D. SÁEZ.   

 

J. R. MORENO.   

 

 EMPALME ETCHEVERRY.

 

ESTACIÓN ÁNGEL ETCHEVERRY.  

 

LISANDRO OLMOS.

 

 INGENIERO VILLANUEVA.

 

 ARANA.

 

GOBERNADOR GARCIA.

 

 

LA PLATA.

 

 

 

InventivaSocial

Plaza virtual de escritura

-Editor responsable: Lic. Eduardo Francisco Coiro.

Blog histórico & archivo: https://inventivasocial.blogspot.com

 


Comentarios

Entradas populares de este blog

EL CORAZÓN ES UN POEMA.

PEDACITOS DE SUEÑOS.

LA BELLEZA ES UNA NUBE PASAJERA